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domingo, 16 de diciembre de 2012

Sir Rodrick. El viaje continúa.

Y antes de empezar su marcha
Ser Rodrick cogío su hacha,
Y gato le reprendió. 

-Primero deberías saber
Que por ese arma coger
Podrían detenerte. 

-Porque iban a detenerme
cuando he de defenderme
Y no hay otro que lo haga. 

-En eso equivocado estás
Pues he de decirte más
Ya hay quien nos defiende. 

>>Por muchas acepciones los oirás
Y probablemente no entenderás
Pues de pitufos a maderos son llamados. 

>>Causan daños severos y con mucha intención
Pues con gran precisión
De nosotros mismos nos protegen. 

-Pues cosas hay que no comprendo
¿Porque os han de proteger causando daños severos?
¡Eso es horrendo! 

-Solo tiene una explicación
Y es que, el gobierno por temor
Nos ataca para defenderse. 

-¡Oh! dime gato que yo no entiendo
Que dices que es eso del gobierno. 

-Es una muy acomodada institución
Donde dinero roban un montón
Mientras nosotros empobrecemos. 

>>Cada vez dan mas problemas a trabajar
Las casas nos quieren quitar
Y aún así nos dicen libres. 

-Pues pienso yo que eso no es gobernar
Si en una época moderna hemos de estar
Porque lo que estás describiendo es mi reino. 

-Bueno sir Rodrick déjame enseñarte
Que quedan aún muchas cosas por delante
Y acabas de empezar el día. 

Y así se fueron gato y guerrero
Andando despacio pero con esmero
Y dejando aún cuestiones en el aire.

@David_Jabas 

Postales desde el fin del mundo






Nos estrenamos como colaboradores de la Editorial Universo y estamos muy contentos de anunciaros que están a punto de sacar un libro que tiene una pinta estupenda.

¿De qué va? Pues esta es la sinopsis que nos acaban de enviar:


Apocalipsis: Un evento o serie de circunstancias que
conllevan la casi extinción de la vida tal y como la
conocemos.

El mundo se acaba inexorablemente. Postales desde el fin
del mundo te muestra catorce ventanas con vistas a lo que
viene después, más allá del fin.

Postales desde el fin del mundo
Antología de relatos

La extinción de los libros.
La Tercera Guerra Mundial.
Una invasión.
El inicio de la naturaleza.
Navegar sin rumbo.
Un océano de arena.
Un destino marcado.
Una vida sin adultos.
La soledad.
La dictadura de un rey.
Un virus letal.
El dominio de los autómatas.
Una quimera.
Una atmósfera tóxica.

 

En cuanto a los autores... madre mía, esto es una bomba, varios de ellos son conocidos de nuestro blog y no solo son maestros de las letras sino personas excepcionales:

-Alejandro Castroguer: La Guerra de la Doble Muerte (Almuzara, 2010),
Vintage’62: Marilyn y otros monstruos (coordinador), El Manantial

-Arlette Geneve: Guarismo del uno, El último color del arco iris,
Mudaÿÿan (Terciopelo)

-Luis Manuel Ruíz: El Criterio de las Moscas, La Habitación de Cristal, El
Ojo del Halcón.

-Javier Cosnava: Un Buen Hombre, 1936Z La Guerra Civil Zombi, Diario
de una Adolescente del Futuro.

-Cristina Ballesteros: relato en la antología Los Ojos de Gato.

-Miguel Aguerralde: Claro de Luna, Noctámbulo, Última Parada: la Casa
de Muñecas.

-AC Ojeda: Primera Selección. Microrelatos Z.

-Ángel Luis Sucasas: Hamelín, El Encuentro.

-Vanesa Benítez Jaime: La Marioneta Imaginaria, relatos en la antología
Para mí tu Carne, relato en Antología Z. Vol 6.

-Rubén Pozo Verdugo: ha participado con varios de sus relatos en revistas
y antologías.

-Ángel Villán: relato en Antología Z, Infectus.

-Javier Pellicer: La Sombra de la Luna, El Espíritu del Lince.

-Víctor Blázquez: El Cuarto Jinete.

-Adam L.G. Nevill: Banquet for the Damned, Apartamento 16, El Ritual,
Last Days.


Ya veis que va a ser muy interesante y estamos deseando tenerlo en nuestras manos y devorarlo, de momento ya está la preventa activada, pincha en la imagen y pídelo ¿A qué esperas? ¡¡El fin del mundo ya está aquí!!


La vida. Capítulo 2

El Barrio 13 era un lugar de gente humilde que se conformaba con lo que tenía porque así debía ser.
Había otros Barrios más ricos donde las casas estaban separadas por grandes fincas y aseguradas por vigilantes que hacían rondas constantes por las calles.
Yo conocía a una joven que vivía dos calles más abajo. Como sabréis, cada ser humano ha de emparejarse con otro, y yo había decidido hacerlo con Ella. ¿Por qué no? Era una mujer sana, bella y delicada. Ella y sus padres seguían el “Modelo Familiar” lógico y normal. En resumidas cuentas, Ella era un buen partido, por lo que acabamos comprometiéndonos, pues era lo que tocaba a esa edad.
Mi vida era rutinaria y normal. Salía cada mañana, recuerdo que desde muy joven lo hacía, con mis zapatillas de andas por casa a por el periódico, que, como cada día, el repartidor había lanzado a su suerte contra mi puerta. Lo curioso ( o quizá no tanto para mi antigua sociedad) es que cuando abría la puerta que daba a la calle, me asomaba para atisbar el periódico y al localizarlo me acercaba a él, también salía el vecino de en frente, del número 1823. Nos mirábamos y saludándonos con la mano decíamos << Buenos días >>, esbozábamos algo parecido a una sonrisa y volvíamos a nuestras respectivas casas. Por eso, la mañana que salí a por el periódico, le localicé, fui hacia él, levanté la mirada hacia la 1823 y comencé a levantar la mano a modo de saludo, yo supe, al no encontrar otro saludo al otro lado, antes que nadie, que algo malo había pasado.
Aún prometido con Ella, pero todavía no casado, aquel martes me levanté, me desperecé, me calcé mis zapatillas de andar por casa y me dirigí, después de vestirme, a por el periódico.
Habían pasado unos días desde la muerte del vecino y era una mañana tan soleada como lo fueron los días de su muerte y de su funeral.
Bajé las estrechas escaleras tranquilamente, llegué al rellano y lo que ví cuando abrí la puerta hizo que se me olvidara mi principal objetivo.
La casa 1823 había sido adquirida por un nuevo inquilino.
Avancé unos pasos por el camino adoquinado que atravesaba mi pequeño jardín, cuando la que iba a ser mi nueva vecina alzó la mirada hacia mi. Llevaba dos cajas, una sobre la otra, entre los brazos y estaba rodeada por muchas cajas más. A su derecha y en frente de su casa, tenía aparcada una furgoneta con la que supongo estaba haciendo la mudanza.
Al verme pareció que se sobresaltara pero en seguida se recompuso, me sonrió amablemente y me dijo - ¿Vas a venir de una vez a ayudarme o te vas a quedar ahí parado como un panoli todo el día?-
Me quedé tan sorprendido que no supe cómo reaccionar, paralizado, así que asentí y rápidamente fui a ayudarla a descargar más cajas y a introducirlas en su no tan nueva casa. Era la primera vez en mi vida que alguien me hablaba con ese tono ¡y sólo acababa de conocerla! Yo no lo sabía, pero hoy en día, visto con la perspectiva que te ofrece el paso del tiempo, en ese momento decisivo en la historia de mi vida, comencé a sentir lo que más tarde aprendería. Me enamoré.

@PattiSD

Jaime



Se descalzó y se subió a la barandilla del puente, las piedras pesaban en sus bolsillos. Se quitó la goma del pelo y sacudió la cabeza; le había crecido mucho en los últimos meses, hubiera tenido que cortárselo en breve si no fuera porque ya no era necesario. Tomó una bocanada profunda de aire y cerró los ojos. Dicen que cuando vas a morir, tu vida pasa por tu cabeza en tan solo unos segundos, en su caso no fue así, lo único que vio fue la negrura de sus ojos apretados. Había dado un paso adelante y ya tenía un pié suspendido en el aire cuando escuchó su voz:



“Si te mueves más te vas a caer” Era una voz infantil, no quería abrir los ojos, no quería mirar a quien se dirigía a ella, no podía permitirse dudar, le había costado la misma vida tomar aquella decisión.

“Y si te caes seguro que te mueres” Ella reprimió una sonrisa; esa era justo su intención “A mi me daría pena verte morir” ... En ese momento tomó conciencia del impacto que podría ser para alguien pequeño verla lanzarse al vacío. “Jodido mocoso” pensó. Ladeó un poco la cabeza y levantó un párpado. El niño que la observaba no tendría más de 11 años, tenía el pelo rubio y revuelto, los ojos muy grandes y la nariz sucia, cuando vio que le miraba, le regaló una sonrisa “Mi madre decía que si te suicidas vas al purgatorio. Supongo que ella estará allí, porque se ahogó aposta en un pilón. En el pueblo decían que fue porque mi padre era un hijo de puta, pero no, mi abuela no tenía la culpa; mi abuelo también le pegaba a ella”



Al escucharle abrió el otro ojo, el chico prosiguió “Y luego mi padre se fue con otra del pueblo y mi hermana y yo hemos oído que también la da mala vida, pero no lo sabemos, porque no hemos vuelto a verle..”



Cada vez estaba más en shock, pero había empezado ya tenía claro que no podía tirarse mientras el muchacho estuviese allí. “¿Por qué te quieres tirar?” Preguntó el niño arrugando la nariz y acercándose “¿Cómo te llamas?” Se sentó al lado de sus pies en la barandilla y ella claudicó, se sentó junto a él.



“Porque no me quieren” No sabía por qué se lo contaba, pero tampoco le importó que él lo oyese. “Bueno, tampoco a mi me quiere mucha gente y yo no me quiero morir.

Porque si me muero seguro que no me van a querer más.. ¿No te quiere nadie?” Eso la hizo sonreír “No. Digo sí, claro que me quieren algunas personas” Sin pensarlo acarició el pelo del niño y le peinó el despeinado flequillo. “Y tus hijos ¿tampoco te quieren?” “Yo no tengo hijos” “¿No te gustan los niños?” “Me dan igual” “¿Entonces por qué no tienes?” “No lo sé” “Tú no sabes muchas cosas eh” Volvió a reír ante su ocurrencia. Había sonreído más en los últimos minutos que en las semanas pasadas. “Tienes razón, hay muchas cosas que no sé” “Bueno –titubeó el crío- a lo mejor es porque eres guapa. Mi padre decía que las guapas no saben casi cosas, pero yo no hago caso de lo que decía mi padre, porque le pegaba a mi mamá” Se encogió de hombros.



Un ahogo le subió por el pecho cuando se imaginó el drama que había vivido ese chico. Le abrazó “¿Cómo te llamas pequeño?” “Me llamo Jaime. Como mi padre” “Es un nombre muy bonito” “Sí, pero yo preferiría llamarme otra cosa”



Reprimió una lágrima, no era justo que la viera llorar mientras él mantenía esa entereza “¿Quieres un helado Jaime?” “¿Gratis? ¿Sin tener que dar nada a cambio?” “Sin tener que darlo. Palabra de honor” se llevó la mano al corazón para apoyar sus palabras “Entonces sí. Hace mucho, que nadie me compra un helado” Se le encogieron las entrañas al escucharle “Entonces, yo te compraré uno y te daré dinero para que puedas comprar luego otro a tu hermana”



El niño sonrío y le tendió la mano, ella la cogió y bajó de la barandilla. Jaime la miró y le dijo “¿Entonces, ¿sacamos las piedras de tus bolsillos? Te he visto meterlas” En silencio ella se sacó las piedras “Sacadas. ¿Vamos?”



Mientras caminaban alejándose de una muerte segura que ahora se le antojaba muy lejana, el chaval le dijo “Ahora, sólo tienes que decirme tu nombre y así podemos ser amigos, que no me dejan hablar con desconocidos..” “Lucía, me llamo Lucía”

Cristina Solano @ropadeletras
Diciembre 2012-12-09

La reina oscura. Capítulo 1. Parte IV


Pero desde aquel día en el invernadero, Ilma no volvió a ser la misma. Tenía una pena en sus ojos que nadie pudo ver, era algo en su interior que pugnaba por salir, y no sabía bien que era. Se esperaba mucho de ella, pero aún no había salido de ella ningún poder excepcional. Llevaba años entrenando con Gayus y todavía no sabía cual era su elemento. Se suponía que ella debía conocer la Profecía, se suponía que ella conocía los nombres de las Tres Hermanas, los nombres de verdad, esos que ya nadie recordaba y que estaban perdidos en la noche de los tiempos; se suponía que sabía donde estaban las fuentes de la magia. Se suponían muchas cosas, de las que ella no estaba tan segura en estos momentos. Todos esperaban mucho de ella. Tal vez demasiado, pensaba la niña con amargura.
Pasaron varios días, y parecía que nada cambiaba. Nadie se dio cuenta de que Ilmassa estaba distinta. Sólo Olrún notó su apatía, pero no dijo nada. Ella había demostrado claramente que no la consideraba su amiga o cualquier otra figura cercana, y ninguna de las dos tenía la menor intención de que eso cambiara, por lo que la niña decidió dejar tranquila a la pequeña sacerdotisa.
Gayus, por su parte no prestó demasiada atención al cambio de comportamiento de Ilmassa. Lo achacó a que estaba creciendo. Ya tenía casi once años. Además, el mago se pasaba casi todo el día en su estudio privado, sin prestar atención a nada más. Sólo había una cosa que conseguía animar a la pequeña. Un pequeño secreto.
La joven sacerdotisa pasaba los días distraída, perdida en sus propios pensamientos. Ya no prestaba atención a las clases, no escuchaba nada de lo que le decían los demás. En sus ratos libres se escapaba al tejado y se pasaba sentada allí horas y horas, con la mirada clavada en el horizonte. Ni ella misma podía describir que era lo que le pasaba. Era como si un enorme agujero se hubiera abierto en su interior y se fuera tragando poco a poco su espíritu. Sólo ansiaba volar lejos de todo, como hacían los pájaros que revoloteaban a su alrededor.
Pero un día, desde su elevado escondite, Ilmassa vio a Olrún escabullirse del castillo. Parecía que llevaba algo en las manos. Ilmassa tenía una vista que el mejor de los arqueros desearía para sí. Podía ver cosas a gran distancia.
Como cada día, Olrún había cogido algo de comida y salió en busca de Balkar. El chico seguía desconfiando de la niña, pero a ella le daba igual. Balkar era algo mayor que Olrún, y sus modales era de gente de campo. Mirdgard, según había oído, era un reino pobre, principalmente agrícola. Solo en algunas zonas de la montaña había yacimientos de minerales. Pero la mayoría estaban bajo el control de los orcos y Trolls, o lo que era lo mismo, del Caballero Oscuro.
Solían encontrarse junto a la muralla del castillo, justo detrás de un agujero por el que Olrún se escapaba para llevarle la comida y visitarle. La obertura era suficientemente grande para que pasaran los niños, ya que estaban delgados, ningún adulto podría pasar por ahí, por eso no se habían molestado en arreglarlo. Además iba a dar a una calle poco transitada, justo tras la posada de más prestigio de Lebhar, era una calle estrecha que salía de la gran avenida principal.
- Buenos días, ¿cómo estás hoy, Balkar?
- Eres tú.- Balkar estaba sentado cerca del agujero.
- Te he traído queso y pan. Hoy no he podido coger fruta. Sigrún empezaba a sospechar que algo pasaba, aunque lo he echado la culpa a los ratones.- dijo sonriente mientras le tendía la comida- Le ha pedido a Gayus que pusiera trampas o algo.
- No tienes porque traerme nada. Se cuidarme yo sólo.- El niño hablaba sin mirar a Olrún, como siempre hacía. Le imponía demasiado la mirada de la niña, aunque no entendía bien porque. Esos ojos verdes le recordaban a algo o alguien.
- Bueno, eso ya lo se. Pero no creo que haya nada malo en querer ayudarte.- Balkar cogió la comida y se sentó.- No tengo muchos amigos, ¿sabes?
Olrún se sentó a su lado mientras el chico comía. Balkar no solía hablar mucho, pero su compañera si le contaba muchas cosas. Así había conseguido averiguar
mucho acerca de las costumbres y rituales del mago. Era muy dicharachera, y comenzaba a gustarle. Empezaba a plantearse si lo que tenía pensado estaría bien o mal. No quería hacerle daño. Realmente había muy pocas personas que se hubiesen portado tan bien con él, sin pedir nada a cambio.
Balkar venía de una familia muy pobre, que servía a uno de los nobles de la corte de Dunkel, un viejo mago que se había ganado su favor tras conseguir ampliar las fronteras de Mirdgard tiempo atrás. Su padre trabajaba en las caballerizas y su madre en las cocinas. Se había criado en un castillo donde el resto de los niños le miraban por encima del hombro, y apenas bajaba a la aldea, ya que su familia trabajaba para el gran tirano que explotaba y expoliaba al pueblo, por lo que nunca tuvo amigos. Nunca había tenido un compañero como Olrún.
- Sabes una cosa.
- ¿Mm?- Se interesó el niño, aunque tenía la boca llena.
- Anoche tuve un sueño muy raro. ¿Quieres que te lo cuente?
- No me interesan los sueños tontos de una cría.- respondió una vez hubo tragado- Gracias por la comida.
Balkar se levantó, pero Olrún siguió hablando, ignorando la descortesía de su amigo. Eso se había convertido en un rito entre los dos.
- Estaba en la puerta principal de la torre, la que da al lago. Y había dos personas allí, un hombre alto y fuerte que miraba una mujer esbelta. Era muy hermosa. El hombre parecía un caballero y tenía un símbolo bordado en el pecho. Era este.
La niña dibujo en el suelo el símbolo. Cuando Balkar lo miró se quedó helado.
- ¿Qué se supone que es eso? ¿Un dragón?- Preguntó el muchacho con cierto temor.
- Sí. ¿Sabes que significa ese símbolo?
El dibujo parecía ser un dragón con el símbolo de las Tres Hermanas en la frente. Ese era el símbolo que llevaba en el estandarte el Caballero Oscuro.
- No.- mintió el chico- ¿Y qué pasó?
- Fue extraño. La mujer parecía un fantasma o algo así, y cada vez iba volviéndose más transparente, casi invisible, mientras el hombre observaba. Entonces se volvió hacia mí y me dijo algo, pero soy incapaz de recordarlo.
Balkar no consiguió entender el sueño, pero se asustó. ¿Acaso era un mensaje para él? Tal vez su tiempo se agotaba, y debía darse prisa en acabar su misión.
- No es la primera vez que tengo ese sueño, ¿Sabes?
- ¿En serio?
- No, pero tengo que irme. Se hace tarde.
- ¿Vendrás mañana?- Necesitaba algo de tiempo para averiguar porque el Caballero Oscuro había enviado un mensaje a través de esa niña.
- Sí, por su puesto.- Olrún sonrío con aquella calidez habitual, y le prometió que volvería al día siguiente. Era realmente feliz.
Balkar estaba decidido. Necesitaba entrar en la torre del mago, y esa niña era la llave. Ahora estaba convencido. Se puso a planear que haría para llegar a la torre. Necesitaba que la torre se quedara vacía. Y entonces vio que la ciudad se estaba preparando para una fiesta.
Cuando estaba cavilando su plan, un ruido a su espalda le sobresalto. Cuando se giró vio a la otra persona a la que esperaba
- Ah, eres tú.
- Sí- respondió Ilmassa- ¿Cómo estás hoy?
Ilma nunca le había llevado nada, sólo iba y se sentaba junto a él, y conversaban. Balkar recordó el día que la conoció. Le pareció una chica un poco rara. Cuando se enteró de que era la otra discípula de Gayus, comenzó a creer que al mago le gustaba la gente extraña. No tenía ni idea de que era una sacerdotisa. Ilma no solía hablar de cosas relevantes, solo de vez en cuando comentaba algo sobre la vida en la torre.
Se conocieron unos días después de que conociera a Olrún. La niña le había llevado algo de fruta y se marchó deprisa, porque la esperaban en la torre para limpiar no se que alacena. Pero al marcharse ella, apareció Ilma por la esquina. Balkar la miró extrañado, y ella le devolvió una mirada de sospecha.
- ¿Quién eres tú, y por qué esa idiota te ha traído eso?- El tono de la niña era el mismo del que estaba acostumbrado a mandar.
- ¿Y a ti qué te importa?- dijo el muchacho a la defensiva.
- Pues que si se lo digo a su maestro la castigará por alimentar a un vagabundo.- Ilma disfrutaba con aquello y Balkar se dio cuenta. De pronto le recordó a aquellos chicos del castillo y supo que no debía confiar en ella.
- No se que te puede importar a ti. Vete y déjame en paz.
-¿Sois amigos?- Esta vez, el tono de voz de la niña era distinto, algo menos agresivo.- Verás, es que no es muy habitual en ella hacer amigos. Es demasiado… rara, por decirlo de alguna manera.
- ¿Sabes qué? Deberías empezar por presentarte tú y decirme porque la has seguido hasta aquí.
Ilmassa le contó que era discípula de Gayus y que simplemente había sentido curiosidad. Balkar recordó lo que le contó Olrún sobre los dos discípulos de Gayus el día que se conocieron. Desde ese día, Ilma había ido casi todos los días, siguiendo a Olrún. Solían hablar de trivialidades, y hacían juntos pequeños trucos, como levitación o pequeñas bolas de energía. Para Ilma era una peque vía de escape de sus pensamientos y frustraciones. Para Balkar era un misterio a descifrar, un pequeño juego que le servía para practicar. No confiaban el uno en el otro, pero aún así, se fueron conociendo poco a poco.
Pero ese día Balkar tenía cierta prisa, ya que tenía que planear algún modo de entrar en esa maldita torre. Entonces fue cuando se dio cuenta de que tendría la oportunidad perfecta cuando Ilma le comentó sobre la fiesta del Calan Mai, y como Gayus estaría fuera todo el día atareado con las funciones de Mago Maestre de la corte de Lebhar.

CONTINUARÁ

@kris_Cb_21

3

Leyendo el sensacional relato de Jorge que sin duda sería todo un hito para la historia de la literatura universal, cambiándola de cabo a rabo, ya no sé si para bien o para mal, me quedé dormido en el sofá. Esto lo comprobé porque a las seis de la tarde, cuando regresé de estar entre los brazos de Morfeo, donde había estado soñando con príncipes que tenían extremidades amputadas, estaba allí tumbado, con los papeles tirados por doquier y destapado. Teniendo en cuenta que había estado toda la noche sin manta o sábana alguna que cubriera mi cuerpo mientras dormitaba salvaguardando el calor corporal, y antes de llegar a mi hogar había vagado por las calles de la ciudad enfrentándome a un diluvio de magnitudes bíblicas, al despertarme padecía todos los síntomas de un mortífero constripado que amenazaba con tenerme en el dique seco una larga temporada. Y teniendo en cuenta, una vez más, que la única fuente honrada de ingresos que llegaba a mi casa era la que yo conseguía valiéndome de métodos deshonestos, no podía permitirme estar en el dique seco.

Para aquellos lectores que no sepan qué es eso de un constripado, lo referiré a continuación, aunque espero que sepan perdonarme las incongruencias de mi diagnóstico médico, porque yo no tengo profesión alguna y de tenerla, pese a tener una caligrafía horrible, no sería la de ejercer la medicina. Esto es así porque no tolero ver sangre, ya sea propia u ajena. Un constripado viene a ser como un constipado normal y corriente, pero en malo. Tan malo que en lugar de quedársete asentado cual colono en el pecho, se te baja hasta llegar a la zona abdominal o estomacal, lo que entre la gente de a pie se conoce como tripa. Y las consecuencias del descenso de este ente vírico a la tripa son nefastas, ya que se alía con la flora y la fauna intestinal, provocándose ahí mismo una coalescencia interna que produce que padezcas cosas tan divertidas como una sutil diarrea aderezada con vómitos esporádicos. Estos síntomas que he referido bien podrían ser los de una vulgar gastroenteritis, pero es que la constripación va más allá. Parte de los virus que forman el grupúsculo maligno decide no bajar a la zona estomacal y se queda en su sitio natural, lo que es comprensible ya que si hay una cosa que dé auténtica pereza a un ser humano es mudarse y supongo que los virus, que pese a no tener sexo joden bastante, seguirán el mismo proceder. Así pues, un constripado es una mezcla entre un constipado y una gastroenteritis porque coge, como suele decirse, lo mejor de cada casa.

El caso, estimado lector, es que me encontraba tumbado en el sofá empezando a sentirme bajo los efectos de tan terrible enfermedad, que era algo que ni resultaba agradable ni mucho menos me podía permitir. Aquella noche tenía que ir a trabajar sí o sí porque necesitábamos el dinero de una manera imperiosa. Temblando y prácticamente agonizante (en verdad me levanté sin esfuerzo alguno, lo que pasa es que quiero darle un toque dramático al relato, que siempre viene bien, y protagonizar un esfuerzo de carácter hercúleo o incluso, titánico) me levanté del sofá, desparramando papeles y todo lo que llevaba encima y me dirigí al botiquín. Como no soy médico, sino paciente y además malo, hice algo que los galenos y demás individuos que acostumbran vestir bata blanca recomiendan encarecidamente no hacer: automedicarme.

Empecé a coger toda pastilla que se me ponía por delante y sin más, la ingería. De colorines, blancas, redondas, ovaladas, cuadradas, espongiformes, alargadas, diminutas… No me dejé prácticamente una pastilla sin tomarme, hecho que como referiré más adelante, tendrá unas nocivas consecuencias para mi persona. Llegué a sentirme, ante tanta orgía pastillera, como un invitado a una fiesta de Pocholo en Ibiza.

Después de agotar las existencias de medicamentos que había en mi humilde morada y viendo que empezaba a oscurecer, empecé a prepararme para mi inminente salida, como si fuera un vampiro. Fui a mi cuarto, encendí la luz pese a las protestas generalizadas de los gatos retozones que querían un mínimo de intimidad y empecé a vestirme. Una vez me hube desnudado por completo me di cuenta de algo sorprendente: la presencia de mi cuerpo sin ropa había conseguido bajarle la libido a los gatos supra-hormonados que habían tomado mi alcoba, porque habían parado de ir a lo suyo (porque pese a las protestas iniciales habían continuado con su actividad aunque estuviera la luz encendida) y se tapaban los ojos con las patas delanteras.

Impresionante.

Como Dios me trajo al mundo abrí mi pequeño armario carcomido y oteé el panorama en busca de algo apropiado que ponerme. El objetivo estaba claro: hoy debía pillar algo más que un resfriado y para ello mi indumentaria debía ser atrayente y llamativa. Sin dudarlo un instante cogí el tanga de leopardo que encontré roto en un cubo de basura y que, con paciencia, hilo y grapas, había dejado casi como salido de fábrica y me lo puse. El dichoso tanga aleopardado me incomodaba enormemente, pero la seducción es así… Antes muerto que sencillo, aunque nunca entenderé por qué, si el amor se supone que es ciego y, seguidor, por tanto, de Santa Lucía, la lencería es tan popular.

Para seguir redundando en la idea de la falta de sencillez a la hora de vestir, me puse a continuación unas medias de rejilla llenas de carreras, rotos y zurcidos que, en honor a la verdad y sin ánimo de tirarme flores, no me quedaban nada mal. Al contrario, al verme en el espejo me vi sexy y poderoso y sentí un especial orgullo por mis piernas. Las susodichas medias realzaban mis muslos y mis gemelos. Encima de las medias me puse unos pantalones vaqueros rajados hasta prácticamente la altura del muslo, que más que pantalones, deberían ser tildados de cinturón ancho. Por lo que llevaba puesto en estos momentos muchos de ustedes podrían catalogarme como un auténtico putón verbenero. No se corten y háganlo, que yo soy el primero que se lo dice y no me va a molestar que lo digan vuestras mercedes, que cosas peores en esta vida me han dicho y además, no es ninguna mentira.

Pensé en no ponerme camiseta alguna y dejar mi portentoso torso al descubierto, faltándome sólo llevar colgado del cuello un cartel que dijera: “creo que es obvio, pero ofrezco mi cuerpo por dinero”. Pero ya lo había hecho otras veces, tanto lo de ir descamisado como lo del cartel y no me había dado muy buenos resultados. Así que me puse una camisa de cuadros rojos y blancos, que ayudó a suavizar un poco mi llamativo aspecto. De todos modos estaba provocador, no me lo nieguen.
Me atusé un poco los cabellos, apagué la luz de la habitación para regocijo de los felinos acantonados en él y de esta guisa salí a la calle. Nada más poner un pie en ella, un pensamiento profundo, a la par que filosófico cercenó mi mente y pasó por ella como un rayo:

- ¡Ostia, qué frío hace!

Ya ven ustedes que cuando a mi media neurona le da por funcionar ocurren milagros. De tener otra media más, es decir, la neurona entera, sin duda sería un premio Nobel en potencia. Para que terminen de hacerse a la idea, hacía más frío que en la comunión de Pingu. En un primer arrebato de cordura pensé que en una noche tan fría nadie en su sano juicio saldría en busca de un travesti horrible en un barrio marginal. Pero después, pensé que de salir gente, debería ser en una noche tan fría y desapacible, buscando cualquier cosa con la que calentarse. Y tenía claro que esa “cualquier cosa” con la que los transeúntes ansiaban entrar en calor era yo, así que con este pensamiento e imaginándome ya el dinero que me iban a pagar, caminé. Ya les he dicho que sólo tengo media neurona.

Crucé la gran carretera que sesgaba mi barrio por la mitad y llegué a la acera de enfrente, que no era la residencial y por tanto, más marginal si cabe que el lugar donde estaba ubicado mi palacio. Era esa la zona mayor de trapicheos, donde se producían la mayor parte de los robos, asesinatos y compra-venta de drogas, servicios de índole sexual, bicicletas y cromos de fútbol. Era, asimismo, una zona que solía estar muy concurrida a esa hora, y por lo general a cualquier hora porque se trataba de nuestro Wall Street particular y carecía de horario, pero se ve que por el frío polar que hizo esa noche no había ni un alma.

Este hecho no me desanimó porque de haber estado concurrida como siempre solía estar no me hubiera parado allí a vender mi pobre cuerpo, por ser esa zona principal, además de bulliciosa, peligrosa en grado sumo. Por lo tanto, pasé de largo y dando la vuelta a todo el perímetro del “área comercial” proseguí con mi ronda nocturna. Mis pasos me llevaron a una rotonda con una enorme fuente coronada en una escultura horrible, esculpida sin duda por algún artista contemporáneo sin talento. Los miembros del ayuntamiento encargados de la decoración de la rotonda habrían pensado que como esto era una zona marginal y por tanto, dejada de la mano de Dios, los allí residentes no tendríamos sentido del buen gusto y por eso colocaron esa horrible escultura. Que sepan los líderes del consistorio que vivimos aquí, es este barrio tan malo, porque no tenemos medios económicos para más, que de tenerlos, que no les quepa duda que viviríamos en enormes chalets adosados de siete plantas por lo menos. Además, una cosa es carecer de medios económicos y otra muy diferente ser tonto, y esa escultura era una abominación. Para colmo de males, no contentos con habernos plantado esa monstruosidad en las narices, o al menos en la rotonda, habían cortado el agua de la fuente por tiempo indefinido porque la gente del barrio había cogido la costumbre de en ella bañarse en vez de hacerlo en sus hogares.

Una vez llegué a la rotonda coronada por la escultura, que no me cabe la más mínima duda de que había causado más de una retinosis en los desgraciados ojos que tuvieron el infortunio de posarse en ella, pasé de largo y torcí a la izquierda. Caminé por espacio de un cuarto de hora hasta llegar a mi destino. Era una callejuela angosta y mal iluminada, que olía a basura porque en ella había varios contenedores destinados a almacenar los desperdicios, en los que en las noches infructuosas acababa rebuscando para rescatar algo y usarlo en mi provecho. Normalmente este recoveco solía estar desierto, ya fuera por el mal olor, la escasa iluminación o una mezcla de ambas, pero en esta ocasión estaba de suerte: había alguien.

Un hombre estaba al fondo del callejón con un perro junto a los cubos de basura. A medida que me iba aproximando a él empecé a pensar que estaba loco o, al menos, no todo lo cuerdo que debería, por varios motivos a cada cual más importante, como por ejemplo su vestimenta. El individuo vestía una camisa blanca, encima de la cual llevaba un chaleco sin mangas de color negro. Llevaba unos pantalones de pana o algún material similar arremangados que dejaban al descubierto unos gemelos más propios de un deportista de elite, como los de Roberto Carlos, ese fantástico lateral zurdo brasileño del Real Madrid que en su tiempo libre componía y cantaba, haciendo las delicias de nuestras madres. En la zona abdominal y enganchando el pantalón a la camisa, llevaba puesto un fajín colorado o carmesí y en la cabeza, una boina negra. Pero lo más desconcertante de todo eran sus zapatos: unas botas militares de tacón alto y que relucían en la oscuridad, quizás por estar hechas de metal.

Un segundo detalle que me hizo pensar que ese hombre no estaba muy bien de la cabeza fue el perro. Se trataba de un rottweiler blanco con las orejas negras y dientes afilados y puntiagudos que vestía igual que su amo. La boina, el chaleco, los pantalones… El perro llevaba calzadas hasta cuatro botitas militares que también relucían en la oscuridad de la noche. Si ya el hecho de ponerle un chaleco o una mantita por encima cuando hace frío a un chihuahua o a cualquier otra rata de tamaño mayor que merezca el calificativo de perro me parece repugnante, el ver a este rottweiler vestir tal y como lo hacía su amo me parecía detestable. Los perros son perros y deberían dejarlos vestir como tales, es decir, sin ropa.

Y para acabar, el tercer detalle que me hizo darme cuenta de que ese hombre era un demente, fue ver que hablaba con el perro, pero como si estuviera manteniendo una conversación con él. Estaba muy asustado, porque no me gustaban ni su indumentaria ni su amenazador clon perruno, pero pese a mis reticencias seguí acercándome a él con la intención de, y perdonen la expresión, llevármelo al huerto. La extrema necesidad tiene estas cosas.

A medida que me acercaba a él pude vislumbrar mejor sus facciones, que correspondían a las de un hombre maduro, de unos cincuenta y cinco años (año arriba, año abajo) con unos ojos negros penetrantes y una nariz recta y bien proporcionada. Era alto y se le veía en forma. Estaría loco de atar, pero en contraprestación era guapete. Ya de ser una mujer sería tremendo, pero bueno, nunca llueve a gusto de todos. Cuando ya iba a empezar a seducirle ocurrió lo peor: apareció Germán.

Considero oportuno, llegados a este punto, detener un instante la narración y, o, u exposición de los hechos ocurridos esa noche para hablarles breve y sucintamente de Germán, el energúmeno que de la nada, como una seta, había aparecido. ¿Cómo describirles a Germán? Ya he dicho que se trataba de un energúmeno, que con eso podría valer, pero debería decirles algo más sobre él. Aparte de ser un energúmeno, Germán era el líder moral y espiritual de los rateros, mangantes y macarras del barrio.

Era el que más mandaba, el que mas autoridad tenía y también, el más bruto de todos. Respetado por todos e intocable. Querido y temido a partes iguales. Si tenías algún problema con él estabas perdido. Su brutalidad era legendaria y no paraba hasta lograr su objetivo: desvalijarte por completo. Como la Muerte, que a todos nos acaba igualando, Germán no hacía ningún tipo de distinción: robaba a amigos y enemigos, a ricos y pobres, a grandes y
pequeños, a poderosos e indefensos, a ancianos y a niños… Y siempre salía victorioso. Tener a Germán cerca era señal de peligro constante.

Yo había tenido previamente un par de encontronazos con él que se saldaron con un resultado terrible: como no llevaba dinero, me quitaba toda la ropa, que como no le venía bien por ser yo un alfeñique y él un auténtico armario empotrado, acababa quemando en mi presencia, para su regocijo y mi tristeza. Pese a todo colaboraba con él y a veces, le pedía quemar yo mi ropa, porque más valía colaborar y volver a casa desnudo que hacerlo desnudo y con una puñalada.

Germán era un auténtico veterano en el oficio, había empezado a robar desde niño y ahora, al borde de la jubilación, seguía en ello, me da a mí que más por costumbre que por verdadera necesidad. Pese a frisar la edad de la retirada, le pasaba como a los buenos vinos: mejoraba con los años. Tenía una cabeza pequeña, rapada y con una frente ancha. Sus ojos eran pequeños y su nariz, chata. Tenía una boca grande de la que faltaban algunos dientes y las mejillas surcadas por cicatrices, que según cuenta la leyenda urbana, se había hecho él mismo para demostrar que si se mutilaba a sí mismo, a los demás sería capaz de hacerles cualquier barbaridad. Era muy alto y, como ya he dicho, corpulento.

Una vez ustedes ya saben quién es Germán, retomaré el relato por donde lo dejé. De la nada apareció el mastuerzo y yo, lamentándolo mucho por mi posible cliente, hice todo lo posible por apartarme del campo visual del ladrón. Como con la ropa que llevaba puesta no podía correr, acabé escondiéndome detrás de un cubo de basura dispuesto a esperar a que pasara el chaparrón y que con suerte, Germán no se percatara de mi presencia. Estaba muy alterado y respiraba entrecortadamente. Si iba a vender mi cuerpo infructuosamente en ese callejón abandonado, era para evitar encontrarme con Germán, que rara vez solía frecuentar esa zona.

El hombre del perro estaba de espaldas a Germán, que se acercó a él, le tocó el hombro y dijo su rutinario discurso de apertura:

- Buenas noches tenga usted, estimado viandante. Siento importunar su paseo nocturno junto con su querida mascota, pero es que necesito ayuda, estoy con el agua al cuello y ya sabe que en momentos de necesidad uno importuna al prójimo todo lo que puede y más.

- Le escucho. – Dijo el hombre de los gemelos superlativos dándose la vuelta.

- Gracias amigo. Me llamo Germán, hace poco salí de la cárcel, soy heroinómano, mis padres han muerto y tengo el SIDA… ¿Podría darme algo? La voluntad, buen hombre…

Germán dijo esto de carrerilla y con el toque justo y necesario de expresividad. Era todo una sarta de mentiras porque nunca había pisado la cárcel, puesto que era tan peligroso que ningún policía se atrevía a ponerle la mano ni la pierna encima; no tomaba drogas, estaba sano como un roble o una enorme secuoya americana y sus padres haría décadas que habían muerto. Era un discurso que por objeto perseguía el de causar una buena primera impresión y el de enternecer al oyente, para ver si tenía dinero. El hombre del perro mordió el anzuelo, porque sacó su billetera y tras rebuscar un rato, le entregó unas monedas.

- Toma, Germán. – Dijo mirándole a los ojos.

- No quisiera importunarle otra vez – comenzó a decir Germán mirando las monedas – pero, ¿podría dármelas en monedas de euro? Es que el cambio monetario me pilló en prisión y aún no estoy adaptado a pensar en euros y a tratar con céntimos…

Otra excusa barata para determinar si el individuo al que pretendía atracar tenía más dinero. La gente por lo corriente solía inquietarse cuando Germán decía esto, pero el hombre del perro, que debería tener horchata en las venas, ni se inmutó:

- Claro, claro… Déjame ver si tengo más dinero… - Y empezó a rebuscar hasta que sacó cuatro monedas de dos euros. – Toma, Germán. Espero que te bebas algo a mi salud.

Y acto seguido se dio la vuelta, dándole otra vez la espalda a Germán y siguió pendiente de su perro. Germán tintineó las monedas en la palma de su mano, ya que sin duda el botín obtenido no le parecía sustancioso y volviendo a tocarle el hombro al hombre del perro, dijo:

- Perdona amigo, pero creo que no me has ayudado lo suficiente.

- ¿Te parecen poco ocho euros, amigo Germán? – Preguntó el hombre del perro dándose la vuelta.

- Es que creo que tienes más dinero…

- Claro que lo tengo, he contabilizado al salir de mi casa con mi perro unos ciento ochenta y ocho euros con treinta y dos céntimos, de los que, tras haberte dado ahora mismo algo, se me han quedado en ciento ochenta euros justos. Y no voy a darte más, lo siento.

- Vaya hombre… Yo que quería hacer esto por las buenas y me vas a obligar a sacarte el cuchillo jamonero… - Dijo Germán llevándose la mano a la parte delantera de su pantalón.

- No me impresionas. – Dijo el hombre del perro. – Más bien me aburres…

- Ya está, te voy a sacar el cuchillo.

- Sácalo y te piso la cabeza. Te lo advierto, que el que avisa ni es traidor ni mal amigo.

- ¡Te voy a rajar! – Gritó perdiendo las formas el garrulo de Germán.

Acto seguido terminó de llevarse la mano al pantalón, sacó algo e hizo el ademán de hincárselo al hombre del perro. Yo ya me esperaba lo peor, pero entonces el que iba a ser mi cliente dijo:

- ¿Con un boli? Poco me vas a rajar tú a mí con un boli BIC. Como mucho puedes intentar asfixiarme haciéndome tragar el capuchón.

- ¡Oh, mierda! – Dijo Germán. - ¡Me he equivocado! Me he dejado el cuchillo en casa…

Efectivamente, Germán se había dejado su famoso cuchillo jamonero en su chabola y había cogido por error un bolígrafo BIC de los de toda la vida. La estupidez humana acababa de alcanzar un punto culminante.

- Ya veo, ya… - Se limitó a decir entre bostezos el hombre del perro.

- Vaya hombre, no veas lo estúpido y lo mal que me siento. Oye – empezó a decir el mangante – no vivo muy lejos de aquí. ¿Te importaría esperarme para que coja el cuchillo, suelte el bolígrafo y pueda desvalijarte sin más?

- En absoluto. Tanto mi perro como yo estaremos encantados de esperarte, ¿verdad?

- ¡Guau, guau! – Se limitó a decir el rottweiler.

- ¿Y cómo sé que no aprovecharás para huir de mí? – Preguntó Germán.

- Te doy mi palabra de honor de que te esperaré aquí.

- El honor es algo carente de valor en este mundo.

- Ya lo sé.

- Entonces comprenderás que no me fíe de ti. – Dijo Germán.

- Mira, Germán, no me voy a mover. No tengo nada mejor que hacer y tengo curiosidad por ver ese cuchillo jamonero tuyo.

- La curiosidad mató al gato, amigo mío.

- Ya verás como no me va a pasar eso. Si te quedas más tranquilo, te juro por lo más sagrado que no me moveré de aquí.

- ¿Y por el pijama de Espinete? – Preguntó Germán, a lo que el hombre del perro respondió afirmativamente con la cabeza. – Vale, me has convencido. Voy a mi casa a por el cuchillo. Procuraré no tardar, que está feo hacer esperar a la gente… ¡Hasta dentro de un rato!

Tras decir esto, el veterano maleante marchó con paso alegre y decidido hacia su casa, momento en el que pensaba que el extraño hombre del perro aprovecharía para poner pies en polvorosa, pero pensé mal. Para mi sorpresa, el hombre del perro no se movió en absoluto, demostrándome ser un hombre de palabra y honor, a la par que un demente, ya que sólo un demente cumple su palabra en los tiempos que corren. Además, el hecho de cumplir su palabra para que Germán le mostrara el legendario cuchillo jamonero, que había pasado de generación en generación, en riguroso orden de padres a primos, era doblemente demencial. Mientras no daba crédito a lo que mis ojos habían visto, y seguían viendo por haberlos tenido bien abiertos en todo momento, el hombre del perro se puso a reír y a charlar animadamente con su rottweiler.

El perro debía ser un cómico con todas las de la ley, porque su dueño no paraba de reírse a mandíbula batiente. Reía tanto que creí que a Germán no le iba a dar tiempo de matarlo con sus propias manos porque el gracioso rottweiler se le habría adelantado. Pero no, el hombre del perro soportó estoicamente el ataque de risa y al poco rato llegó Germán, corriendo y mostrando alegre su cuchillo jamonero, sosteniéndolo encima de la cabeza como si fuera un orco antes de la batalla.

- ¡Ya estoy aquí, ya estoy aquí! – Dijo Germán una vez hubo llegado. – ¡Mira lo que tengo, mira lo que tengo!

- Magnífico cuchillo.

- En verdad se trata de una espada toledana muy corta, por eso la empuñadura está tan currada, pero yo la uso como cuchillo jamonero.

- Salta a la legua que se trata de una magnífica obra de artesanía. Eres muy afortunado por tener algo así, Germán. ¿Verdad chico? – Preguntó esto último dirigiéndose a su perro.

- ¡Guau, guau! – Fue la respuesta dada por el can.

- Por cierto, ¿no habré tardado mucho, verdad? – Preguntó Germán preocupado. – Que se nota que eres nuevo aquí, hace una noche muy desagradable y pese a que en breve te voy a desvalijar por completo, me sabía mal tenerte aquí perdiendo el tiempo.

- Nada, nada Germán. No tengas cargo de conciencia alguno, que no has tardado mucho y además mi perro ha amenizado la espera contándome un gran chascarrillo…

- ¿Tu perro? – Preguntó atónito Germán.

- Sí.

- ¿Tu perro te ha contado un chiste? – Volvió a preguntar Germán.

- Sí, además uno buenísimo. ¿Te lo cuento?

- Bueno… - Respondió Germán, que en ese preciso instante se dio cuenta de que tenía delante a un loco.

- Mira Germán, esto es un calvo que entra a una peluquería y dice: “perdón, me he equivocado”. – Nada más decirlo, el hombre del perro prorrumpió en escandalosas carcajadas. - ¿A qué es bueno?

- Sí, tu perro debería ir a la tele… Oye, ¿tú no habrás venido a parar a este barrio con tanto dinero encima para comprar droga, verdad?

- No, no… - Respondió reponiéndose del nuevo ataque de risa. – Estoy aquí por un asunto familiar.

Así se quedaron los dos un rato: Germán en silencio, escrutando incómodo al hombre que tenía delante, porque no había nada peor que luchar contra un loco que, como él, bien podía ser capaz de hacer cualquier cosa; y el hombre del perro entre espasmos causados por la risa. Finalmente, Germán rompió el silencio para decir:

- Bueno, venga, que he venido aquí para robarte.

- Te aviso que si lo haces no tendré más remedio que pisarte la cabeza…

Germán sacó su cuchillo, se colocó en posición de ataque, dio un salto al frente y cuando iba a clavarle el cuchillo a su adversario, ocurrió algo impensable: quizás debido al entendimiento existente entre un perro y un hombre que visten igual, ambos, tanto can como dueño, realizaron una perfecta coreografía para desarmar a su atacante. Justo cuando Germán se iba a abalanzar sobre su amo, el perro apresó entre sus fauces la pierna de apoyo del maleante, momento que aprovechó el dueño para agarrar a Germán del brazo que blandía el cuchillo y ejercer presión para que lo soltara, cosa que finalmente ocurrió. Una vez desarmado Germán, el dueño, haciendo palanca y fuerza con su fiel perro, que seguía mordiendo la pierna del agresor, consiguió tirarlo al suelo. Todo esto que he referido ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, en apenas un parpadeo. Germán había sido derrotado por primera vez…

Una vez en el suelo y mientras trataba de procesar todo lo que le había ocurrido, el hombre del perro le dijo a Germán:

- Te lo dije…

Y tras mirar a su rottweiler buscando confirmación y tras recibir un ladrido con el cual el can parecía darle su aprobación, alzó su bota izquierda, mientras yo me fijaba en lo venosos que se habían vuelto sus gemelos, para estamparla sin miramientos en la cabeza del pobre Germán. Sonó un impacto duro, un crujir de huesos y el perro empezó a aullar regocijado. Había cumplido con lo prometido una vez más, demostrando asimismo que era un hombre de palabra, y le había pisado la cabeza a Germán, que falleció en el acto.

Presencié el asesinato de Germán muy alterado. No me esperaba que una vez desarmado su atacante, el hombre del perro fuera capaz de hacer algo así. Estaba aterrado. El extraño individuo se había destapado como un ser peligroso y agresivo, más incluso que Germán, al que había asesinado sin miramientos y valiéndose de una metodología muy desagradable a la par que poco ortodoxa. No se podía ir por la vida pisando cabezas.

Desde mi privilegiada posición parapetado tras los cubos de basura lo vi todo a la perfección. La mirada de terror de Germán al ver aproximándose la
suela metálica a su cabeza aún hoy, que han pasado años de los hechos que narro, me persigue y me atormenta en sueños. Como estaba tan relativamente cerca del cadáver, no tardó en llegar a mis pies parte del reguero de sangre que emanaba del cráneo fracturado y astillado de Germán. Antes comenté que no me gusta nada de nada la sangre: ni su visión, ni su olor, ni su sabor, ni estar en contacto con ella. Esta intolerancia mía hacia el líquido que fluye por nuestras venas, unida al miedo a que el hombre del perro pudiera verme y decidir darme un fin similar al de Germán para no dejar testigos, me hizo proferir un alarido enorme de terror.

Grité tanto que debieron escucharme desde Marte, y si me habían oído desde el espacio exterior, estaba más que claro que el asesino, que estaba a mi lado, me había escuchado también. Sabedor de que, o actuaba o algo muy malo podría pasarme, me levanté y procurando ocultar mi rostro entre las sombras, tiré los cubos de basura al suelo para obstaculizarlo y corrí como un atleta en las Olimpiadas. Salí pitando del callejón y en vez de volver sobre mis pasos hacia la rotonda coronada con la espeluznante estatua tiré por el otro lado. Corrí sin rumbo fijo, sin importarme lo más mínimo el frío, la incomodidad de mi atuendo o el no saber por dónde estaba transitando. Sólo me importaba una cosa: salvar mi pellejo. Corría tanto que parecía Forrest Gump o que me estaba preparando para participar en alguna carrera popular como la San Silvestre Vallecana, pero me daba igual. Por más que corría, no me sentía a salvo. Creía que en cualquier momento el maldito rottweiler disfrazado me iba a apresar por el tobillo, tirándome al suelo para facilitarle las cosas a su amo. Creía que si no lo hacía el perro, imposibilitado por las cuatro botitas que llevaba calzadas para correr a gran velocidad, sería el dueño quien terminaría por capturarme para tirarme al suelo. Así que, debido a esas creencias, aceleré el paso y corrí con más ganas, confirmándose que esto del dopaje es efectivo, porque de no haberme tomado aquel arsenal de pastillas, estoy convencido de que mi fondo físico no hubiera resistido tanto.

Corría y corría, y mientras corría no paraba de mirar hacia atrás, temiendo encontrarme, saliendo de entre las sombras, al maldito hombre del perro. Para mi tranquilidad y sosiego, cada vez que giraba la cabeza para mirar atrás, no había nadie ni se oía nada a lo lejos, lo que me animó a correr más y más para terminar de despistar a mi posible perseguidor del todo. Era noche cerrada y sólo se oían mis acelerados pasos, pero en mi cabeza sonaba una y otra vez el crujir de los huesos craneales de Germán al ser pisados con malas artes y saña. Corrí hasta llegar a una carretera, giré la cabeza para ver si alguien me perseguía y crucé.

Tuve que detenerme en seco porque por poco no me atropella un objeto que inicialmente no pude identificar, pero que a posteriori resultó ser un taxi. Sólo estaba dentro el taxista, que me miraba enfadado y le daba mecánicamente al claxon. Presa del pánico abrí la puerta destinada al asiento del copiloto y me senté al lado del enojado taxista.

- ¡Pero no ves que te vas a matar, panoli! – Me gritaba enfurecido. - ¡Antes de cruzar hay que mirar a ambos lados y no para atrás, como estabas haciendo! Hay que estar en lo que hay que estar, hombre, que te llego a atropellar y pese a ser culpa tuya por no estar en lo que debes, se me cae el pelo…

El taxista siguió así un rato bastante grande, tiempo que aproveché para serenarme y poner en orden mi cabeza. El taxista era un hombre joven, con el
pelo rizado y barbita de chivo que tenía las manos llenas de anillos. Cortando su perorata, le pregunté que dónde estábamos, y para mi sorpresa había atravesado la ciudad de cabo a rabo porque me encontraba en la salida norte de la urbe, cuando yo había empezado a correr huyendo del hombre del perro en la sur. Le pedí amablemente que me llevara a mi casa y tras pagarle por adelantado una cantidad que él consideró adecuada teniendo en cuenta los riesgos que entrañaba llevarme a donde le había pedido, nos pusimos en marcha.

El taxi era pequeño, carecía de taxímetro y olía asquerosamente a ambientador de pino. El taxista conducía frenéticamente, saltándose semáforos y estaba más pendiente de la radio y de comunicarse con algún compañero que de mí. Una vez avanzado el viaje, me di cuenta de que estaba hambriento, porque mis tripas no paraban de rugir. En un semáforo en el que extrañamente paró, el taxista me dijo:

- ¿Qué, tienes hambre?

- Un poco.

- Si me das un poco más de dinero te doy algo para que sacies el apetito…

- ¿Qué tienes? – Pregunté rápidamente.

- Pirulas. Concretamente, pirulas de carita sonriente.

- Me da a mí que eso no alimenta mucho…

- ¡Qué va, qué va! ¡Si es lo más nutritivo que hay! – Dijo mientras sacaba un par de la guantera. – Es la comida del futuro. Tecnología de la NASA, amigo.

- No sé yo, ¿eh?

- ¡Que sí, que sí! Mira… ¿Tú sabes quién es Pedro Duque?

- ¿Pedro Duque? Pues claro que sí, hombre. – Respondí. - ¡El mejor astronauta español de todos los tiempos! Bueno, el único…

- Bien, ya veo que sabes quién es. Pues Pedro Duque, en todas sus misiones espaciales, se alimenta exclusivamente de pirulas de carita sonriente…

La argumentación espacial del taxista me convenció y me compré un par, que acto seguido me metí en la boca y tragué como un pavo.

- Oye, estas pirulas no saben a nada…

- Eso es como con la nouvelle cuisine: platos muy pequeños, reconcentrados, pero que saber no saben a nada, o al menos, a nada bueno. – Me dijo el taxista sin pestañear. – Eso del sabor y el paladar está sobrevalorado. ¿Qué más dará si algo está rico o es vomitivo si lo que importan son los nutrientes? Estas pirulas sabrán a rayos, pero tienen muchísimos nutrientes: que si hierro, que si calcio, que si fósforo… ¡Hasta elecaseinmunitas! Relájate y disfruta del viaje, hombre.

No dije nada, aunque creo que de haber tenido algo que decir hubiera sido incapaz de articular palabra alguna. Intuía que el taxista se había aprovechado de mi candidez y me había estafado, porque empezaba a notar cómo bailaba todo a mi alrededor. Era una extraña sensación, y creía estar dentro de un cuadro de Dalí.

Todo fluía, se derretía, cambiaba de forma… No había materialidad física. Me daba que las pirulas de carita sonriente eran una droga potente en verdad y que si Pedro Duque las tomaba, sería en la Tierra para ver las estrellas sin necesidad de subirse a un cohete espacial. Por si la pirula de tez sonriente no era suficientemente potente, en mi cuerpo se había

@diegombelmonte

Nada es igual. Capítulo 4

Anais abre los ojos, una extraña sensación de incomodidad e inseguridad le recorre el cuerpo, ¿que hora es? Parece aun de noche, decide levantarse e inspeccionar un poco la tienda.

Carlos y Sofía duermen, qué mona Sofía durmiendo y que guapo Carlos, piensa Anais mientras se sonroja. Pero, ¿y José?, ¿donde está José? Le entro el pánico, lo busco por toda la tienda sin resultado alguno, y decidió despertar a Carlos.

-Carlos, Carlos, - dijo susurrando Anais, -no encuentro a José por ningún lado por favor despierta. Estaba a punto de romper a llorar.

-¿Qué ocurre?, dijo Carlos frotándose los ojos y confuso

-Es José, no se donde esta.


Carlos se levantó casi de un salto al oír esas palabras.

-¿Cómo que no sabes donde esta José?

-No se, me desperté y os vi a ti y a Sofía durmiendo pero no a José, lo he buscado por todos lados y no esta Carlos no está... -Dijo Anais rompiendo a llorar,

-Vale Anais tranquilízate, a lo mejor no has visto bien, - le dijo Carlos mientras la abrazaba. Comenzaron a buscarlos por todos lados pero no estaba en la tienda y no había señales de él.


-No es posible, ¿que ha pasado? ¿Escuchaste algo por eso te despertaste?

-No, nada de eso simplemente no se, tuve la sensación de que algo iba mal.

-vale, si no esta aquí dentro solo significa una cosa, ¡esta fuera!

-¿y que hacemos? Con esta oscuridad no se ve mas de 2 metros de nuestra cara, podríamos confundirlo con una de esas “cosas” y hacerle daño o peor aun ser atacados.


No sabían que hacer, era muy peligroso salir, pero que sería de José si estaba fuera y que hacía solo por ahí, a Anais no le gustaba un pelo todo esto.
Sofía se despertó, se desperezaba y se frotaba los ojos mientras intentaba ver algo en aquella absoluta oscuridad.

-¿que pasa? -Preguntó.

-Nada cariño, tu sigue durmiendo. -Le dijo Carlos mientras le acariciaba la cara.

Que escena tan preciosa, se dijo Anais mientras los contemplaba.


Sofía sin mucho rechistar se volvió a dormir. Carlos y Anais se sentaron en la tienda pensativos y dudosos, tantas preguntas rondaban sus cabezas y ninguna tenían respuestas. ¿donde estaba José?, ¿por qué había salido?, ¿volvería?

Justo en ese momento vieron una sombra acercarse a la tienda, Anais cogió con fuerza la mano de Carlos mientras sin darse cuenta estaba conteniendo la respiración. Carlos se puso delante para protegerla.

La puerta de la tienda se abrió muy despacio, Carlos y Anais no dijeron nada, y en ese momento vieron que era José.

-¡José! ¿donde coño te metes a estas horas? - Le replico Carlos mientras soltaba la mano de Anais.

-Menudo susto nos has dado. -Dijo Anais

-Sois unos cobardes, no os asustéis tanto y dejarme tranquilo. -Dijo José ante la sorpresa de sus compañeros.

-¿Pero tu que te crees? -Dijo Anais prácticamente gritando y abalanzandose sobre él.

Carlos tubo que intervenir y agarrarla por la cintura.

-vamos, vamos, tranquilicémonos, despertaremos a Sofía y todo esto tiene una buena explicación, ¿verdad José? -Dijo Carlos mientras sostenía a Anais y miraba desafiante a José.

-Puede, pero estoy cansado mañana si queréis podréis seguir con vuestro interrogatorio del tercer grado.

José se fue a dormir.

Carlos y Anais no salían de su asombro, no podían creer la reacción de José.
Anais se fijo en algo más, que la aterrorizó... José tenía las ropas manchada y mojadas, no estaba segura pero... era ¿sangre?


Anais miro a Carlos y pudo ver en sus ojos que pensaba lo mismo que ella.

-Ca...Carlos... ¿Te has fijado en...?

-bueno bueno, mejor vamos a dormir y no te preocupes, tendrá todo una explicación lógica.

@Anamitq

domingo, 2 de diciembre de 2012

Siempre y cuando. Capítulo 1

No había gente guapa, en Casa Manolo. Ningún rostro Margaret Astor de dentuda sonrisa carmesí y pecho de pera gravitada descansaba su turgente trasero en los carcomidas banquetas de desiguales líneas mientras exudan bótox; tampoco las caras señoriales de carrilleras patillas y huevera lateral que camuflan su latente homosexualidad tras burladeros y puros, pañuelos de seda a modo de improvisadas corbatas y copas de Barbadillo a ritmo de guitarra flamenca. Aquellos preferían habitar otros barrios más coloridos de una Sevilla decadente y vacía que reclamaba jarana a fuerza mayor con posteriores exigencias de culpa y penitencia.
No. En Casa Manolo los parroquianos se apoyaban en cansada fila sobre una barra de melamina imitación caoba gobernada por la apatía, mezclándose entre los olores y texturas de tocinos hacinados en bloques retorcidos y amarillentos tras las botellas culillenas de anís casero, coñac Terry y ginebra barata. Toda una colección de vírgenes dolientes cuya contrición y morriña de tiempos mejores se empujaba trago a trago, sucumbiendo a su propio abismo para resurgir, copa en ristre, mostrando los contados dientes de sus ectoplásmicas sonrisas.
Algunos inconscientes se aventuraban a la ingesta de tapas frías; otros, los habituales ya, hacía tiempo que habían estado en ese dudoso equilibrio de la salmonelosis, recogían sus rostros en iguales pliegues en señal de asco, deseándoles suerte en ésta -u otra-, vida. Los menos, al café grumoso y azucarado, paliativo de esfínteres obcecados y tuberías atascadas; los unos humanos, las otras de poliestireno.
No importaba la condición social; hombres todos, de mediana edad, rebuscaban en sus bolsillos -como quien busca a Dios-, unos minutos más en aquel paraíso de suelo de gres intuido bajo una uniforme capa de cáscaras de avellana, serrín y algún que otro resto de ADN voluntario; tiempo suficiente como para volver renovados de espiritualidad al calor del hogar, junto a sus esposas e hijos, en el mejor de los casos. En el peor, a golpe de callo.

En realidad, el mundo de Perfecto estaba repleto de figuras como aquéllas: lánguidas y deformes, ridículas, oscuras, gordas o feas. Todo un capricho de la naturaleza más absurda cuyo único delito era el haber nacido en el estamento sin privilegios: en el de la pobreza heredada de pico y pala. Una clase media que va construyendo su realidad a base de jirones y jirones, hasta completar un monstruo lo suficientemente grotesco como para odiarse a sí mismo y, por extensión, a todo y todos por doquier.
Incluso él, de sangre mestiza -cóctel proporcionado de padre español y madre irlandesa acomodada-, se había acostumbrado a esa sombra rocambolesca de principios de los noventa en España, cuando la derecha apuntaba ya maneras y la izquierda se aferraba a una rosa ardiente que amenazaba con apagarse. Se había dejado caer, simplemente, en la promesa de un plato de comida, un polvo ocasional y una cama donde reposar sus huesos. No había aspirado tampoco a más. Su trabajo, si ese término encajaba en su vocabulario, se reducía a seguimiento de tipos en compañía de señoritas neumáticas de escotes generosamente perfumados o señoras entradas en tintes colgadas del brazo de jóvenes chaperos de flequillo engominado, de aseguradoras con mucho dinero y poco compromiso, de empresarios recelosos de sus socios, desaparecidos y encontrados, de adolescentes en efervescente fiesta...; un interminable ir y venir por calles y calles esperando hasta que el fluido de la vida, esto es, la mentira absoluta, hubiese cumplido su cometido originario. Y después, vuelta a empezar. Uróboros.

Perfecto reclamó nuevamente el brebaje pastoso. El barman rellenó la copa, desalojó la tiza de su oreja y anotó otra marca en su expediente alcohólico. Luego marchó con pesadez digestiva. Perfecto apuró la copa y se limitó a dejar reposar el líquido en su estómago. No se percató de la presencia del hombre de color justamente a su lado. De soslayo intuyó una enorme cicatriz en su cabeza; poco más.

-¿Señor Blake? -espetó. -Busco al señor Blake... -continuó. Perfecto titubeó antes de contestar.

-Depende quien lo pregunte -contestó Perfecto al fin.- ¿Es de Hacienda...?

-Oiga -dijo con voz queda.- ¿Está usted de broma? No soy ningún jodido funcionario de Hacienda, ¿me entiende? Busco a Blake; Perfecto Blake..., el huele-braguetas...

-Detective privado, si no le importa.

-Ya, bueno, ¿qué quiere que le diga? Me crié entre policías... -trató de justificarse el tipo de la cicatriz en la cabeza.-Entonces, ¿es usted el señor Blake?

-Puede... -dijo Perfecto quedamente. Pudo entonces estudiar a su compañero de barra: metro ochenta y largos, atlético a pesar de rondar los cincuenta, ojos profundos, nariz achatada y labios carnosos característicos de su raza negra, profundo mentón y con cara de haber masticado plomo. Una enorme cicatriz rompía la composición de su cabeza que no era precisamente simpática.

-Entenderé que así es. Verá -dijo el tipo, aparentemente más calmado-. Tengo un trabajo para usted, ¿me entiende? Un trabajo de verdad; nada de perseguir rabos y conejos. Verá -continuó.- quisiera que investigase un asunto, ¿me entiende? Un asunto muy importante. Pero tendrá que hacerlo con discreción. Nada de putas ni ensarta-chochos. Un trabajo serio, amigo. ¿Está interesado? Debería venir conmigo. No, no. Debe hacerlo, ya. No pregunte; sólo acompáñeme hasta el coche, ¿me entiende? Está ahí fuera, amigo. No pregunte, ahora no.

Perfecto se revolvió sobre su eje.

-Lo siento, amigo. No suelo ir a ninguna parte con tipos que me sacan dos palmos..., no quiero ser la putita del baile. Uno tiene clase...

El tipo negro con cicatriz en la cabeza se acercó a la espalda de Perfecto. Blake notó el cañón del revólver en el costado. Maldijo en voz baja.

-Señor Blake; no me obligue a hacer lo que no quiero -dijo. A Perfecto le pareció todo lo contrario-. ¿Me acompañará ahora?

Perfecto asintió con vehemencia. El tipo negro de cicatriz en la cabeza pidió la cuenta; pagó y marchó con diligencia hacia la puerta. Perfecto siguió sus pasos lamentando haber dejado guardada la Beretta en el archivador metálico sueco de nombre impronunciable pero de precio asequible. También el maldito móvil...
El tipo negro de cicatriz en la cabeza esperó fuera, junto a una lujosa berlina color crema. No supo Blake encontrar matrícula alguna; tampoco identificar la marca del coche.

El tipo negro de cicatriz en la cabeza abrió la puerta de la berlina al paso de Perfecto. Entró y su compañero de barra cerró con fuerza la puerta que, a todas luces, estaba preparada para aguantar cualquier tipo de asalto armado.
Su compañero de barra entró después. Puso las llaves en el contacto y el coche emergió bramante. No miró, no habló. Sólo condujo. Sólo.






LA VIDA CAPÍTULO 1

¿Cómo contar la historia de la vida si yo he formado parte de ella durante tan poco tiempo? Si tan siquiera la conozco en su plenitud, sólo un pestañeo de un lugar y de un momento que no dice nada pero que, sin embargo lo dice todo.

Puedo, entonces, contaros la vida que he podido observar y conocer, que a muchos resultará conocida y a otros muchos todo lo contrario.
La vida puede ser azar, pues por pura casualidad en la unión de dos personas nace otra, y es ese individuo y no otro el que nace y comienza a formar parte de un mundo que ahora se convierte en el suyo.
La vida puede estar regida por el azar, pues por pura casualidad en la unión de dos personas nace otra, y es ese individuo y no otro el que nace, y comienza a formar parte de un mundo que ahora se convierte en el suyo.
Es tan extraño ser uno mismo física y mentalmente y no cualquier otra persona…
Es de lógica, entonces, pensar que yo existo porque un día nací. Supongo que hasta ahí estaréis todos de acuerdo conmigo.
El lugar en el que nací es conocido como el Barrio 13, y es en el que he residido durante toda mi vida, como es normal. Si naces en un Barrio, lo lógico es que te quedes ahí. Todo el mundo lo hace y yo no iba a ser el primero en romper con lo establecido.
Desde pequeño mi familia había seguido el “Modelo Lógico de Familia”, por lo menos según las costumbres del Barrio 13, porque es verdad que dependiendo de aquel en el que te encuentres pueden variar algunas costumbres, pero básicamente el “Modelo Familiar” es el mismo en todos.


Mi madre es una mujer trabajadora, ama de casa. Mi padre trabaja en la fábrica de vidrio, la que está entre el Barrio 12 y el mío. Un año hubo un incendio en la fábrica que, a pesar de poder ser contenido con eficacia, ocasionó un grave accidente. En concreto fue a mi vecino el de la izquierda, el pobre desde entonces no pudo usar su diestra.


Nuestras casas están dispuestas en calles paralelas unidas entre sí cada varias manzanas y no se suelen diferenciar en mucho. Algún vecino cambia algo de vez en cuando para hacerla más personal, incluso recuerdo a un vecino que se atrevió a poner un gnomo en el jardín ¡Qué locuras! Diréis. Pues sí. La gente pasaba por delante de su casa sin dar crédito a sus ojos. El gnomo no solo era una novedad en sí, si no que poseía unos colores tan llamativos que hacían destacar su casa entre todas, como un faro en una noche de niebla frente al mar. Esto le ocasionó el vacío de algunos vecinos, porque no entendían qué le había pasado al vecino del gnomo para hacer una cosa así. En los Barrios todo marcha bien, porque todos actuamos igual, no hay otra manera de hacerlo, y ese hombre… ¿Qué pretendía? Bueno, no os podéis ni imaginar el revuelo que levantó el gnomo de jardín, al final el hombre se arrepintió, pidió disculpas a sus vecinos y quitó el gnomo del jardín. Los vecinos volvieron a hablarle como antes y todo volvió a la normalidad. Todavía cuando pasas delante del jardín ves que la hierba donde había estado el gnomo está un poco más seca.
Un mes después de este suceso murió de una parada cardiorrespiratoria el único habitante de la casa 1823, paralela a la mía. El vecino fallecido era uno de los hombres más sanos que yo haya podido conocer. Este hecho y diversos acontecimientos que sucederían más tarde hicieron que me replanteara la teoría de que la vida puede estar dirigida por el azar, para llegar a la conclusión de que podría estar marcada por un destino ya fijado.