• Fotografía Pilar Giralte
  • Fotografía Rubén Giráldez
  • Fotografia Cristina Solano
  • Fotografía Mary Calduch
  • Fotografía el rasurador
  • Fotografía de Diego Belmonte
  • Fotografía de Cristina Cabrera
  • Fotografía de Anabel Munoz
  • Fotografía de David Pérez
  • Fotografía de Patricia Sanchez
  • Fotografía de Jesús Ahelle

jueves, 1 de noviembre de 2012

La cripta del terror



Es Halloween queridos engendros. Una horrible noche en la que el terror y los sustos (de muerte) están asegurados para todo el mundo. Cosa que, queridos amigos, al viejo Señor de la Cripta le entusiasma mucho. Por eso yo también quiero contribuir a repartir el terror a todos aquellos que buscan pasar un mal rato ¿Y que mejor para hacer eso que con una terrorífica historia de mi macabra colección?
El protagonista del relato de esta espectral noche odia profundamente Halloween. Pero, va a descubrir que esta festividad esconde terribles secretos, dispuestos a hacerle pasar la peor noche de su vida. Así, que encended unas cuantas calabazas linterna para iluminar la habitación, e ignorad los desgarradores gritos que forman la particular banda sonora de la noche y disfrutad con…

Truco o trato

El vecindario entero estaba poblado por un nutrido grupo de pequeños demonios, brujas, vampiros, zombies y demás seres de pesadilla. Que recorrían fugazmente las calles, deteniéndose en cada casa. Donde esperaban pacientes a que sus inquilinos les abriesen la puerta. Momento en el cual, los diminutos monstruitos dirían la famosa frase que llevaban todo el día ensayando “Truco o Trato” mientras muestran unos sacos dispuestos para recoger los “tratos” de la noche. Aunque, si por el contario, los habitantes de la casa eligiesen truco en vez de trato. Estos, se verían obligados a sufrir las bromas y jugarretas de las monstruosas visitas. Que podían ser, desde pequeñas inocentadas como la de arrojar huevos a la fachada de las casas, o otras actividades mucho más “macabras”. Por lo que era conveniente aceptar el trato, y sellarlo dejando algún que otro dulce en las bolsas de los monstruosos chiquillos.

Ronald Sullivan cerró de golpe las cortinas, ocultando la bochornosa visión de la calle infestada por toda la parafernalia propia de la celebración de Halloween. Cientos de calabazas linterna talladas con siniestras sonrisas de dientes puntiagudas invadían casas y muros, iluminando tenebrosamente las calles. Mientras proyectaban aterradoras sombras que durarían hasta que la vela que albergaban en su interior se apagase con un pequeño siseo.
Todo aquel que pululaba por el vecindario en ese momento se ocultaba tras una mascara o disfraz grotesco. Y los más pequeños, practicaban aquella extravagante costumbre que era la de reclamar golosinas a grito de “Truco o trato”.
Todas las casas estaban decoradas para la ocasión. Las telarañas falsas cubrían las puertas de las casas. Los esqueletos de plástico que colgaban de los árboles, se mecían a causa de la suave brisa nocturna, como si de macabros ahorcados se tratasen. Las lápidas de cartón piedra se multiplicaban por los jardines, convirtiéndolos en improvisados cementerios de quita y pon. Todos aquellos hogares se habían transformado en particulares casas del horror. Todas, excepto una. La de Ronald Sullivan, que permanecía inalterada y sin ningún cambio. Ya que para el amargado solterón, el treinta y uno de octubre no era más que otro día más. Para él, Halloween no estaba apuntado en su calendario de celebraciones y fiestas particular. Todas las costumbres y parafernalias propias de esa noche le repugnaban.
Decir que Ronald Sullivan odiaba Halloween era quedarse muy corto. Al solitario cuarentón, aquella celebración le producía un verdadero desagrado. Odiaba entrar en los supermercados y tiendas de la ciudad y encontrarse con los estantes repletos de grotescas mascaras de plástico, estrafalarios disfraces y repulsivas películas de terror a mitad de precio. El hombre incluso agradecía al gerente, el momento en el que ordenaba llevárselo todo al almacén, de donde no saldría nada hasta el año que viene.
Otra cosa que odiaba Ronald eran los niños. Ya que, en ese día aquellos pequeños bribones se comportaban como verdaderos vándalos. Los gritos y chillidos que emitían los pequeños desde la calle, le producían una terrible jaqueca. Motivo por el cual, Ronald encendió el televisor esperando así, poder amortiguar el escándalo producido por aquellas pequeñas bestias de primaria.
El televisor emitió un sonoro grito femenino que debió escucharse a varias casas de distancia. El hombre machacó el botón del mando a distancia destinado a bajar el volumen del aparato pora evitar quedarse sordo.
La pantalla mostraba como una adolescente semidesnuda era brutalmente asesinada por un asesino enmascarado. Quien no dejaba de hundir su enorme cuchillo de carnicero en el estómago de la joven. Esta, solo dejó de gritar, cuando el mono de mecánico del asesino estuvo completamente embadurnado con su sangre.
Con una expresión de desagrado en rostro, Ronald cambio de canal. Esperando poder encontrar algo decente en la programación de ese día. Pero, como ya esperaba, eso no ocurrió. Una sucesión de películas (clásicas y modernas) de terror llenaban todos los canales: Vampiros que acechaban a bellas damas, caníbales extraterrestres dispuestos a no dejar ningún terrícola entero. Cementerios donde los muertos se alzaban de sus tumbas, dispuestos a devorar todo ápice de carne humana del idílico pueblo colindante…
Al final, Ronald desechó toda aquella galería de horrores y decidió ver un documental sobre el origen de Halloween que emitían en el canal histórico. Aunque antes, decidió visitar la cocina para abastecerse de todo lo necesario para soportar las dos horas y medio que duraba el documental. Abrió la nevera y sacó el último par de cervezas que le quedaban. Por ultimo, abrió la alacena donde guardaba su más preciado tesoro: una caja de Rocochocs con seis unidades.
Se le hizo la boca agua con solo contemplar la caja de cartón que contenía aquellas delicias de chocolate.
Las Rocochocs eran unas chocolatinas con trocitos de almendras, que el hombre había disfrutado desde la tierna edad de siete años. Momento en el cual, su madre le había obsequiado con esa deliciosa barra de chocolate por el buen comportamiento demostrado en su ultima visita en el supermercado. No gritó, no se escapó, no pataleó, no hizo nada que provocase el enfado a su madre. Aquel día incluso la había ayudado a dejar los productos en el carrito de la compra. Por lo que su madre, agradecida por ese gesto, se permitió comprarle aquel dulce a su obediente hijo. Este, destrozó rápidamente el envoltorio que guardaba la chocolatina, y devoró con saña el delicioso producto.
Desde ese momento, las Rocochocs se habían convertido en su manjar secreto. Las comía continuamente. En su despensa nunca podía faltar un paquete de aquellas chocolatinas. Y su ingesta, había comenzado a preocupar a su medico de cabecera. Quien comenzaba a avisar al hombre, de que sus niveles de azúcar habían subido alarmantemente en los últimos años.
La mención de su madre, hizo que la mente de Ronald se llenase con negros recuerdos de la mujer que le dio a luz.
Evelyn Sullivan había sido una buena madre hasta que su retoño cumplió los cinco años. Momento en el que, el señor Sullivan abandonó a su familia sin dar explicación alguna. Fue a partir de ese momento, cuando la señora Sullivan comenzó a dejarse llevar de hombre a hombre. Se encariñaba con ellos, vivían dos o tres años como un prototipo de familia feliz. Y poco tiempo después, la mujer siempre se cansaba de aquel falso marido de prueba al que le ordenaba largarse cuanto antes. Para así, poder estar libre y sin compromiso. Dispuesta a buscar a un nuevo pretendiente.
El pequeño Ronald había conocido a tantos “padres” y ninguno de ellos pudo ejercer de verdad como tal. Ya que, cuando comenzaba a encariñarse con alguno. Su madre, lo expulsaba de su vida, para traer un nuevo desconocido a casa.
El odio hacia su madre crecía cada año que pasaba. El trato que recibía por parte de aquella mujer era nulo. Incluso le culpaba a él por su mala suerte con los hombres. Juraba que a ellos no les gustaba tener que aguantar a un insoportable mocoso durante el resto de sus días. Pero la verdad era que Evelyn se había convertido en una asquerosa bruja sin corazón desde el abandono de su marido.
Los años pasaron, y su madre comenzó a dejar de ser atractiva a los hombres. Su efímera belleza se había marchitado como las rosas que se dejan abandonadas en los cementerios, ante la tumba de un ser poco querido.
Así fue como, la destrozada mujer, buscó consuelo en los brazos de su repudiado hijo. Este, dejó creer a su madre que seguía queriéndola. Y durante sus últimos años de vida, Evelyn pensó que por fin, los dos podían tener la preciosa relación madre e hijo que nunca habían tenido. Pero, un fatídico día, la veterana mujer, sufrió un inesperado “accidente” que acabo con aquel período de aparente felicidad.
Evelyn había “resbalado” y caído por las escaleras de su casa. Los escalones habían destrozado sus deteriorados huesos, afectados por su reciente reuma. Y la dolorosa caída, había culminado con el brutal golpe en la cabeza contra el duro suelo. Que la mató al instante.
Gracias a aquel nefasto “accidente”, Ronald consiguió aquella fantástica casa en la calle Elm. Ya que su madre se la había cedido (junto a un buena cantidad monetaria) en el testamento que había rescrito poco después de la preciosa reconciliación con su querido hijo.
Sin su madre. Ronald por fin era libre para vivir su vida. Tenía una casa para el solo y ninguna mujer que lo asfixiase. El no iba a cometer los errores de su padre. No iba a casarse con una mujer que le convirtiese en su particular esclavo. Ni se vería obligado a marcharse de su hogar para no ver más a esa zorra.
No necesitaba para nada a una mujer. Si necesitaba follar, no tenía más que coger el coche y dirigirse al burdel de Lou. En el que por unos cuantos pavos se podría desfogar con una preciosa chica a la que no le debería nada más que el precio del servicio realizado.
El incesante sonido del timbre y las risitas infantiles, delataban la llegada de los primeros visitantes en busca de golosinas y dulces.
-¡¡¡TRUCO O TRATO!!!-exclamaron tres vocecitas chillonas mientras el timbre no dejaba de sonar.
El hombre se levantó del sillón después de soltar un bufido de resignación.
Aquella, iba a ser una noche muy larga.

Eran aproximadamente las doce y cuarto de la noche. El documental sobre la festividad de Halloween había acabado hacía bastante tiempo. Y ahora, retransmitían el clásico de Alfred Hitchcock “Psicosis”.
 Ronald Sullivan dormitaba en el sofá. Los envoltorios de cuatro Rocochocs descansaban encima de su barriga, que subía y bajaba pausadamente.
Había tenido que soportar la visita de catorce niños hiperactivos, y de tres enfurecidas madres. Que le habían recriminado su denigrante comportamiento, al negarse a darle a sus retoños unos cuantos caramelos. Y por haberlos asustado al echarlos de su casa esgrimiendo un verdadero cuchillo de cocina.
Las indignadas madres se habían marchado después de amenazar al hombre con llamar a la policía si volvía a hacerle algo parecido a un niño más.
Ronald las había ignorado. Cerró la puerta sonoramente, se dejó caer pesadamente encima del mullido sofá y siguió llenando la panza con cerveza y chocolate.
De repente, el timbre volvió a sonar. Solo fue una vez. Pero el sonido se clavó en los oídos del hombre y lo despertó de su placida cabezada.
-¡Lárgate puñetero mocoso, no te daré las putas golosinas, así que ya puedes dejar de timbrar!-exclamó Ronald con el sabor de las Rocochocs aún en la boca
El aviso no pareció surtir efecto, ya que esta vez no fue una, si no dos. Las veces que la desconocida visita pulsó el botón del timbre.
-¡Te doy tres segundos para salir de mi propiedad, o  me veré obligado a echarte yo mismo y créeme, tu no quieres eso!-amenazó el cuarentón levantándose del sofá, mientras recogía de la cocina el afilado cuchillo con el que conseguiría asustar a aquel pequeño intruso.
-Uno...-comenzó a contar después de que el característico Ding Dong volviese a resonar por toda la casa.
-Dos…-se detuvo a medio camino ya que parecía que la visita había desistido en reclamar la presencia del inquilino de la casa. Pero dejó de pulsar el timbre y empezó a petar en la puerta.
-¡…Y tres!-Ronald abrió la puerta, preparado para enfrentarse al invitado no deseado.
Delante de él, se encontraba un pequeño fantasmita.
-¡Te he dicho que te largaras niño!-exclamó mientras empuñaba el cuchillo, como uno de aquellos peligrosos psicópatas de las películas slasher.
El chiquillo no se amedrentó. Es más, alzó con sus pequeñas manitas un saco de arpillera con una sonriente calabaza de fieltro cosido a ella.
-¡Ya te he dicho que no hay caramelos niño!
El pequeño continúo sujetando el saco, reclamando con ese simple gesto, el dulce botín que había venido a buscar.
Ronald bajó lentamente el cuchillo al ver que este, no hacía efecto alguno en el niño. Quien siguió quieto y sin decir nada en el umbral de la puerta.
Había que admitir que su disfraz era verdaderamente siniestro: el pequeño se ocultaba tras una raída y sucia sábana blanca (seguramente cedida por su madre para ahorrarse el dinero de un disfraz en condiciones). La amplia prenda, estaba salpicada con varias manchas de sangre reseca que hacían que el disfraz fuese verdaderamente terrorífico. Dos pequeños agujeros recortados a la altura de los ojos, permitían al pequeño mirar cara a cara a Ronald. Este, mantuvo la mirada al pequeño, pero tuvo que apartarla poco después. Aquellos ojos inquisitivos parecían querer indagar en el interior del adulto. En busca de sus mas profundos y inconfesables secretos.
-No te lo volveré a repetir chico. Vete, ya es muy tarde y tu madre estará muy preocupada por ti.
El fantasmita siguió inmóvil. El saco en alto, y los ojos bien abiertos.
El vecindario entero estaba en completo silencio. Los niños que hace nada paseaban por las calles reclamando caramelos, ya debían estar en la seguridad de sus casas. Haciendo el recuento del dulce botín de aquella fructífera noche.
En aquel momento, Ronald estaba solo ante el pequeño fantasma. Y eso, al hombre le aterraba. No sabía el porqué. Pero la sola presencia del pequeño le producía terribles escalofríos. El temor, pronto pasó a convertirse en miedo. Pero, ¿miedo a qué? ¿A aquel inofensivo niño oculto tras una maltrecha sábana?
El adulto se increpó a si mismo por la actitud que estaba demostrando. Lo que tenía delante era un simple chiquillo. Entonces, ¿Por qué aquel incomprensible miedo estaba apoderándose de él?   
El niño continuaba apostado delante del hombre. No se había movido ni un solo milímetro en todo este tiempo (también habría jurado que en ningún momento había cerrado los ojos)
Dispuesto a acabar con aquella terrible farsa de una vez con todas. Ronald agarró un pliegue de la sábana, y tiró de ella violentamente.
Ojala no lo hubiera hecho.
Lo primero que pasó cuando el hombre despojó al pequeño del disfraz, fue que un ejército de moscas escapó despavorido en todas direcciones. Chocando contra la cara de Ronald, y obligándole a cerrar los ojos y la boca (además de tener que taparse la nariz) para evitar así que uno de aquellos indeseables insectos entrase donde no debía.
Después, cuando el zumbido de aquellas pequeñas alas desapareció, y el adulto decidió destapar sus fosas nasales. Llegó a ellas el terrible hedor de la putrefacción.
Y por ultimo, los ojos de Ronald se abrieron por completo, preparado para descubrir, la causa de tan horrible olor.
El sonoro grito de puro terror que destrozó sus cuerdas vocales, se escuchó en todo el vecindario. Pero, nadie salió a averiguar quien lo produjo ya que ¿Quién iba a preocuparse de que alguien gritase en la noche más terrorífica del año?


Una pequeña figura caminaba tranquilamente por la desierta calle del silencioso vecindario. Arrastraba un saco lleno de chucherías que su madre le había preparado hacía tantos años.
“Cuando abran la puerta tu di Truco o trato” le había dicho su madre “Vete a casas que conozcas como la de la señora Henderson y vuelve antes de las once” Después de eso le había dado un beso en la mejilla y le había ajustado la sábana antes de despedirse “Feliz Halloween mi aterrador fantasmita” 
Aquella había sido la última vez que el pequeño había visto a su madre. Ya que aquella misma noche, el pequeño fue brutalmente asesinado. Su cuerpecito, fue hallado a la mañana siguiente. En el jardín de una casa, donde el pequeño pretendía reclamar unos dulces a los que nunca pudo hincarles el diente.
Las sonrientes y luminosas calabazas linterna, proyectaban sus tenebrosas sombras en el duro pavimento. Y las resecas hojas otoñales, se arrastraban suavemente alrededor del fantasmita. Este, llevaba en su mano una Rocochoc que había tomado de la última casa que había visitado.
El hombre que le había abierto la puerta no quería acordar el trato, por lo que tuvo que aceptar el truco. Le había quitado el disfraz revelando su repulsivo aspecto. Y el débil corazón de aquel hombre, no había podido soportar la visión de tal monstruosidad. Por lo que detuvo su funcionamiento en aquel mismo instante.
El pequeño había observado detenidamente como se había retorcido en el suelo ante sus pies. Hasta que, finalmente exhaló su último aliento.
Después, solo había tenido que sortear el abotargado cadáver, y dirigirse al salón. Donde le estaba esperando su recompensa en forma de chocolatina con almendras.
Sus podridos y amarillentos dientecillos, se quebraban a medida que masticaba la dura cobertura de chocolate.  Pero le daba igual. Debía de disfrutar de aquellas dulces golosinas a pesar de venir acompañadas por trozos de piezas bucales. Ya que no volvería a disfrutar de aquellas delicias, hasta el año que viene.
Había llegado a las puertas del cementerio local. Donde se reunía un nutrido grupo de personas que presentaban un terrible aspecto. Claramente, todas ellas eran muertos como el chiquillo.
El olor a carne muerta que exhalaban sus cuerpos, animó a las moscas y gusanos de los alrededores a congregarse alrededor de los cadáveres. Convirtiéndolos en particulares buffets andantes.
Los muertos observaban el cielo. La noche pronto moriría, y con ella, también lo harían ellos. Quienes, esperarían pacientes, la llegada del próximo treinta y uno de octubre. Momento en el cual, las puertas se abrirían, permitiéndoles poder vagar por la tierra durante una noche más.
El amanecer hizo acto de presencia. Y los cuerpos de los fallecidos comenzaron a desaparecer. Halloween había terminado.
Antes de desaparecer él también. El pequeño fantasmita introdujo en su boca un caramelo de naranja, mientras sonreía y susurraba una frase que solo pudo escuchar el viento: Truco o Trato.

Como veis queridos amiguitos, Halloween es más que una simple fiesta para niños pequeños. Espero que lo tengáis muy en cuenta cuando salgáis a la calle enfundados en aterradores disfraces para asustar a unos cuantos incautos. Y espero que los incautos no seáis vosotros.
Y para los que se queden en casa y reciban la visita de unos pequeños monstruitos pidiendo truco o trato. Espero que seáis sabios y aceptéis el trato en vez del truco. No queremos que corráis la misma suerte que el pobre Ronald y que este, sea vuestro último Halloween.
Bueno, este viejo cadáver os desea un feliz Halloween, disfrutadlo, que por desgracia, solo lo celebramos una vez al año.  

@KillRubn 

4 comentarios:

reinaldo blank

Excelente amigo, no suelo alabar a otros escritores ya que también soy escritor del mismo genero, pero tu narración es buena y original, te seguiré en twitter :D, saludos.

Anabel Muñoz

Muy chulo el relato, hacía tiempo que nadie hablaba de la historia de Halloween, la noche en la que los muertos pueden vagar a sus anchas, me ha gustado mucho!

Pilar Giralte (Aishabatgirl)

Que Samhain te proteja si bajas la calidad de tus relatos alguna vez, jajaja.
Bienvenido a tu lugar en el tintero de las ilusiones.
Es estupendo sentir un escalofrío recorrer tu columna al leerte.
Un beso.

Unknown

Vaya, muchisimas gracias por esas palabras ^^ me alegra de veras que te haya gustado tanto
Tambien escribes? Me encantaria leer algo tuyo.
Recuerda que mi cripta esta siempre abierta para los amantes del terror
Saludos

Dí lo que piensas...