Leyendo el sensacional relato de Jorge que sin duda sería todo un
hito para la historia de la literatura universal, cambiándola de cabo a
rabo, ya no sé si para bien o para mal, me quedé dormido en el sofá.
Esto lo comprobé porque a las seis de la tarde, cuando regresé de estar
entre los brazos de Morfeo, donde había estado soñando con príncipes que
tenían extremidades amputadas, estaba allí tumbado, con los papeles
tirados por doquier y destapado. Teniendo en cuenta que había estado
toda la noche sin manta o sábana alguna que cubriera mi cuerpo mientras
dormitaba salvaguardando el calor corporal, y antes de llegar a mi hogar
había vagado por las calles de la ciudad enfrentándome a un diluvio de
magnitudes bíblicas, al despertarme padecía todos los síntomas de un
mortífero constripado que amenazaba con tenerme en el dique seco una
larga temporada. Y teniendo en cuenta, una vez más, que la única fuente
honrada de ingresos que llegaba a mi casa era la que yo conseguía
valiéndome de métodos deshonestos, no podía permitirme estar en el dique
seco.
Para aquellos lectores que no sepan qué es eso de un
constripado, lo referiré a continuación, aunque espero que sepan
perdonarme las incongruencias de mi diagnóstico médico, porque yo no
tengo profesión alguna y de tenerla, pese a tener una caligrafía
horrible, no sería la de ejercer la medicina. Esto es así porque no
tolero ver sangre, ya sea propia u ajena. Un constripado viene a ser
como un constipado normal y corriente, pero en malo. Tan malo que en
lugar de quedársete asentado cual colono en el pecho, se te baja hasta
llegar a la zona abdominal o estomacal, lo que entre la gente de a pie
se conoce como tripa. Y las consecuencias del descenso de este ente
vírico a la tripa son nefastas, ya que se alía con la flora y la fauna
intestinal, provocándose ahí mismo una coalescencia interna que produce
que padezcas cosas tan divertidas como una sutil diarrea aderezada con
vómitos esporádicos. Estos síntomas que he referido bien podrían ser los
de una vulgar gastroenteritis, pero es que la constripación va más
allá. Parte de los virus que forman el grupúsculo maligno decide no
bajar a la zona estomacal y se queda en su sitio natural, lo que es
comprensible ya que si hay una cosa que dé auténtica pereza a un ser
humano es mudarse y supongo que los virus, que pese a no tener sexo
joden bastante, seguirán el mismo proceder. Así pues, un constripado es
una mezcla entre un constipado y una gastroenteritis porque coge, como
suele decirse, lo mejor de cada casa.
El caso, estimado lector,
es que me encontraba tumbado en el sofá empezando a sentirme bajo los
efectos de tan terrible enfermedad, que era algo que ni resultaba
agradable ni mucho menos me podía permitir. Aquella noche tenía que ir a
trabajar sí o sí porque necesitábamos el dinero de una manera
imperiosa. Temblando y prácticamente agonizante (en verdad me levanté
sin esfuerzo alguno, lo que pasa es que quiero darle un toque dramático
al relato, que siempre viene bien, y protagonizar un esfuerzo de
carácter hercúleo o incluso, titánico) me levanté del sofá,
desparramando papeles y todo lo que llevaba encima y me dirigí al
botiquín. Como no soy médico, sino paciente y además malo, hice algo que
los galenos y demás individuos que acostumbran vestir bata blanca
recomiendan encarecidamente no hacer: automedicarme.
Empecé a
coger toda pastilla que se me ponía por delante y sin más, la ingería.
De colorines, blancas, redondas, ovaladas, cuadradas, espongiformes,
alargadas, diminutas… No me dejé prácticamente una pastilla sin tomarme,
hecho que como referiré más adelante, tendrá unas nocivas consecuencias
para mi persona. Llegué a sentirme, ante tanta orgía pastillera, como
un invitado a una fiesta de Pocholo en Ibiza.
Después de agotar
las existencias de medicamentos que había en mi humilde morada y viendo
que empezaba a oscurecer, empecé a prepararme para mi inminente salida,
como si fuera un vampiro. Fui a mi cuarto, encendí la luz pese a las
protestas generalizadas de los gatos retozones que querían un mínimo de
intimidad y empecé a vestirme. Una vez me hube desnudado por completo me
di cuenta de algo sorprendente: la presencia de mi cuerpo sin ropa
había conseguido bajarle la libido a los gatos supra-hormonados que
habían tomado mi alcoba, porque habían parado de ir a lo suyo (porque
pese a las protestas iniciales habían continuado con su actividad aunque
estuviera la luz encendida) y se tapaban los ojos con las patas
delanteras.
Impresionante.
Como Dios me trajo al mundo abrí mi
pequeño armario carcomido y oteé el panorama en busca de algo apropiado
que ponerme. El objetivo estaba claro: hoy debía pillar algo más que un
resfriado y para ello mi indumentaria debía ser atrayente y llamativa.
Sin dudarlo un instante cogí el tanga de leopardo que encontré roto en
un cubo de basura y que, con paciencia, hilo y grapas, había dejado casi
como salido de fábrica y me lo puse. El dichoso tanga aleopardado me
incomodaba enormemente, pero la seducción es así… Antes muerto que
sencillo, aunque nunca entenderé por qué, si el amor se supone que es
ciego y, seguidor, por tanto, de Santa Lucía, la lencería es tan
popular.
Para seguir redundando en la idea de la falta de
sencillez a la hora de vestir, me puse a continuación unas medias de
rejilla llenas de carreras, rotos y zurcidos que, en honor a la verdad y
sin ánimo de tirarme flores, no me quedaban nada mal. Al contrario, al
verme en el espejo me vi sexy y poderoso y sentí un especial orgullo por
mis piernas. Las susodichas medias realzaban mis muslos y mis gemelos.
Encima de las medias me puse unos pantalones vaqueros rajados hasta
prácticamente la altura del muslo, que más que pantalones, deberían ser
tildados de cinturón ancho. Por lo que llevaba puesto en estos momentos
muchos de ustedes podrían catalogarme como un auténtico putón verbenero.
No se corten y háganlo, que yo soy el primero que se lo dice y no me va
a molestar que lo digan vuestras mercedes, que cosas peores en esta
vida me han dicho y además, no es ninguna mentira.
Pensé en no
ponerme camiseta alguna y dejar mi portentoso torso al descubierto,
faltándome sólo llevar colgado del cuello un cartel que dijera: “creo
que es obvio, pero ofrezco mi cuerpo por dinero”. Pero ya lo había hecho
otras veces, tanto lo de ir descamisado como lo del cartel y no me
había dado muy buenos resultados. Así que me puse una camisa de cuadros
rojos y blancos, que ayudó a suavizar un poco mi llamativo aspecto. De
todos modos estaba provocador, no me lo nieguen.
Me atusé un poco
los cabellos, apagué la luz de la habitación para regocijo de los
felinos acantonados en él y de esta guisa salí a la calle. Nada más
poner un pie en ella, un pensamiento profundo, a la par que filosófico
cercenó mi mente y pasó por ella como un rayo:
- ¡Ostia, qué frío hace!
Ya
ven ustedes que cuando a mi media neurona le da por funcionar ocurren
milagros. De tener otra media más, es decir, la neurona entera, sin duda
sería un premio Nobel en potencia. Para que terminen de hacerse a la
idea, hacía más frío que en la comunión de Pingu. En un primer arrebato
de cordura pensé que en una noche tan fría nadie en su sano juicio
saldría en busca de un travesti horrible en un barrio marginal. Pero
después, pensé que de salir gente, debería ser en una noche tan fría y
desapacible, buscando cualquier cosa con la que calentarse. Y tenía
claro que esa “cualquier cosa” con la que los transeúntes ansiaban
entrar en calor era yo, así que con este pensamiento e imaginándome ya
el dinero que me iban a pagar, caminé. Ya les he dicho que sólo tengo
media neurona.
Crucé la gran carretera que sesgaba mi barrio por
la mitad y llegué a la acera de enfrente, que no era la residencial y
por tanto, más marginal si cabe que el lugar donde estaba ubicado mi
palacio. Era esa la zona mayor de trapicheos, donde se producían la
mayor parte de los robos, asesinatos y compra-venta de drogas, servicios
de índole sexual, bicicletas y cromos de fútbol. Era, asimismo, una
zona que solía estar muy concurrida a esa hora, y por lo general a
cualquier hora porque se trataba de nuestro Wall Street particular y
carecía de horario, pero se ve que por el frío polar que hizo esa noche
no había ni un alma.
Este hecho no me desanimó porque de haber
estado concurrida como siempre solía estar no me hubiera parado allí a
vender mi pobre cuerpo, por ser esa zona principal, además de
bulliciosa, peligrosa en grado sumo. Por lo tanto, pasé de largo y dando
la vuelta a todo el perímetro del “área comercial” proseguí con mi
ronda nocturna. Mis pasos me llevaron a una rotonda con una enorme
fuente coronada en una escultura horrible, esculpida sin duda por algún
artista contemporáneo sin talento. Los miembros del ayuntamiento
encargados de la decoración de la rotonda habrían pensado que como esto
era una zona marginal y por tanto, dejada de la mano de Dios, los allí
residentes no tendríamos sentido del buen gusto y por eso colocaron esa
horrible escultura. Que sepan los líderes del consistorio que vivimos
aquí, es este barrio tan malo, porque no tenemos medios económicos para
más, que de tenerlos, que no les quepa duda que viviríamos en enormes
chalets adosados de siete plantas por lo menos. Además, una cosa es
carecer de medios económicos y otra muy diferente ser tonto, y esa
escultura era una abominación. Para colmo de males, no contentos con
habernos plantado esa monstruosidad en las narices, o al menos en la
rotonda, habían cortado el agua de la fuente por tiempo indefinido
porque la gente del barrio había cogido la costumbre de en ella bañarse
en vez de hacerlo en sus hogares.
Una vez llegué a la rotonda
coronada por la escultura, que no me cabe la más mínima duda de que
había causado más de una retinosis en los desgraciados ojos que tuvieron
el infortunio de posarse en ella, pasé de largo y torcí a la izquierda.
Caminé por espacio de un cuarto de hora hasta llegar a mi destino. Era
una callejuela angosta y mal iluminada, que olía a basura porque en ella
había varios contenedores destinados a almacenar los desperdicios, en
los que en las noches infructuosas acababa rebuscando para rescatar algo
y usarlo en mi provecho. Normalmente este recoveco solía estar
desierto, ya fuera por el mal olor, la escasa iluminación o una mezcla
de ambas, pero en esta ocasión estaba de suerte: había alguien.
Un
hombre estaba al fondo del callejón con un perro junto a los cubos de
basura. A medida que me iba aproximando a él empecé a pensar que estaba
loco o, al menos, no todo lo cuerdo que debería, por varios motivos a
cada cual más importante, como por ejemplo su vestimenta. El individuo
vestía una camisa blanca, encima de la cual llevaba un chaleco sin
mangas de color negro. Llevaba unos pantalones de pana o algún material
similar arremangados que dejaban al descubierto unos gemelos más propios
de un deportista de elite, como los de Roberto Carlos, ese fantástico
lateral zurdo brasileño del Real Madrid que en su tiempo libre componía y
cantaba, haciendo las delicias de nuestras madres. En la zona abdominal
y enganchando el pantalón a la camisa, llevaba puesto un fajín colorado
o carmesí y en la cabeza, una boina negra. Pero lo más desconcertante
de todo eran sus zapatos: unas botas militares de tacón alto y que
relucían en la oscuridad, quizás por estar hechas de metal.
Un
segundo detalle que me hizo pensar que ese hombre no estaba muy bien de
la cabeza fue el perro. Se trataba de un rottweiler blanco con las
orejas negras y dientes afilados y puntiagudos que vestía igual que su
amo. La boina, el chaleco, los pantalones… El perro llevaba calzadas
hasta cuatro botitas militares que también relucían en la oscuridad de
la noche. Si ya el hecho de ponerle un chaleco o una mantita por encima
cuando hace frío a un chihuahua o a cualquier otra rata de tamaño mayor
que merezca el calificativo de perro me parece repugnante, el ver a este
rottweiler vestir tal y como lo hacía su amo me parecía detestable. Los
perros son perros y deberían dejarlos vestir como tales, es decir, sin
ropa.
Y para acabar, el tercer detalle que me hizo darme cuenta
de que ese hombre era un demente, fue ver que hablaba con el perro, pero
como si estuviera manteniendo una conversación con él. Estaba muy
asustado, porque no me gustaban ni su indumentaria ni su amenazador clon
perruno, pero pese a mis reticencias seguí acercándome a él con la
intención de, y perdonen la expresión, llevármelo al huerto. La extrema
necesidad tiene estas cosas.
A medida que me acercaba a él pude
vislumbrar mejor sus facciones, que correspondían a las de un hombre
maduro, de unos cincuenta y cinco años (año arriba, año abajo) con unos
ojos negros penetrantes y una nariz recta y bien proporcionada. Era alto
y se le veía en forma. Estaría loco de atar, pero en contraprestación
era guapete. Ya de ser una mujer sería tremendo, pero bueno, nunca
llueve a gusto de todos. Cuando ya iba a empezar a seducirle ocurrió lo
peor: apareció Germán.
Considero oportuno, llegados a este punto,
detener un instante la narración y, o, u exposición de los hechos
ocurridos esa noche para hablarles breve y sucintamente de Germán, el
energúmeno que de la nada, como una seta, había aparecido. ¿Cómo
describirles a Germán? Ya he dicho que se trataba de un energúmeno, que
con eso podría valer, pero debería decirles algo más sobre él. Aparte de
ser un energúmeno, Germán era el líder moral y espiritual de los
rateros, mangantes y macarras del barrio.
Era el que más mandaba,
el que mas autoridad tenía y también, el más bruto de todos. Respetado
por todos e intocable. Querido y temido a partes iguales. Si tenías
algún problema con él estabas perdido. Su brutalidad era legendaria y no
paraba hasta lograr su objetivo: desvalijarte por completo. Como la
Muerte, que a todos nos acaba igualando, Germán no hacía ningún tipo de
distinción: robaba a amigos y enemigos, a ricos y pobres, a grandes y
pequeños,
a poderosos e indefensos, a ancianos y a niños… Y siempre salía
victorioso. Tener a Germán cerca era señal de peligro constante.
Yo
había tenido previamente un par de encontronazos con él que se saldaron
con un resultado terrible: como no llevaba dinero, me quitaba toda la
ropa, que como no le venía bien por ser yo un alfeñique y él un
auténtico armario empotrado, acababa quemando en mi presencia, para su
regocijo y mi tristeza. Pese a todo colaboraba con él y a veces, le
pedía quemar yo mi ropa, porque más valía colaborar y volver a casa
desnudo que hacerlo desnudo y con una puñalada.
Germán era un
auténtico veterano en el oficio, había empezado a robar desde niño y
ahora, al borde de la jubilación, seguía en ello, me da a mí que más por
costumbre que por verdadera necesidad. Pese a frisar la edad de la
retirada, le pasaba como a los buenos vinos: mejoraba con los años.
Tenía una cabeza pequeña, rapada y con una frente ancha. Sus ojos eran
pequeños y su nariz, chata. Tenía una boca grande de la que faltaban
algunos dientes y las mejillas surcadas por cicatrices, que según cuenta
la leyenda urbana, se había hecho él mismo para demostrar que si se
mutilaba a sí mismo, a los demás sería capaz de hacerles cualquier
barbaridad. Era muy alto y, como ya he dicho, corpulento.
Una vez
ustedes ya saben quién es Germán, retomaré el relato por donde lo dejé.
De la nada apareció el mastuerzo y yo, lamentándolo mucho por mi
posible cliente, hice todo lo posible por apartarme del campo visual del
ladrón. Como con la ropa que llevaba puesta no podía correr, acabé
escondiéndome detrás de un cubo de basura dispuesto a esperar a que
pasara el chaparrón y que con suerte, Germán no se percatara de mi
presencia. Estaba muy alterado y respiraba entrecortadamente. Si iba a
vender mi cuerpo infructuosamente en ese callejón abandonado, era para
evitar encontrarme con Germán, que rara vez solía frecuentar esa zona.
El
hombre del perro estaba de espaldas a Germán, que se acercó a él, le
tocó el hombro y dijo su rutinario discurso de apertura:
- Buenas
noches tenga usted, estimado viandante. Siento importunar su paseo
nocturno junto con su querida mascota, pero es que necesito ayuda, estoy
con el agua al cuello y ya sabe que en momentos de necesidad uno
importuna al prójimo todo lo que puede y más.
- Le escucho. – Dijo el hombre de los gemelos superlativos dándose la vuelta.
-
Gracias amigo. Me llamo Germán, hace poco salí de la cárcel, soy
heroinómano, mis padres han muerto y tengo el SIDA… ¿Podría darme algo?
La voluntad, buen hombre…
Germán dijo esto de carrerilla y con el
toque justo y necesario de expresividad. Era todo una sarta de mentiras
porque nunca había pisado la cárcel, puesto que era tan peligroso que
ningún policía se atrevía a ponerle la mano ni la pierna encima; no
tomaba drogas, estaba sano como un roble o una enorme secuoya americana y
sus padres haría décadas que habían muerto. Era un discurso que por
objeto perseguía el de causar una buena primera impresión y el de
enternecer al oyente, para ver si tenía dinero. El hombre del perro
mordió el anzuelo, porque sacó su billetera y tras rebuscar un rato, le
entregó unas monedas.
- Toma, Germán. – Dijo mirándole a los ojos.
-
No quisiera importunarle otra vez – comenzó a decir Germán mirando las
monedas – pero, ¿podría dármelas en monedas de euro? Es que el cambio
monetario me pilló en prisión y aún no estoy adaptado a pensar en euros y
a tratar con céntimos…
Otra excusa barata para determinar si el
individuo al que pretendía atracar tenía más dinero. La gente por lo
corriente solía inquietarse cuando Germán decía esto, pero el hombre del
perro, que debería tener horchata en las venas, ni se inmutó:
-
Claro, claro… Déjame ver si tengo más dinero… - Y empezó a rebuscar
hasta que sacó cuatro monedas de dos euros. – Toma, Germán. Espero que
te bebas algo a mi salud.
Y acto seguido se dio la vuelta,
dándole otra vez la espalda a Germán y siguió pendiente de su perro.
Germán tintineó las monedas en la palma de su mano, ya que sin duda el
botín obtenido no le parecía sustancioso y volviendo a tocarle el hombro
al hombre del perro, dijo:
- Perdona amigo, pero creo que no me has ayudado lo suficiente.
- ¿Te parecen poco ocho euros, amigo Germán? – Preguntó el hombre del perro dándose la vuelta.
- Es que creo que tienes más dinero…
-
Claro que lo tengo, he contabilizado al salir de mi casa con mi perro
unos ciento ochenta y ocho euros con treinta y dos céntimos, de los que,
tras haberte dado ahora mismo algo, se me han quedado en ciento ochenta
euros justos. Y no voy a darte más, lo siento.
- Vaya hombre… Yo
que quería hacer esto por las buenas y me vas a obligar a sacarte el
cuchillo jamonero… - Dijo Germán llevándose la mano a la parte delantera
de su pantalón.
- No me impresionas. – Dijo el hombre del perro. – Más bien me aburres…
- Ya está, te voy a sacar el cuchillo.
- Sácalo y te piso la cabeza. Te lo advierto, que el que avisa ni es traidor ni mal amigo.
- ¡Te voy a rajar! – Gritó perdiendo las formas el garrulo de Germán.
Acto
seguido terminó de llevarse la mano al pantalón, sacó algo e hizo el
ademán de hincárselo al hombre del perro. Yo ya me esperaba lo peor,
pero entonces el que iba a ser mi cliente dijo:
- ¿Con un boli?
Poco me vas a rajar tú a mí con un boli BIC. Como mucho puedes intentar
asfixiarme haciéndome tragar el capuchón.
- ¡Oh, mierda! – Dijo Germán. - ¡Me he equivocado! Me he dejado el cuchillo en casa…
Efectivamente,
Germán se había dejado su famoso cuchillo jamonero en su chabola y
había cogido por error un bolígrafo BIC de los de toda la vida. La
estupidez humana acababa de alcanzar un punto culminante.
- Ya veo, ya… - Se limitó a decir entre bostezos el hombre del perro.
-
Vaya hombre, no veas lo estúpido y lo mal que me siento. Oye – empezó a
decir el mangante – no vivo muy lejos de aquí. ¿Te importaría esperarme
para que coja el cuchillo, suelte el bolígrafo y pueda desvalijarte sin
más?
- En absoluto. Tanto mi perro como yo estaremos encantados de esperarte, ¿verdad?
- ¡Guau, guau! – Se limitó a decir el rottweiler.
- ¿Y cómo sé que no aprovecharás para huir de mí? – Preguntó Germán.
- Te doy mi palabra de honor de que te esperaré aquí.
- El honor es algo carente de valor en este mundo.
- Ya lo sé.
- Entonces comprenderás que no me fíe de ti. – Dijo Germán.
- Mira, Germán, no me voy a mover. No tengo nada mejor que hacer y tengo curiosidad por ver ese cuchillo jamonero tuyo.
- La curiosidad mató al gato, amigo mío.
- Ya verás como no me va a pasar eso. Si te quedas más tranquilo, te juro por lo más sagrado que no me moveré de aquí.
-
¿Y por el pijama de Espinete? – Preguntó Germán, a lo que el hombre del
perro respondió afirmativamente con la cabeza. – Vale, me has
convencido. Voy a mi casa a por el cuchillo. Procuraré no tardar, que
está feo hacer esperar a la gente… ¡Hasta dentro de un rato!
Tras
decir esto, el veterano maleante marchó con paso alegre y decidido
hacia su casa, momento en el que pensaba que el extraño hombre del perro
aprovecharía para poner pies en polvorosa, pero pensé mal. Para mi
sorpresa, el hombre del perro no se movió en absoluto, demostrándome ser
un hombre de palabra y honor, a la par que un demente, ya que sólo un
demente cumple su palabra en los tiempos que corren. Además, el hecho de
cumplir su palabra para que Germán le mostrara el legendario cuchillo
jamonero, que había pasado de generación en generación, en riguroso
orden de padres a primos, era doblemente demencial. Mientras no daba
crédito a lo que mis ojos habían visto, y seguían viendo por haberlos
tenido bien abiertos en todo momento, el hombre del perro se puso a reír
y a charlar animadamente con su rottweiler.
El perro debía ser
un cómico con todas las de la ley, porque su dueño no paraba de reírse a
mandíbula batiente. Reía tanto que creí que a Germán no le iba a dar
tiempo de matarlo con sus propias manos porque el gracioso rottweiler se
le habría adelantado. Pero no, el hombre del perro soportó estoicamente
el ataque de risa y al poco rato llegó Germán, corriendo y mostrando
alegre su cuchillo jamonero, sosteniéndolo encima de la cabeza como si
fuera un orco antes de la batalla.
- ¡Ya estoy aquí, ya estoy aquí! – Dijo Germán una vez hubo llegado. – ¡Mira lo que tengo, mira lo que tengo!
- Magnífico cuchillo.
-
En verdad se trata de una espada toledana muy corta, por eso la
empuñadura está tan currada, pero yo la uso como cuchillo jamonero.
-
Salta a la legua que se trata de una magnífica obra de artesanía. Eres
muy afortunado por tener algo así, Germán. ¿Verdad chico? – Preguntó
esto último dirigiéndose a su perro.
- ¡Guau, guau! – Fue la respuesta dada por el can.
-
Por cierto, ¿no habré tardado mucho, verdad? – Preguntó Germán
preocupado. – Que se nota que eres nuevo aquí, hace una noche muy
desagradable y pese a que en breve te voy a desvalijar por completo, me
sabía mal tenerte aquí perdiendo el tiempo.
- Nada, nada Germán.
No tengas cargo de conciencia alguno, que no has tardado mucho y además
mi perro ha amenizado la espera contándome un gran chascarrillo…
- ¿Tu perro? – Preguntó atónito Germán.
- Sí.
- ¿Tu perro te ha contado un chiste? – Volvió a preguntar Germán.
- Sí, además uno buenísimo. ¿Te lo cuento?
- Bueno… - Respondió Germán, que en ese preciso instante se dio cuenta de que tenía delante a un loco.
-
Mira Germán, esto es un calvo que entra a una peluquería y dice:
“perdón, me he equivocado”. – Nada más decirlo, el hombre del perro
prorrumpió en escandalosas carcajadas. - ¿A qué es bueno?
- Sí,
tu perro debería ir a la tele… Oye, ¿tú no habrás venido a parar a este
barrio con tanto dinero encima para comprar droga, verdad?
- No, no… - Respondió reponiéndose del nuevo ataque de risa. – Estoy aquí por un asunto familiar.
Así
se quedaron los dos un rato: Germán en silencio, escrutando incómodo al
hombre que tenía delante, porque no había nada peor que luchar contra
un loco que, como él, bien podía ser capaz de hacer cualquier cosa; y el
hombre del perro entre espasmos causados por la risa. Finalmente,
Germán rompió el silencio para decir:
- Bueno, venga, que he venido aquí para robarte.
- Te aviso que si lo haces no tendré más remedio que pisarte la cabeza…
Germán
sacó su cuchillo, se colocó en posición de ataque, dio un salto al
frente y cuando iba a clavarle el cuchillo a su adversario, ocurrió algo
impensable: quizás debido al entendimiento existente entre un perro y
un hombre que visten igual, ambos, tanto can como dueño, realizaron una
perfecta coreografía para desarmar a su atacante. Justo cuando Germán se
iba a abalanzar sobre su amo, el perro apresó entre sus fauces la
pierna de apoyo del maleante, momento que aprovechó el dueño para
agarrar a Germán del brazo que blandía el cuchillo y ejercer presión
para que lo soltara, cosa que finalmente ocurrió. Una vez desarmado
Germán, el dueño, haciendo palanca y fuerza con su fiel perro, que
seguía mordiendo la pierna del agresor, consiguió tirarlo al suelo. Todo
esto que he referido ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, en apenas un
parpadeo. Germán había sido derrotado por primera vez…
Una vez en el suelo y mientras trataba de procesar todo lo que le había ocurrido, el hombre del perro le dijo a Germán:
- Te lo dije…
Y
tras mirar a su rottweiler buscando confirmación y tras recibir un
ladrido con el cual el can parecía darle su aprobación, alzó su bota
izquierda, mientras yo me fijaba en lo venosos que se habían vuelto sus
gemelos, para estamparla sin miramientos en la cabeza del pobre Germán.
Sonó un impacto duro, un crujir de huesos y el perro empezó a aullar
regocijado. Había cumplido con lo prometido una vez más, demostrando
asimismo que era un hombre de palabra, y le había pisado la cabeza a
Germán, que falleció en el acto.
Presencié el asesinato de Germán
muy alterado. No me esperaba que una vez desarmado su atacante, el
hombre del perro fuera capaz de hacer algo así. Estaba aterrado. El
extraño individuo se había destapado como un ser peligroso y agresivo,
más incluso que Germán, al que había asesinado sin miramientos y
valiéndose de una metodología muy desagradable a la par que poco
ortodoxa. No se podía ir por la vida pisando cabezas.
Desde mi
privilegiada posición parapetado tras los cubos de basura lo vi todo a
la perfección. La mirada de terror de Germán al ver aproximándose la
suela
metálica a su cabeza aún hoy, que han pasado años de los hechos que
narro, me persigue y me atormenta en sueños. Como estaba tan
relativamente cerca del cadáver, no tardó en llegar a mis pies parte del
reguero de sangre que emanaba del cráneo fracturado y astillado de
Germán. Antes comenté que no me gusta nada de nada la sangre: ni su
visión, ni su olor, ni su sabor, ni estar en contacto con ella. Esta
intolerancia mía hacia el líquido que fluye por nuestras venas, unida al
miedo a que el hombre del perro pudiera verme y decidir darme un fin
similar al de Germán para no dejar testigos, me hizo proferir un alarido
enorme de terror.
Grité tanto que debieron escucharme desde
Marte, y si me habían oído desde el espacio exterior, estaba más que
claro que el asesino, que estaba a mi lado, me había escuchado también.
Sabedor de que, o actuaba o algo muy malo podría pasarme, me levanté y
procurando ocultar mi rostro entre las sombras, tiré los cubos de basura
al suelo para obstaculizarlo y corrí como un atleta en las Olimpiadas.
Salí pitando del callejón y en vez de volver sobre mis pasos hacia la
rotonda coronada con la espeluznante estatua tiré por el otro lado.
Corrí sin rumbo fijo, sin importarme lo más mínimo el frío, la
incomodidad de mi atuendo o el no saber por dónde estaba transitando.
Sólo me importaba una cosa: salvar mi pellejo. Corría tanto que parecía
Forrest Gump o que me estaba preparando para participar en alguna
carrera popular como la San Silvestre Vallecana, pero me daba igual. Por
más que corría, no me sentía a salvo. Creía que en cualquier momento el
maldito rottweiler disfrazado me iba a apresar por el tobillo,
tirándome al suelo para facilitarle las cosas a su amo. Creía que si no
lo hacía el perro, imposibilitado por las cuatro botitas que llevaba
calzadas para correr a gran velocidad, sería el dueño quien terminaría
por capturarme para tirarme al suelo. Así que, debido a esas creencias,
aceleré el paso y corrí con más ganas, confirmándose que esto del dopaje
es efectivo, porque de no haberme tomado aquel arsenal de pastillas,
estoy convencido de que mi fondo físico no hubiera resistido tanto.
Corría
y corría, y mientras corría no paraba de mirar hacia atrás, temiendo
encontrarme, saliendo de entre las sombras, al maldito hombre del perro.
Para mi tranquilidad y sosiego, cada vez que giraba la cabeza para
mirar atrás, no había nadie ni se oía nada a lo lejos, lo que me animó a
correr más y más para terminar de despistar a mi posible perseguidor
del todo. Era noche cerrada y sólo se oían mis acelerados pasos, pero en
mi cabeza sonaba una y otra vez el crujir de los huesos craneales de
Germán al ser pisados con malas artes y saña. Corrí hasta llegar a una
carretera, giré la cabeza para ver si alguien me perseguía y crucé.
Tuve
que detenerme en seco porque por poco no me atropella un objeto que
inicialmente no pude identificar, pero que a posteriori resultó ser un
taxi. Sólo estaba dentro el taxista, que me miraba enfadado y le daba
mecánicamente al claxon. Presa del pánico abrí la puerta destinada al
asiento del copiloto y me senté al lado del enojado taxista.
-
¡Pero no ves que te vas a matar, panoli! – Me gritaba enfurecido. -
¡Antes de cruzar hay que mirar a ambos lados y no para atrás, como
estabas haciendo! Hay que estar en lo que hay que estar, hombre, que te
llego a atropellar y pese a ser culpa tuya por no estar en lo que debes,
se me cae el pelo…
El taxista siguió así un rato bastante
grande, tiempo que aproveché para serenarme y poner en orden mi cabeza.
El taxista era un hombre joven, con el
pelo rizado y barbita de
chivo que tenía las manos llenas de anillos. Cortando su perorata, le
pregunté que dónde estábamos, y para mi sorpresa había atravesado la
ciudad de cabo a rabo porque me encontraba en la salida norte de la
urbe, cuando yo había empezado a correr huyendo del hombre del perro en
la sur. Le pedí amablemente que me llevara a mi casa y tras pagarle por
adelantado una cantidad que él consideró adecuada teniendo en cuenta los
riesgos que entrañaba llevarme a donde le había pedido, nos pusimos en
marcha.
El taxi era pequeño, carecía de taxímetro y olía
asquerosamente a ambientador de pino. El taxista conducía
frenéticamente, saltándose semáforos y estaba más pendiente de la radio y
de comunicarse con algún compañero que de mí. Una vez avanzado el
viaje, me di cuenta de que estaba hambriento, porque mis tripas no
paraban de rugir. En un semáforo en el que extrañamente paró, el taxista
me dijo:
- ¿Qué, tienes hambre?
- Un poco.
- Si me das un poco más de dinero te doy algo para que sacies el apetito…
- ¿Qué tienes? – Pregunté rápidamente.
- Pirulas. Concretamente, pirulas de carita sonriente.
- Me da a mí que eso no alimenta mucho…
-
¡Qué va, qué va! ¡Si es lo más nutritivo que hay! – Dijo mientras
sacaba un par de la guantera. – Es la comida del futuro. Tecnología de
la NASA, amigo.
- No sé yo, ¿eh?
- ¡Que sí, que sí! Mira… ¿Tú sabes quién es Pedro Duque?
- ¿Pedro Duque? Pues claro que sí, hombre. – Respondí. - ¡El mejor astronauta español de todos los tiempos! Bueno, el único…
-
Bien, ya veo que sabes quién es. Pues Pedro Duque, en todas sus
misiones espaciales, se alimenta exclusivamente de pirulas de carita
sonriente…
La argumentación espacial del taxista me convenció y
me compré un par, que acto seguido me metí en la boca y tragué como un
pavo.
- Oye, estas pirulas no saben a nada…
- Eso es como
con la nouvelle cuisine: platos muy pequeños, reconcentrados, pero que
saber no saben a nada, o al menos, a nada bueno. – Me dijo el taxista
sin pestañear. – Eso del sabor y el paladar está sobrevalorado. ¿Qué más
dará si algo está rico o es vomitivo si lo que importan son los
nutrientes? Estas pirulas sabrán a rayos, pero tienen muchísimos
nutrientes: que si hierro, que si calcio, que si fósforo… ¡Hasta
elecaseinmunitas! Relájate y disfruta del viaje, hombre.
No dije
nada, aunque creo que de haber tenido algo que decir hubiera sido
incapaz de articular palabra alguna. Intuía que el taxista se había
aprovechado de mi candidez y me había estafado, porque empezaba a notar
cómo bailaba todo a mi alrededor. Era una extraña sensación, y creía
estar dentro de un cuadro de Dalí.
Todo fluía, se derretía, cambiaba de
forma… No había materialidad física. Me daba que las pirulas de carita
sonriente eran una droga potente en verdad y que si Pedro Duque las
tomaba, sería en la Tierra para ver las estrellas sin necesidad de
subirse a un cohete espacial. Por si la pirula de tez sonriente no era
suficientemente potente, en mi cuerpo se había
@diegombelmonte
domingo, 16 de diciembre de 2012
3
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
0 comentarios:
Dí lo que piensas...