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jueves, 15 de noviembre de 2012

El vendimiador. Parte 1



Saludos cordiales tenga usted, mortal. Me encanta eso de llamarle mortal aún a sabiendas de que yo, como usted, también tengo fecha de caducidad, como los yogures. En el fondo los seres humanos somos unos enormes yogures andantes, con capacidad oratoria y todo esto. Hay yogures y yogures, claro está, pero salvo unos pocos que viven a otros niveles y son los que anuncia Coronado, todos estamos en la misma esfera. Pero bueno, creo que me he ido un poco del asunto. Quería decir que eso de mortal me encanta y que ya sé por un momento cómo se sienten Dios, Alá, Buda y todos esos seres inmortales que se dedican a jugar con nosotros desde arriba como si fuéramos clicks de Play Mobil. Me siento poderoso, me siento con fuerza, con garra… Me siento tan bien y altivo que si pudiera superar la barrera física del papel y me dignara a bajar de los cielos le estrecharía efusivamente la mano, mortal, lo que para usted sería todo un honor…

En fin, a continuación voy a relatarle un hecho impresionante que no merece pasar al olvido y que por lo tanto debe pasar a los anales (qué palabra más fea) de la Historia Universal del ser humano, junto con otros grandes acontecimientos (y a cada cual más importante) como la imprenta, la teoría de la relatividad, la caída del muro de Berlín o el ascenso a Primera División del Cádiz Club de Fútbol hace unos cuantos años ya. Lo suyo, estimado amigo, a la hora de comenzar un relato es iniciarlo por el principio, ya que hacerlo por el final, además de incongruente, resulta complicado. A menos, claro está, que seas un genio como el guionista de Memento y te salga un peliculón yendo de adelante hacia atrás y dando más vueltas temporales que David Bisbal bailando el Bulería, bulería. Como yo no soy un genio (no salí de una lámpara) voy a empezar por el principio, siguiendo una estructura más bien lineal y convencional.

Por todo esto y para la mejor comprensión de mi relato y de las circunstancias personales en las que me hallo, considero de buena educación a la par que lo correcto comenzar presentándome a mí y explicando brevemente algunos de los elementos acaecidos durante mi complicada vida. Me llamo Gumersindo Herrera, pero ustedes pueden llamarme como quieran. Bueno, no… Menos Mari Carmen, pueden llamarme como quieran. Sin ir más lejos, mis amigos me llaman Sindo, los niños del barrio me llaman Herre, los alegres yonkis del campo de fútbol que hay cerca de donde vivo (que tienen una filosofía de vida la mar de interesante: la droga mata, pero el deporte da vida, así que hago las dos cosas al mismo tiempo y compenso…) me llaman Gumer y las mujeres… Las mujeres directamente no me llaman, cosa que no comprendo, porque soy un David Beckham, un Adonis de rubios cabellos en potencia, un Narciso sin caerse al río… Hablando en plata, estoy tan bueno que no me toco ahora mismo porque de hacerlo se me correría todo el maquillaje, que uno además de guapo por naturaleza es un metrosexual de esos…

También si gustan vuestras mercedes pueden llamarme Món, Fantasmón… El hecho de que las mujeres no me llamen se debe a que soy un individuo bastante feo… Bueno, feo no… Sólo, difícil de ver. Es un simple matiz lingüístico, pero que queda mejor que feo. Mi madre cuando nací no sabía si quedarse conmigo o con la placenta. Con eso creo que está todo dicho.

Resido en una mansión situada en los extrarradios de la ciudad (que por si no les gusta el relato que en breve procederé a contarles no diré cuál es, para que no me busquen iracundos con el objetivo de partirme las piernas o cualquier otra parte de mi estructura ósea) con mi querido hermano Jorge. La casa es envidiable, de revista, sólo nos falta tener al Ambrosio con la bandeja de bombones para que parezca la mansión de la Preysler. Además del mayordomo, para que mi residencia se pareciera en algo a la de esta señora filipina necesitaría unos cuantos metros cuadrados más, un jardín y a ser posible no tener peleas de bandas callejeras noche sí y noche también, lo cual es comprensible porque no hay nada más problemático en esta vida que abandonar las rutinas y las costumbres adquiridas durante años y años. Es lo que tiene vivir en el extrarradio, que la gente es muy amable, muy simpática, pero tiende a solucionar sus problemas a base de pistoletazos o navajazos.

En verdad vivimos mi querido hermano y un servidor en un barrio marginal y en una vivienda de estas que se asemejan enormemente a las de protección oficial del Gobierno. No sé los metros cuadrados de los que disponemos para vivir un servidor, mi hermano, la colonia de cucarachas que se han adueñado del baño y los gatos callejeros que de noche se cuelan en mi habitación para retozar felizmente, pero vamos, son pocos metros cuadrados para todos los que vivimos ahí. A veces tenemos conflictos con las cucarachas, otras con los gatos, a veces con los dos… Otras veces nos vemos metidos en mitad de peleas de gatos y cucarachas, que luchan a muerte por un par de centímetros cuadrados de más y claro, uno se siente mal porque no sabe a favor de quién intervenir. Al final se les acaba pillando cariño.

Debo decirles que no siempre hemos vivido así. Hubo una época en la que éramos casi felices. Fue más o menos en la infancia, en esa etapa que los grandes estudiosos de la materia gustan llamar como “primera infancia”. Ahí fui feliz, verdaderamente feliz. Era un crío despierto, que suplía su fealdad natural con un desparpajo sorprendente para alguien que apenas se levantaba un palmo del suelo y que tenía un futuro brillantísimo por delante. Pero amigos, esta vida me ha demostrado que hay una máxima que se cumple siempre a rajatabla: lo bueno dura poco. Esta felicidad me duró seis años, justo cuando mi padre cometió un error de cálculo enorme.

Mi padre trabajaba como cirujano especializado en trasplantes de órganos y mi madre era una reputada abogada criminalista a imagen y semejanza de las actrices de series del palo de CSI o Bones pero con menos medios y en la vida real. Vivíamos sin problemas y nos gustaba ir a veranear a sitios de alto copete: Ibiza, Benidorm, Torrevieja… El año que ocurrió la hecatombe íbamos a irnos a un lugar misterioso, que apenas era conocido por la gente y por las altas esferas de la política nacional, que por buen nombre recibía (y creo que sigue recibiendo) Teruel. Después de una ardua discusión con mi señora madre, la cual no estaba muy por la labor de ir hacia tierras turolenses en el jet privado, mi padre se acercó a la estación de autobuses para comprar cuatro billetes.

Ir con el populacho, con la plebe, era algo que le irritaba enormemente. Un médico de prestigio como él con un jet privado a su completa disposición no tenía que ir a Teruel, el auténtico Triángulo de las Bermudas de España, en autobús, aguantando vomitonas ajenas y los vaivenes de los baches que surcan sin fin la red de carreteras del Estado. Cuando fue a pedir los billetes algo lo sorprendió enormemente y lo asustó: el individuo que despachaba

detrás de la ventanilla era más feo que el culo de un mandril, que el feo de los hermanos Calatrava y que un servidor (lo cual son palabras mayores de fealdad) Tras comprar los cuatro billetes que nos llevarían al paraíso aragonés, mi padre, muy creyente él, fue corriendo a la iglesia más cercana para confesarse y de paso, solicitar un exorcismo para el pobre trabajador de la estación, ya que algo tan feo no podía ser de este mundo y estaba bastante claro que era una obra de Satanás o del Bajísimo, que va siendo lo mismo.

Tras mucho caminar y presa del nerviosismo, acabó entrando en un convento, donde tras persignarse le preguntó a una monjita pequeña, regordeta y más arrugada que un garbanzo por el servicio de exorcismos de la hermandad monjil. La madre superiora, que con la pertinaz crisis económica que estaba asolando a la nación en aquellos momentos, tenía overbooking de existencias de dulces navideños y por temor a que se pusieran malos y no pudiera hacer negocio con ellos, trató de endilgarle a mi padre parte del excedente que tenían en el almacén guardado. Tras un diálogo de corte besuguiano en el que ambos hablaban de cosas totalmente diferentes (mi padre pidiendo a gritos un exorcista y describiendo la horrible cara del vendedor de la estación y la madre superiora a lo suyo, hablando de las bondades de los dulces que habían hecho con la ayuda de Dios y que si Dios había ayudado, tenían que estar buenos porque Dios era mejor cocinero-repostero que Ferrán Adriá y Eva Arguiñano juntos y además, añadió, que estaban tan ricos que de no haber mediado el Altísimo en su elaboración podrían considerarse de pecado) mi padre acabó comprando cerca de veinte cajas de dulces y fue entonces cuando la madre superiora accedió a acercarse al servicio de exorcismos del convento, que estaba en la planta superior del templo junto al servicio de atención al cliente.

Antes de subir las escaleras que llevaban al departamento de exorcismos, la madre superiora accionó un sistema de campanas que entretuvieron a mi padre con música de fondo durante la espera. Mi señor padre pudo disfrutar de grandes clásicos de la música de los años ochenta tocados por las campanas del convento como Sweet Dreams o Take on me. Precisamente cuando estaba totalmente extasiado rememorando ese temazo de Aha, apareció ella… Era una mujer impresionante, de estas de las que quitan el hipo, que en el argot actual podría catalogarse de buenérrima. Pelirroja, guapa de cara, pechos turgentes que se adivinaban por debajo del hábito monjil… Una delicia de mujer. Se llamaba Ekiñe y tras haber sido una estrella del bar de striptease Las zorrupias del romero se había dado cuenta de que era algo más que un pedazo de carne, de que tenía un lado espiritual tan importante como su despampanante físico y tras arrepentirse convenientemente de su pecaminosa vida pasada había ingresado en el convento. Como era la única que había sucumbido al pecado carnal en su vida pasada, la dejaron a cargo del servicio de exorcismos.

Le contó todo esto a mi padre mirándolo a los ojos, con un talante muy serio y al preguntarle sobre el motivo de su visita, mi progenitor apenas pudo emitir un gruñido ininteligible. Se había olvidado por completo del exorcismo y del engendro de la estación y sólo tenía ojos para Ekiñe. Finalmente la cosa se desmadró y acabaron liados. Mi padre al volver a casa se sintió culpable y le contó palabra por palabra (y tal cual se lo he reproducido a ustedes hace un instante) la historia a mi madre, que montó en cólera y se divorció de él en el acto.

Una vez separados, tomaron caminos diferentes. Mi padre sacó a Ekiñe, la monja exorcista, del convento y se fue a vivir con ella y mi madre tiró hacia los Estados Unidos para hacer uso de sus conocimientos criminalistas en algo más lucrativo que la investigación: los guiones de cine y televisión. ¿Y nosotros qué? Pensará el avispado lector… A nosotros nos acabaron dando por donde la espalda pierde su buen nombre, dicho más o menos con finuras para no escandalizar a nadie. Se olvidaron por completo de mi hermano Jorge y de mí y acabamos viviendo en la calle y en la mayor de las inmundicias. Debido a ello nunca pisé una escuela y acabé realizando trabajos extrañísimos, a saber: sexador de pollos, cobrador del frac, estilista e informador de la prensa rosa.

Actualmente vivo de realizar terribles apuestas culinarias con la gente (una vez me aposté con un individuo cerca de quinientos euros (que debo decir que no tenía y que de haber perdido la apuesta lo hubiera pasado muy malamente) para demostrarle que era capaz de comerme de una sentada tres docenas de huevos fritos) y de vender mi cuerpo hecho para el pecado durante las noches en cualquier esquina. Ni que decir tiene que no tengo éxito ni con mujeres (que son mi primer objetivo) ni con hombres (que estamos en tiempos de necesidad y uno no le hace ascos a nada, que en tiempos de guerra cualquier agujero es trinchera y doscientos billetes son los mismos viniendo de un hombre que de una mujer)

Vivimos pues, de lo que saco con las apuestas culinarias y del dinero que las protectoras de mi hermano Jorge le suministran para que se compre caprichos. Mi hermano, al contrario que yo, es un tío bastante guapo. Digo lo de bastante guapo para no resultar vulgar, porque en verdad el condenado es guapo que te cagas, vamos. El problema de mi hermano es que tiene síndrome de hidalgo español de tiempos pasados y no trabaja. Se dedica a fornicar con bellas y ricas mujeres de noche y a dormir de día en nuestra tremenda mansión. No saben ustedes cuánto lo envidio.

Cuando no duerme, mi querido hermano Jorge se dedica a ver la televisión que le regaló la cincuentona generosa con la que lleva cerca de tres años saliendo con simultaneidad a siete mujeres más de diferentes edades y misma condición social o a escribir relatos sobre gente fea para que no me desanime y siga adelante. Me quiere mucho.

Tanto me quiere que a sus muchos quehaceres extracurriculares, ha incluido también el de casamentero o alcahuete, lo cual no es tarea fácil teniendo en cuenta que tiene que encontrar una moza a la que no le importe mi aspecto físico. Reconozcámoslo: los feos sólo tienen éxito entre las mujeres si tienen una personalidad arrolladora o mucho dinero. Incluso, para tener una mínima posibilidad de estar con una fámula, deben darse las dos condiciones juntas. Y poseerlas además en grandes cantidades. No vale con tener algo de dinero, hay que tener dinero a raudales. Tampoco vale con una personalidad atrayente, tiene que ser cautivadora. Y por mucho que me pese, yo no tengo ni una cosa ni la otra.

Además, hay otra cosa que pesa más que todos mis defectos y, o, u carencias: ellas. Mi hermano elige mujeres que no me van para nada. Son muy guapas, con muchas curvas, están todas y cada una de ellas como un tren de mercancías que circula a gran velocidad por las vías, pero tienen muy poca conversación. A mí, que una mujer sea más o menos guapa me da igual, teniendo en cuenta que yo no soy ningún George Clooney o cualquier otro sex symbol del mundo de la pantalla no me voy a poner exigente, pero debe tener

un mínimo de cabeza y saber sostener un coloquio más o menos ameno. No pido mucho más, aparte de que la susodicha sea capaz de aguantarme, aunque eso es un plus al que tampoco le doy la mayor importancia, si puede conversar en condiciones ya que me aguante o no, también me importa bien poco. Para terminar de aclararles el asunto, les diré que las chicas con las que Jorge pretende emparejarme tienen menos conversación que un Pokémon. Y eso son palabras mayores.

Para que terminen de hacerse a la idea, les voy a contar lo acaecido en la última cita que me organizó mi hermano. Fue con una prima de una de sus protectoras y acabamos yendo a un bonito restaurante familiar donde te sirven carne de vacuno acompañada de ensalada y otros enseres, estando todo ello (carne y enseres) entre dos trozos de pan. En otras palabras, acabamos yendo a una vulgar hamburguesería, que pagaba yo y el bolsillo no lo tengo para muchos gastos. Tras pedirle a un dependiente con la cara llena de granos una hamburguesa vegetal para ella y el menú infantil para un servidor (por petición expresa de Jorge, que lo pasa especialmente bien jugando con los souvenires que regalan para los niños junto a la consumición) nos sentamos en una mesa y allí comenzó el martirio.

La chica se llamaba Sonia y era alta, delgada, rubia, de ojos azules, nariz chata, labios carnosos, cuello largo y enhiesto… Ya no daré más detalles porque la cosa podría calentarse y no es plan. Debía estar muy desesperada o haber acudido a nuestra cita en un estado de embriaguez superlativa, porque mientras yo estaba dando buena cuenta de la hamburguesa en miniatura que me había pedido, me cogió de la mano y mirándome fijamente a los ojos me preguntó lo que sigue:

-¿Crees en el amor?

La susodicha cuestión me dejó patidifuso y como yo no quería muchas cuentas con ella, le respondí:

- No, en absoluto.

- ¿Por qué no? – Insistió Sonia.

- Porque… - Cavilé un instante. – Porque eso que tú llamas amor no es más que un subterfugio que usamos los seres humanos para camuflar nuestros más viles instintos.

- Pues aquí donde me ves – dijo ella sin inmutarse lo más mínimo y sin darse cuenta que de seguir por esos derroteros muy malamente nos iban a ir las cosas – soy la prueba irrefutable de que el amor existe.

Y ahí la lió la pobre Sonia. Soy un desequilibrado, no tenía muchas ganas de quedar con ella porque las historias que organiza mi hermano siempre acaban igual y ya encima la temática conversacional por ella elegida no había sido la más acertada. La miré muy serio, de arriba abajo, de izquierda a derecha, de frente, de perfil… Fue un minucioso examen de su fisonomía tras el cual dije:

- ¿Estás segura de que no fuiste un accidente?

Sé lo que estará pensando el lector: qué cabronazo. Eso y mucho más. No estoy orgulloso de lo que pasó, no es propio ni de una buena persona ni de un caballero, pero así es la vida. Tienes un breve instante de enajenación mental y le haces daño a otra persona. El resto de la escena ya se la pueden imaginar: llantos, gritos y demás parafernalia. Para aparcar el asunto de los emparejamientos, decir que mi hermano no lo tiene nada fácil…

Y una vez presentados nosotros y ya que ustedes saben en qué circunstancias vivimos, no me queda otra que comenzar a hablarles de la terrible historia de la que fui protagonista hace unos cuantos años. Seguramente ustedes lo recuerden ya que fue algo que conmocionó a España entera, Cuenca y el extranjero… Voy a hablarles del caso del Vendimiador y de cómo me vi involucrado en él.

@diegombelmonte

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