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jueves, 1 de noviembre de 2012

El gran autobús rosa


Eran las dos de la madrugada cuando el teléfono sonó, perturbando la tranquilidad de mi habitación. Traté de ignorarlo y seguir durmiendo, pero el dichoso aparato, que nunca sonaba pues muy poca gente solía llamarme, no estaba por la labor. Sonó y sonó, y al final, resoplando e incorporándome lentamente descolgué el auricular.
-  Buenas noches, ¿quién llama? – Pregunté.
- Buenas noches, estimado conciudadano. – Dijo la voz al otro lado del auricular. – Según marcan los cánones de la buena educación y máxime si tenemos en cuenta la intempestiva hora a la cual estoy llamándole, lo suyo sería que le dijera quién soy.
-  En efecto, sería lo suyo. – Corroboré bostezando. 

-  Me ha parecido escucharle bostezar, ¿estaba durmiendo?
- En efecto, en efecto. Estaba durmiendo, pues eso de dormir a las dos de la madrugada es una fea costumbre que aprendí de pequeño. En honor a la verdad, debo confesarle que soy un dechado de malas costumbres.
- No será para tanto, señor mío. – Dijo la voz sin percatarse de que estaba molesto. – Un ciudadano que a las dos de la madrugada se halla en su domicilio, disfrutando del cálido abrazo de las sábanas y entregándose por completo a los encantos de Morfeo en vez de estar en la calle, bebiendo en cualquier mugrienta esquina, provocando alboroto y daños en el mobiliario urbano no puede ser un dechado de malas costumbres. Yo diría que es usted un ciudadano ejemplar. 
- Tampoco diría eso… Soy un hombre al que le gusta llevar una vida tranquila
.
- Me alegro, me alegro. En fin, buenas noches. – Dijo mi interlocutor colgando el teléfono.
Me quedé muy sorprendido por el brusco final que había tenido nuestra conversación, más si tenemos en cuenta que mi interlocutor en ningún momento me había dicho su identidad ni me había contado el motivo de su llamada. Era muy extraño, pues nadie llama a las dos de la madrugada al hogar de un desconocido para hablar de nada en concreto. Pese a todo, volví a colocar el auricular en su receptáculo y volví a tumbarme en la cama dispuesto a seguir con lo que estaba haciendo hasta ese momento: dormir.
Mientras volvía a dormirme no pude evitar pensar en cómo era mi devenir diario. Toda mi vida había transcurrido en la mayor de las rutinas, desde mi juventud hasta ahora, que ya era un cuarentón sin apenas pelo en la cabeza y que empezaba a sufrir los estragos de una dieta cuyo pilar básico era la cerveza. Había nacido en el seno de una familia de clase media con aspiraciones de ascender en la escala social, siendo el tercero de cinco hermanos. Mi juventud transcurrió sin sobresaltos de ningún tipo, pasando con honores por la escuela básica, el instituto y la universidad, en donde me licencié sin mayor problema en Derecho.
Pronto, con la barra de pan que dicen que todos tenemos bajo el brazo nada más nacer y con el título universitario en el otro, merced a las influencias de mi señor padre, encontré trabajo en un exitoso bufete del que aún formo parte. 
Nunca fui una persona de muchos amigos, en parte por ser un hombre reservado en exceso y por no gustar de las diversiones que eran habituales entre la gente joven. Me centré en progresar, en avanzar, en labrarme una reputación en mi lugar de trabajo, olvidándome por completo de las relaciones personales. 
Repasando mi vida en mi habitación estaba volviendo a dormirme hasta que el teléfono volvió a sonar. En esta ocasión no dejé que pasara mucho tiempo para responder a la llamada.
            - Buenas noches – respondí lleno de curiosidad - ¿quién llama?
- Buenas noches, estimado conciudadano. – Habló la misma voz que me había llamado instantes antes. – Por si no me recuerda le diré que soy el hombre que ha llamado hace diez minutos despertándole y perturbando la tranquilidad reinante en su domicilio.
- Sí, sí, le recuerdo…
- Es que verá usted, después de haber realizado un par de llamadas telefónicas más, perturbando la tranquilidad reinante en otros domicilios de la ciudad y justo cuando iba a marcar otro número de teléfono de la guía, me he dado cuenta de que antes, cuando le llamé perturbando la tranquilidad reinante en su domicilio no le dije el motivo de mi llamada.
- Es cierto.
- Para entendernos, que le llamé para nada.
- Lo había entendido a la primera. – Contesté un poco molesto.
- Ya bueno, pero una aclaración nunca está de más. Además, así compruebo que había expresado la idea anterior correctamente, pues no sé si a usted le pasará, pero tiendo a hablar mucho y por más que hablo, no termino de explicar y, o, u desarrollar correctamente la idea que tengo en mente.
- Ya veo…
- Sí… Verá, como suele decirse en cualquier ruptura amorosa, no es usted, sino soy yo… Es decir, que la aclaración era más para mí que para usted…
- Oiga señor, - empecé a decir enfadado – son las dos y cuarto de la madrugada y es la segunda vez que me llama. Y como en la llamada anterior, se está yendo por las ramas o por los cerros de Úbeda y no termina de decirme qué quiere.
- ¿Qué quiere decir con eso? – Preguntó mi interlocutor, un tanto desconcertado.
- Que haga el favor de decir para qué ha llamado y así podré seguir durmiendo.
- Está bien, está bien. ¿Ve como usted también hace aclaraciones? En fin, soy el comisario Rupérez y le llamo porque me preocupo por los habitantes de esta ciudad. En honor a la verdad, he accedido al cargo hace bien poquito y por eso he decidido coger la guía telefónica y llamar uno a uno a todos los residentes de esta bella ciudad para presentarme, pues sé lo importante que es para la gente sentirse protegida y creer que las fuerzas del orden público velan por su seguridad. Y como en ese libro de Unamuno, yo no soy nadie para hacer que la gente pierda su fe, aún a sabiendas de que se trata de una fe sin sentido…
- ¿Así que sólo ha llamado para presentarse? – Pregunté atónito.
- Más o menos, aunque también para advertirle que…
No escuché más lo que el recientemente nombrado como comisario me iba a decir, pues bastante enfadado decidí dar por terminada la conversación colgando el teléfono. Estaba muy sofocado y para calmarme bebí un buen trago de mi botella de agua. Algo más tranquilo volví a tumbarme para intentar dormir, pero esa tranquilidad recién conseguida tras beber agua desapareció de súbito: por tercera vez en aquella noche el teléfono volvió a sonar.
- ¡Escuche Rupérez, deje de molestar! – Grité nada más descolgar el aparato.
- ¿Es usted Bernardino Gutiérrez del Valle? – Preguntó una voz misteriosa diferente a la del molesto comisario, que hablaba entre susurros.
- ¿Quién es usted? – Pregunté asustado.
- ¿Es usted Bernardino Gutiérrez del Valle? – Repitió la misteriosa voz haciendo caso omiso de mi pregunta.
- Sí… ¿Y usted?
- Tenga cuidado con el gran autobús rosa. – Dijo bajando aún más la voz.
- ¿Cómo ha dicho? 
- Cuidado con el gran autobús rosa… - Repitió la voz, cortándose la llamada de repente.
Estaba muy alterado por varios motivos, siendo el más importante el que una voz misteriosa que sabía mi nombre acababa de hacerme una advertencia absurda. ¿Un autobús rosa? Por más que pensaba en ello no tenía sentido. No hay autobuses rosas y en caso de que los hubiera, ¿por qué iba a tener cuidado con él? ¿Iba a atropellarme? ¿Iba a colisionar conmigo en la carretera? Y esto, ¿por qué? ¿Por qué de entre todos los coches que circulan diariamente por la ciudad, precisamente el mío iba a sufrir un accidente con un misterioso autobús rosa?
Planteándome todos estos interrogantes me quedé dormido, estando tranquilo y sin soñar en absoluto con teléfonos que sonaban de improviso ni con autobuses rosas. Es más, a la mañana siguiente, cuando me levanté medio dormido con rumbo al cuarto de baño para asearme antes de ir a trabajar, ni me acordaba de lo que había ocurrido esa noche.
Mi vida era una rutina constante. Todos los días, sin excepción, incluso en fin de semana o fiesta de guardar, me levantaba a las ocho y ocho minutos, por pura superstición. Creía que si me despertaba aunque fuera un minuto más tarde las cosas no me saldrían bien. Tras salir de la cama, dirigía mis pasos hacia el baño, donde primero me afeitaba, me cepillaba los dientes y me duchaba. Una vez seco, me vestía comenzando siempre por el lado izquierdo del cuerpo: primero el calcetín izquierdo, primero la pierna izquierda, primero el brazo izquierdo…
Aquella mañana fue como todas las mañanas de mi vida desde que comencé a trabajar: monótona y rutinaria. Me afeité, me cepillé los dientes, me duché y me vestí: un traje azul marino con camisa blanca y una corbata azul a rayas a juego. Abandoné mi alcoba y tras atravesar el pasillo de mi casa, cogí las llaves del coche de un cenicero y salí de mi hogar.
Abrí la puerta del coche, me subí a él y, tras arrancarlo, puse rumbo hacia mi trabajo. Mientras conducía, no pude evitar fijarme en las obras que colapsaban la carretera y la acera y que hacían que transitar por la ciudad fuera una auténtica proeza. Miraras donde miraras sólo se veían grúas, excavadoras haciendo gemir los cimientos del suelo, vallas metálicas, carteles indicando de próximos desvíos de tráfico… Era un caos auténtico. 
Finalmente y tras llegar a formar parte de hasta tres atascos de grandes magnitudes, pude llegar a mi puesto de trabajo, en donde me adentré en la lectura de papeles relacionados con diferentes casos para cumplir con mi jornada laboral. Eran por lo general casos estúpidos, como el de un hombre que había denunciado a la empresa suministradora de agua de la ciudad por haberse caído de su ciclomotor por culpa de un charco procedente de un escape de las tuberías. La denuncia tendría razón de ser de no haberse producido la caída un día de lluvia en el que todo el camino estaba encharcado. O la apelación de una sentencia a un joven que por haber robado una pizza de un establecimiento de comida rápida había sido condenado a tres años de prisión.
A las tres y media de la tarde dejé de leer documentos y me metí en mi coche para regresar a mi casa. Cogí el camino de siempre, con sus mismos edificios, sus mismos semáforos y sus mismos desvíos hasta llegar a la autopista, donde esta vez, a un lado de la carretera y por detrás del quitamiedos había algo que no era usual. Más que algo, debería decir alguien. 
Era alto y delgado. Llevaba unos zapatones enormes, con las puntas retorcidas hacia arriba como las babuchas árabes y de un nada discreto color amarillo chillón. En honor a la verdad, nada en aquel individuo era discreto, pues sus pantalones eran extremadamente anchos, tanto que debía de sujetárselos con tirantes, de color rosa salteado de estrellitas azules, amarillas y verdes. Su camiseta también estaba salteada por estrellitas multicolores y al igual que los zapatones, era amarilla. Al cuello llevaba anudada una pajarita morada. Tenía la cara por entera pintada de blanco, a excepción de los labios que eran de un color rojo intenso, al igual que la gran bola de gomaespuma que tenía en la nariz. El curioso hombrecillo que estaba en la carretera, que por como lo he descrito no cabrá duda de que era un payaso, llevaba en la cabeza una peluca rizada verdosa y en las manos un gran cartel donde podía leerse en mayúsculas “Bernardino”.
Nada más verlo aminoré la marcha del vehículo, y cuando me percaté del cartel con mi nombre paré definitivamente. El payaso me miró, señaló el cartel como preguntándome si el nombre escrito en él se correspondía con el mío y al asentirle con la cabeza, abrió la puerta y se sentó a mi lado. Por un breve instante nos quedamos los dos sentados, mirando al frente y sin hablar. Sólo cuando mi extraño acompañante se abrochó el cinturón de seguridad decidí arrancar el coche y conducir. 
Todo era muy extraño, pues ese hombre se había subido en el coche sin más al corroborar que era yo a quien buscaba y ni me había dicho su nombre ni hacia dónde quería que lo llevara. Un sinfín de ideas pasaron cual relámpago por mi cabeza y en honor a la verdad, ninguna de ellas era buena, pues al final esa tormenta de pensamientos desembocaba en un mismo hecho: ese payaso era un asesino, o un ladrón o, incluso, ambas cosas. Pese a todo, no puedo ocultar que me alegraba de haberme topado con él, pues ese encuentro rompía con la monotonía diaria.
Mientras conducía, procuraba observar por el rabillo del ojo a mi acompañante, que mantenía su mutismo, ya que en ningún momento me había dirigido la palabra. De hecho, no sólo no hablaba, sino que tampoco se movía. Estaba con el cinturón abrochado, las manos en el regazo y la vista al frente. Aunque yo soy una persona de pocas palabras que prefiere no relacionarse con la gante, tanto silencio por parte del payaso empezaba a ponerme nervioso, por lo que inicié un bombardeo de preguntas a discreción:
            - ¿Qué tal está usted? ¿Cuánto tiempo llevaba esperando? Debe de haberlo pasado muy mal, que ya se aproxima el verano y ya se sabe… ¿Trabaja en el circo? ¿En el mundo del espectáculo? ¿O quizás se dedique al mundillo del cumpleaños infantil? – El payaso no me miró ni una vez. – Yo soy abogado en un bufete, que no está mal, aunque no es un trabajo tan divertido como el suyo, aunque eso sí, no tiene la inseguridad salarial que puede que usted tenga… - Seguía el payaso sin hacerme el menor caso. – Oiga… No es por importunarle y espero no ofenderle pero, ¿por qué llevaba un cartel con mi nombre escrito? No sé, no lo pregunto porque no me fíe de usted, sino porque es muy extraño. No todos los días uno va conduciendo con su coche y se topa con un payaso que sin más se sube contigo al vehículo… Comprenderá usted que tenga ciertos recelos… ¿Es usted de por aquí? ¿A dónde quiere que le lleve?
El payaso, al oír estas últimas preguntas, dejó de mirar al frente y me miró a los ojos con firmeza, pero sin decir nada. Manteniendo el contacto visual conmigo rebuscó en bolsillo de su pantalón hasta sacar un paquete de chicles, que me tendió en un gesto de buena voluntad. Yo, que no quería ofenderle a pesar de no ser la goma de mascar santo de mi devoción, me metí dos chicles en la boca y seguí conduciendo. Una vez hubo comprobado que su regalo de amistad estaba siendo masticado, el payaso dejó de mirarme y volvió a centrar toda su atención en el paisaje.
Pasó un tiempo que debido al silencio reinante se me hizo eterno, y mientras mascaba el insulso chicle del payaso, que no sabía a nada, encendí la radio para escuchar música y así disipar la tensión existente. De repente, y cuando nos aproximábamos a mi casa, el payaso, con los ojos abiertos como platos, a punto de salírseles de las órbitas y señalando al frente, susurró:
- Cuidado con el gran autobús rosa.
- ¿Cómo dice? – Pregunté intrigado, acordándome de sopetón de la misteriosa llamada telefónica de la noche anterior y mirando con incredulidad hacia donde el payaso, ahora bastante asustado, me estaba señalando, pues ahí no había ningún autobús rosa de grandes magnitudes.
- Cuidado con el gran autobús rosa. – Volvió a susurrar mi acompañante sin dejar de señalar al frente.
Y fue en ese preciso instante cuando a gran velocidad y en el mismo carril en el que estábamos pude ver al gran autobús rosa. Era un autobús de dos plazas descapotable y pintado de un llamativo color rosa chillón. El gran autobús se acercaba a gran velocidad y tenía la intención de colisionar con nosotros. Empecé a girar el volante a la izquierda para tratar de esquivarlo, aún a sabiendas de que iba a invadir el carril contrario. El autobús se acercaba más y más y yo, por más que giraba el volante no conseguía alejarme para evitar la colisión.
Afortunadamente, justo cuando el choque parecía inevitable, pude dar un volantazo y esquivar a gran velocidad al gran autobús rosa. Mi coche, totalmente fuera de control, dio tres vueltas de campana, invadió la acera y se estampó contra una farola.
Mientras mi coche giraba y giraba notaba cómo iba perdiendo la consciencia y cómo mi cuerpo se movía violentamente en múltiples sacudidas. El impacto con la farola fue brutal y de no ser por el airbag no sé qué habría sido de mí. Cuando conseguí quitarme el cinturón de seguridad y fui a mirar cómo estaba el misterioso payaso me di cuenta de que había desaparecido. Era como si nunca hubiera estado sentado conmigo, pues el cinturón estaba recogido y la puerta del coche cerrada, sin señales de que alguien la hubiera abierto recientemente para salir de él. Parecía que el payaso nunca hubiera existido, que sólo se trataba de una jugarreta de mi mente, al igual que ese dichoso autobús rosa que había surgido de la nada para desaparecer tal y como había llegado.
Salí con mucho esfuerzo y tambaleándome del coche. Me dolía mucho la cabeza, con un dolor intenso y palpitante. Tenía una brecha en la ceja izquierda de la que no cesaba de manar la sangre poco a poco, sin prisa pero sin pausa. Todo era muy extraño. Cuando ya estaba casi convencido de que había soñado lo del payaso recordé que tenía algo, una prueba física que confirmaba la existencia del misterioso autoestopista. Tenía en la boca, pese al impacto, los chicles que me había dado en el coche antes de que pusiera la radio y en el bolsillo de mi pantalón el paquete en cuestión. Por tanto, el payaso existía. En ese caso, la pregunta era, ¿por qué había desaparecido así tras la colisión?
Traté de tener la cabeza fría, mantener cierta distancia con lo que acababa de pasar y ver qué debía hacer a continuación. Observé mi coche y me di cuenta de que estaba destrozado. Con el impacto con la farola, el capó se había seccionado en dos, la luna delantera estaba completamente rota y las puertas de acceso al vehículo, completamente abolladas. Llamé a la grúa para que se lo llevara y después me fui al hospital para que me hicieran un reconocimiento. 
Cuando acabé era de noche y llegué a mi casa en un taxi. Sin ganas de nada más que no fuera acabar con ese nefasto día, llegué a mi habitación y sin cenar nada en absoluto, y sin siquiera cambiarme de ropa, me metí en la cama. Estuve siendo presa de un sueño pegajoso e incómodo, protagonizado por payasos mudos hasta cerca de las dos y media de la madrugada, cuando el timbre del teléfono me despertó. El teléfono sonaba y sonaba y yo, cansado y bastante harto, sin ganas de hablar con nadie, decidí arrancar el cable de la corriente eléctrica, de modo que el infernal aparatejo dejó de sonar. 
La paz y el silencio duraron poco, pues nada más volver a tumbarme y pese a no estar conectado a la corriente, y estando por lo tanto totalmente inutilizado, el teléfono volvió a sonar. Al escucharlo no pude evitar sobresaltarme, asustarme, pensar incluso en que algún ente demoníaco estaba llamándome o que el teléfono funcionaba merced a la magia negra.
- ¿Quién es? – Pregunté nervioso tras haber cogido una bocanada de aire una vez descolgué el teléfono. - ¿Quién es?
- ¿Bernardino Gutiérrez del Valle? – Habló la voz susurrante que la noche anterior me alertó sobre el gran autobús rosa.
- Sí, soy yo… - Murmuré temeroso. - ¿Quién es usted?
- Pedro va a caballo y sin embargo a pie. ¿Cómo se llama el caballo?
- ¿Cómo dice? – Pregunté desconcertado.
- Pedro va a caballo y sin embargo a pie. ¿Cómo se llama el caballo? – Volvió a decir entre susurros la misteriosa voz.
- Oiga, no estoy para acertijos. ¿Quién es usted?
- Cuidado…
- ¿Quién es usted?
- Cuidado con el caballo con sombrero. – Susurró la voz ignorándome nuevamente.
- ¿Quién es usted? – Repetí enfadado.
- Cuidado con el caballo con sombrero…
- ¡Quién es usted! ¡Quién es usted! ¡Quién es usted!
Estuve gritando durante cinco minutos, aún a sabiendas de que nada más repetirme la advertencia acerca del caballo con sombrero la misteriosa voz había dado por finalizada la conversación y había colgado el teléfono. Aquella noche, pensando en el payaso, el accidente, la reciente llamada telefónica, el acertijo y el caballo con sombrero no pude dormir.

1 comentarios:

Pilar Giralte (Aishabatgirl)

Bienvenido al tintero de las ilusiones.
Cuidado con el autobús rosa, jajaja.
Sorprendente y genial como siempre.
Un beso.

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