domingo, 2 de diciembre de 2012
Siempre y cuando. Capítulo 1
No
había gente guapa, en Casa Manolo. Ningún rostro Margaret Astor de
dentuda sonrisa carmesí y pecho de pera gravitada descansaba su
turgente trasero en los carcomidas banquetas de desiguales líneas
mientras exudan bótox; tampoco las caras señoriales de carrilleras
patillas y huevera lateral que camuflan su latente homosexualidad
tras burladeros y puros, pañuelos de seda a modo de improvisadas
corbatas y copas de Barbadillo a ritmo de guitarra flamenca. Aquellos
preferían habitar otros barrios más coloridos de una Sevilla
decadente y vacía que reclamaba jarana a fuerza mayor con
posteriores exigencias de culpa y penitencia.
No.
En Casa Manolo los parroquianos se apoyaban en cansada fila sobre una
barra de melamina imitación caoba gobernada por la apatía,
mezclándose entre los olores y texturas de tocinos hacinados en
bloques retorcidos y amarillentos tras las botellas culillenas de
anís casero, coñac Terry y ginebra barata. Toda una colección de
vírgenes dolientes cuya contrición y morriña de tiempos mejores se
empujaba trago a trago, sucumbiendo a su propio abismo para resurgir,
copa en ristre, mostrando los contados dientes de sus ectoplásmicas
sonrisas.
Algunos
inconscientes se aventuraban a la ingesta de tapas frías; otros, los
habituales ya, hacía tiempo que habían estado en ese dudoso
equilibrio de la salmonelosis, recogían sus rostros en iguales
pliegues en señal de asco, deseándoles suerte en ésta -u otra-,
vida. Los menos, al café grumoso y azucarado, paliativo de
esfínteres obcecados y tuberías atascadas; los unos humanos, las
otras de poliestireno.
No
importaba la condición social; hombres todos, de mediana edad,
rebuscaban en sus bolsillos -como quien busca a Dios-, unos minutos
más en aquel paraíso de suelo de gres intuido bajo una uniforme
capa de cáscaras de avellana, serrín y algún que otro resto de ADN
voluntario; tiempo suficiente como para volver renovados de
espiritualidad al calor del hogar, junto a sus esposas e hijos, en el
mejor de los casos. En el peor, a golpe de callo.
En
realidad, el mundo de Perfecto estaba repleto de figuras como
aquéllas: lánguidas y deformes, ridículas, oscuras, gordas o feas.
Todo un capricho de la naturaleza más absurda cuyo único delito era
el haber nacido en el estamento sin privilegios: en el de la pobreza
heredada de pico y pala. Una clase media que va construyendo su
realidad a base de jirones y jirones, hasta completar un monstruo lo
suficientemente grotesco como para odiarse a sí mismo y, por
extensión, a todo y todos por doquier.
Incluso
él, de sangre mestiza -cóctel proporcionado de padre español y
madre irlandesa acomodada-, se había acostumbrado a esa sombra
rocambolesca de principios de los noventa en España, cuando la
derecha apuntaba ya maneras y la izquierda se aferraba a una rosa
ardiente que amenazaba con apagarse. Se había dejado caer,
simplemente, en la promesa de un plato de comida, un polvo ocasional
y una cama donde reposar sus huesos. No había aspirado tampoco a
más. Su trabajo, si ese término encajaba en su vocabulario, se
reducía a seguimiento de tipos en compañía de señoritas
neumáticas de escotes generosamente perfumados o señoras entradas
en tintes colgadas del brazo de jóvenes chaperos de flequillo
engominado, de aseguradoras con mucho dinero y poco compromiso, de
empresarios recelosos de sus socios, desaparecidos y encontrados, de
adolescentes en efervescente fiesta...; un interminable ir y venir
por calles y calles esperando hasta que el fluido de la vida, esto
es, la mentira absoluta, hubiese cumplido su cometido originario. Y
después, vuelta a empezar. Uróboros.
Perfecto
reclamó nuevamente el brebaje pastoso. El barman rellenó la copa,
desalojó la tiza de su oreja y anotó otra marca en su expediente
alcohólico. Luego marchó con pesadez digestiva. Perfecto apuró la
copa y se limitó a dejar reposar el líquido en su estómago. No se
percató de la presencia del hombre de color justamente a su lado. De
soslayo intuyó una enorme cicatriz en su cabeza; poco más.
-¿Señor
Blake? -espetó. -Busco al señor Blake... -continuó. Perfecto
titubeó antes de contestar.
-Depende
quien lo pregunte -contestó Perfecto al fin.- ¿Es de Hacienda...?
-Oiga
-dijo con voz queda.- ¿Está usted de broma? No soy ningún jodido
funcionario de Hacienda, ¿me entiende? Busco a Blake; Perfecto
Blake..., el huele-braguetas...
-Detective
privado, si no le importa.
-Ya,
bueno, ¿qué quiere que le diga? Me crié entre policías... -trató
de justificarse el tipo de la cicatriz en la cabeza.-Entonces, ¿es
usted el señor Blake?
-Puede...
-dijo Perfecto quedamente. Pudo entonces estudiar a su compañero de
barra: metro ochenta y largos, atlético a pesar de rondar los
cincuenta, ojos profundos, nariz achatada y labios carnosos
característicos de su raza negra, profundo mentón y con cara de
haber masticado plomo. Una enorme cicatriz rompía la composición de
su cabeza que no era precisamente simpática.
-Entenderé
que así es. Verá -dijo el tipo, aparentemente más calmado-. Tengo
un trabajo para usted, ¿me entiende? Un trabajo de verdad; nada de
perseguir rabos y conejos. Verá -continuó.- quisiera que
investigase un asunto, ¿me entiende? Un asunto muy importante. Pero
tendrá que hacerlo con discreción. Nada de putas ni
ensarta-chochos. Un trabajo serio, amigo. ¿Está interesado? Debería
venir conmigo. No, no. Debe hacerlo, ya. No pregunte; sólo
acompáñeme hasta el coche, ¿me entiende? Está ahí fuera, amigo.
No pregunte, ahora no.
Perfecto
se revolvió sobre su eje.
-Lo
siento, amigo. No suelo ir a ninguna parte con tipos que me sacan dos
palmos..., no quiero ser la putita del baile. Uno tiene clase...
El
tipo negro con cicatriz en la cabeza se acercó a la espalda de
Perfecto. Blake notó el cañón del revólver en el costado. Maldijo
en voz baja.
-Señor
Blake; no me obligue a hacer lo que no quiero -dijo. A Perfecto le
pareció todo lo contrario-. ¿Me acompañará ahora?
Perfecto
asintió con vehemencia. El tipo negro de cicatriz en la cabeza pidió
la cuenta; pagó y marchó con diligencia hacia la puerta. Perfecto
siguió sus pasos lamentando haber dejado guardada la Beretta en el
archivador metálico sueco de nombre impronunciable pero de precio
asequible. También el maldito móvil...
El
tipo negro de cicatriz en la cabeza esperó fuera, junto a una lujosa
berlina color crema. No supo Blake encontrar matrícula alguna;
tampoco identificar la marca del coche.
El
tipo negro de cicatriz en la cabeza abrió la puerta de la berlina al
paso de Perfecto. Entró y su compañero de barra cerró con fuerza
la puerta que, a todas luces, estaba preparada para aguantar
cualquier tipo de asalto armado.
Su
compañero de barra entró después. Puso las llaves en el contacto y
el coche emergió bramante. No miró, no habló. Sólo condujo. Sólo.
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Publicado por
Pilar Giralte (Aishabatgirl)
en
domingo, diciembre 02, 2012
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