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domingo, 16 de diciembre de 2012

3

Leyendo el sensacional relato de Jorge que sin duda sería todo un hito para la historia de la literatura universal, cambiándola de cabo a rabo, ya no sé si para bien o para mal, me quedé dormido en el sofá. Esto lo comprobé porque a las seis de la tarde, cuando regresé de estar entre los brazos de Morfeo, donde había estado soñando con príncipes que tenían extremidades amputadas, estaba allí tumbado, con los papeles tirados por doquier y destapado. Teniendo en cuenta que había estado toda la noche sin manta o sábana alguna que cubriera mi cuerpo mientras dormitaba salvaguardando el calor corporal, y antes de llegar a mi hogar había vagado por las calles de la ciudad enfrentándome a un diluvio de magnitudes bíblicas, al despertarme padecía todos los síntomas de un mortífero constripado que amenazaba con tenerme en el dique seco una larga temporada. Y teniendo en cuenta, una vez más, que la única fuente honrada de ingresos que llegaba a mi casa era la que yo conseguía valiéndome de métodos deshonestos, no podía permitirme estar en el dique seco.

Para aquellos lectores que no sepan qué es eso de un constripado, lo referiré a continuación, aunque espero que sepan perdonarme las incongruencias de mi diagnóstico médico, porque yo no tengo profesión alguna y de tenerla, pese a tener una caligrafía horrible, no sería la de ejercer la medicina. Esto es así porque no tolero ver sangre, ya sea propia u ajena. Un constripado viene a ser como un constipado normal y corriente, pero en malo. Tan malo que en lugar de quedársete asentado cual colono en el pecho, se te baja hasta llegar a la zona abdominal o estomacal, lo que entre la gente de a pie se conoce como tripa. Y las consecuencias del descenso de este ente vírico a la tripa son nefastas, ya que se alía con la flora y la fauna intestinal, provocándose ahí mismo una coalescencia interna que produce que padezcas cosas tan divertidas como una sutil diarrea aderezada con vómitos esporádicos. Estos síntomas que he referido bien podrían ser los de una vulgar gastroenteritis, pero es que la constripación va más allá. Parte de los virus que forman el grupúsculo maligno decide no bajar a la zona estomacal y se queda en su sitio natural, lo que es comprensible ya que si hay una cosa que dé auténtica pereza a un ser humano es mudarse y supongo que los virus, que pese a no tener sexo joden bastante, seguirán el mismo proceder. Así pues, un constripado es una mezcla entre un constipado y una gastroenteritis porque coge, como suele decirse, lo mejor de cada casa.

El caso, estimado lector, es que me encontraba tumbado en el sofá empezando a sentirme bajo los efectos de tan terrible enfermedad, que era algo que ni resultaba agradable ni mucho menos me podía permitir. Aquella noche tenía que ir a trabajar sí o sí porque necesitábamos el dinero de una manera imperiosa. Temblando y prácticamente agonizante (en verdad me levanté sin esfuerzo alguno, lo que pasa es que quiero darle un toque dramático al relato, que siempre viene bien, y protagonizar un esfuerzo de carácter hercúleo o incluso, titánico) me levanté del sofá, desparramando papeles y todo lo que llevaba encima y me dirigí al botiquín. Como no soy médico, sino paciente y además malo, hice algo que los galenos y demás individuos que acostumbran vestir bata blanca recomiendan encarecidamente no hacer: automedicarme.

Empecé a coger toda pastilla que se me ponía por delante y sin más, la ingería. De colorines, blancas, redondas, ovaladas, cuadradas, espongiformes, alargadas, diminutas… No me dejé prácticamente una pastilla sin tomarme, hecho que como referiré más adelante, tendrá unas nocivas consecuencias para mi persona. Llegué a sentirme, ante tanta orgía pastillera, como un invitado a una fiesta de Pocholo en Ibiza.

Después de agotar las existencias de medicamentos que había en mi humilde morada y viendo que empezaba a oscurecer, empecé a prepararme para mi inminente salida, como si fuera un vampiro. Fui a mi cuarto, encendí la luz pese a las protestas generalizadas de los gatos retozones que querían un mínimo de intimidad y empecé a vestirme. Una vez me hube desnudado por completo me di cuenta de algo sorprendente: la presencia de mi cuerpo sin ropa había conseguido bajarle la libido a los gatos supra-hormonados que habían tomado mi alcoba, porque habían parado de ir a lo suyo (porque pese a las protestas iniciales habían continuado con su actividad aunque estuviera la luz encendida) y se tapaban los ojos con las patas delanteras.

Impresionante.

Como Dios me trajo al mundo abrí mi pequeño armario carcomido y oteé el panorama en busca de algo apropiado que ponerme. El objetivo estaba claro: hoy debía pillar algo más que un resfriado y para ello mi indumentaria debía ser atrayente y llamativa. Sin dudarlo un instante cogí el tanga de leopardo que encontré roto en un cubo de basura y que, con paciencia, hilo y grapas, había dejado casi como salido de fábrica y me lo puse. El dichoso tanga aleopardado me incomodaba enormemente, pero la seducción es así… Antes muerto que sencillo, aunque nunca entenderé por qué, si el amor se supone que es ciego y, seguidor, por tanto, de Santa Lucía, la lencería es tan popular.

Para seguir redundando en la idea de la falta de sencillez a la hora de vestir, me puse a continuación unas medias de rejilla llenas de carreras, rotos y zurcidos que, en honor a la verdad y sin ánimo de tirarme flores, no me quedaban nada mal. Al contrario, al verme en el espejo me vi sexy y poderoso y sentí un especial orgullo por mis piernas. Las susodichas medias realzaban mis muslos y mis gemelos. Encima de las medias me puse unos pantalones vaqueros rajados hasta prácticamente la altura del muslo, que más que pantalones, deberían ser tildados de cinturón ancho. Por lo que llevaba puesto en estos momentos muchos de ustedes podrían catalogarme como un auténtico putón verbenero. No se corten y háganlo, que yo soy el primero que se lo dice y no me va a molestar que lo digan vuestras mercedes, que cosas peores en esta vida me han dicho y además, no es ninguna mentira.

Pensé en no ponerme camiseta alguna y dejar mi portentoso torso al descubierto, faltándome sólo llevar colgado del cuello un cartel que dijera: “creo que es obvio, pero ofrezco mi cuerpo por dinero”. Pero ya lo había hecho otras veces, tanto lo de ir descamisado como lo del cartel y no me había dado muy buenos resultados. Así que me puse una camisa de cuadros rojos y blancos, que ayudó a suavizar un poco mi llamativo aspecto. De todos modos estaba provocador, no me lo nieguen.
Me atusé un poco los cabellos, apagué la luz de la habitación para regocijo de los felinos acantonados en él y de esta guisa salí a la calle. Nada más poner un pie en ella, un pensamiento profundo, a la par que filosófico cercenó mi mente y pasó por ella como un rayo:

- ¡Ostia, qué frío hace!

Ya ven ustedes que cuando a mi media neurona le da por funcionar ocurren milagros. De tener otra media más, es decir, la neurona entera, sin duda sería un premio Nobel en potencia. Para que terminen de hacerse a la idea, hacía más frío que en la comunión de Pingu. En un primer arrebato de cordura pensé que en una noche tan fría nadie en su sano juicio saldría en busca de un travesti horrible en un barrio marginal. Pero después, pensé que de salir gente, debería ser en una noche tan fría y desapacible, buscando cualquier cosa con la que calentarse. Y tenía claro que esa “cualquier cosa” con la que los transeúntes ansiaban entrar en calor era yo, así que con este pensamiento e imaginándome ya el dinero que me iban a pagar, caminé. Ya les he dicho que sólo tengo media neurona.

Crucé la gran carretera que sesgaba mi barrio por la mitad y llegué a la acera de enfrente, que no era la residencial y por tanto, más marginal si cabe que el lugar donde estaba ubicado mi palacio. Era esa la zona mayor de trapicheos, donde se producían la mayor parte de los robos, asesinatos y compra-venta de drogas, servicios de índole sexual, bicicletas y cromos de fútbol. Era, asimismo, una zona que solía estar muy concurrida a esa hora, y por lo general a cualquier hora porque se trataba de nuestro Wall Street particular y carecía de horario, pero se ve que por el frío polar que hizo esa noche no había ni un alma.

Este hecho no me desanimó porque de haber estado concurrida como siempre solía estar no me hubiera parado allí a vender mi pobre cuerpo, por ser esa zona principal, además de bulliciosa, peligrosa en grado sumo. Por lo tanto, pasé de largo y dando la vuelta a todo el perímetro del “área comercial” proseguí con mi ronda nocturna. Mis pasos me llevaron a una rotonda con una enorme fuente coronada en una escultura horrible, esculpida sin duda por algún artista contemporáneo sin talento. Los miembros del ayuntamiento encargados de la decoración de la rotonda habrían pensado que como esto era una zona marginal y por tanto, dejada de la mano de Dios, los allí residentes no tendríamos sentido del buen gusto y por eso colocaron esa horrible escultura. Que sepan los líderes del consistorio que vivimos aquí, es este barrio tan malo, porque no tenemos medios económicos para más, que de tenerlos, que no les quepa duda que viviríamos en enormes chalets adosados de siete plantas por lo menos. Además, una cosa es carecer de medios económicos y otra muy diferente ser tonto, y esa escultura era una abominación. Para colmo de males, no contentos con habernos plantado esa monstruosidad en las narices, o al menos en la rotonda, habían cortado el agua de la fuente por tiempo indefinido porque la gente del barrio había cogido la costumbre de en ella bañarse en vez de hacerlo en sus hogares.

Una vez llegué a la rotonda coronada por la escultura, que no me cabe la más mínima duda de que había causado más de una retinosis en los desgraciados ojos que tuvieron el infortunio de posarse en ella, pasé de largo y torcí a la izquierda. Caminé por espacio de un cuarto de hora hasta llegar a mi destino. Era una callejuela angosta y mal iluminada, que olía a basura porque en ella había varios contenedores destinados a almacenar los desperdicios, en los que en las noches infructuosas acababa rebuscando para rescatar algo y usarlo en mi provecho. Normalmente este recoveco solía estar desierto, ya fuera por el mal olor, la escasa iluminación o una mezcla de ambas, pero en esta ocasión estaba de suerte: había alguien.

Un hombre estaba al fondo del callejón con un perro junto a los cubos de basura. A medida que me iba aproximando a él empecé a pensar que estaba loco o, al menos, no todo lo cuerdo que debería, por varios motivos a cada cual más importante, como por ejemplo su vestimenta. El individuo vestía una camisa blanca, encima de la cual llevaba un chaleco sin mangas de color negro. Llevaba unos pantalones de pana o algún material similar arremangados que dejaban al descubierto unos gemelos más propios de un deportista de elite, como los de Roberto Carlos, ese fantástico lateral zurdo brasileño del Real Madrid que en su tiempo libre componía y cantaba, haciendo las delicias de nuestras madres. En la zona abdominal y enganchando el pantalón a la camisa, llevaba puesto un fajín colorado o carmesí y en la cabeza, una boina negra. Pero lo más desconcertante de todo eran sus zapatos: unas botas militares de tacón alto y que relucían en la oscuridad, quizás por estar hechas de metal.

Un segundo detalle que me hizo pensar que ese hombre no estaba muy bien de la cabeza fue el perro. Se trataba de un rottweiler blanco con las orejas negras y dientes afilados y puntiagudos que vestía igual que su amo. La boina, el chaleco, los pantalones… El perro llevaba calzadas hasta cuatro botitas militares que también relucían en la oscuridad de la noche. Si ya el hecho de ponerle un chaleco o una mantita por encima cuando hace frío a un chihuahua o a cualquier otra rata de tamaño mayor que merezca el calificativo de perro me parece repugnante, el ver a este rottweiler vestir tal y como lo hacía su amo me parecía detestable. Los perros son perros y deberían dejarlos vestir como tales, es decir, sin ropa.

Y para acabar, el tercer detalle que me hizo darme cuenta de que ese hombre era un demente, fue ver que hablaba con el perro, pero como si estuviera manteniendo una conversación con él. Estaba muy asustado, porque no me gustaban ni su indumentaria ni su amenazador clon perruno, pero pese a mis reticencias seguí acercándome a él con la intención de, y perdonen la expresión, llevármelo al huerto. La extrema necesidad tiene estas cosas.

A medida que me acercaba a él pude vislumbrar mejor sus facciones, que correspondían a las de un hombre maduro, de unos cincuenta y cinco años (año arriba, año abajo) con unos ojos negros penetrantes y una nariz recta y bien proporcionada. Era alto y se le veía en forma. Estaría loco de atar, pero en contraprestación era guapete. Ya de ser una mujer sería tremendo, pero bueno, nunca llueve a gusto de todos. Cuando ya iba a empezar a seducirle ocurrió lo peor: apareció Germán.

Considero oportuno, llegados a este punto, detener un instante la narración y, o, u exposición de los hechos ocurridos esa noche para hablarles breve y sucintamente de Germán, el energúmeno que de la nada, como una seta, había aparecido. ¿Cómo describirles a Germán? Ya he dicho que se trataba de un energúmeno, que con eso podría valer, pero debería decirles algo más sobre él. Aparte de ser un energúmeno, Germán era el líder moral y espiritual de los rateros, mangantes y macarras del barrio.

Era el que más mandaba, el que mas autoridad tenía y también, el más bruto de todos. Respetado por todos e intocable. Querido y temido a partes iguales. Si tenías algún problema con él estabas perdido. Su brutalidad era legendaria y no paraba hasta lograr su objetivo: desvalijarte por completo. Como la Muerte, que a todos nos acaba igualando, Germán no hacía ningún tipo de distinción: robaba a amigos y enemigos, a ricos y pobres, a grandes y
pequeños, a poderosos e indefensos, a ancianos y a niños… Y siempre salía victorioso. Tener a Germán cerca era señal de peligro constante.

Yo había tenido previamente un par de encontronazos con él que se saldaron con un resultado terrible: como no llevaba dinero, me quitaba toda la ropa, que como no le venía bien por ser yo un alfeñique y él un auténtico armario empotrado, acababa quemando en mi presencia, para su regocijo y mi tristeza. Pese a todo colaboraba con él y a veces, le pedía quemar yo mi ropa, porque más valía colaborar y volver a casa desnudo que hacerlo desnudo y con una puñalada.

Germán era un auténtico veterano en el oficio, había empezado a robar desde niño y ahora, al borde de la jubilación, seguía en ello, me da a mí que más por costumbre que por verdadera necesidad. Pese a frisar la edad de la retirada, le pasaba como a los buenos vinos: mejoraba con los años. Tenía una cabeza pequeña, rapada y con una frente ancha. Sus ojos eran pequeños y su nariz, chata. Tenía una boca grande de la que faltaban algunos dientes y las mejillas surcadas por cicatrices, que según cuenta la leyenda urbana, se había hecho él mismo para demostrar que si se mutilaba a sí mismo, a los demás sería capaz de hacerles cualquier barbaridad. Era muy alto y, como ya he dicho, corpulento.

Una vez ustedes ya saben quién es Germán, retomaré el relato por donde lo dejé. De la nada apareció el mastuerzo y yo, lamentándolo mucho por mi posible cliente, hice todo lo posible por apartarme del campo visual del ladrón. Como con la ropa que llevaba puesta no podía correr, acabé escondiéndome detrás de un cubo de basura dispuesto a esperar a que pasara el chaparrón y que con suerte, Germán no se percatara de mi presencia. Estaba muy alterado y respiraba entrecortadamente. Si iba a vender mi cuerpo infructuosamente en ese callejón abandonado, era para evitar encontrarme con Germán, que rara vez solía frecuentar esa zona.

El hombre del perro estaba de espaldas a Germán, que se acercó a él, le tocó el hombro y dijo su rutinario discurso de apertura:

- Buenas noches tenga usted, estimado viandante. Siento importunar su paseo nocturno junto con su querida mascota, pero es que necesito ayuda, estoy con el agua al cuello y ya sabe que en momentos de necesidad uno importuna al prójimo todo lo que puede y más.

- Le escucho. – Dijo el hombre de los gemelos superlativos dándose la vuelta.

- Gracias amigo. Me llamo Germán, hace poco salí de la cárcel, soy heroinómano, mis padres han muerto y tengo el SIDA… ¿Podría darme algo? La voluntad, buen hombre…

Germán dijo esto de carrerilla y con el toque justo y necesario de expresividad. Era todo una sarta de mentiras porque nunca había pisado la cárcel, puesto que era tan peligroso que ningún policía se atrevía a ponerle la mano ni la pierna encima; no tomaba drogas, estaba sano como un roble o una enorme secuoya americana y sus padres haría décadas que habían muerto. Era un discurso que por objeto perseguía el de causar una buena primera impresión y el de enternecer al oyente, para ver si tenía dinero. El hombre del perro mordió el anzuelo, porque sacó su billetera y tras rebuscar un rato, le entregó unas monedas.

- Toma, Germán. – Dijo mirándole a los ojos.

- No quisiera importunarle otra vez – comenzó a decir Germán mirando las monedas – pero, ¿podría dármelas en monedas de euro? Es que el cambio monetario me pilló en prisión y aún no estoy adaptado a pensar en euros y a tratar con céntimos…

Otra excusa barata para determinar si el individuo al que pretendía atracar tenía más dinero. La gente por lo corriente solía inquietarse cuando Germán decía esto, pero el hombre del perro, que debería tener horchata en las venas, ni se inmutó:

- Claro, claro… Déjame ver si tengo más dinero… - Y empezó a rebuscar hasta que sacó cuatro monedas de dos euros. – Toma, Germán. Espero que te bebas algo a mi salud.

Y acto seguido se dio la vuelta, dándole otra vez la espalda a Germán y siguió pendiente de su perro. Germán tintineó las monedas en la palma de su mano, ya que sin duda el botín obtenido no le parecía sustancioso y volviendo a tocarle el hombro al hombre del perro, dijo:

- Perdona amigo, pero creo que no me has ayudado lo suficiente.

- ¿Te parecen poco ocho euros, amigo Germán? – Preguntó el hombre del perro dándose la vuelta.

- Es que creo que tienes más dinero…

- Claro que lo tengo, he contabilizado al salir de mi casa con mi perro unos ciento ochenta y ocho euros con treinta y dos céntimos, de los que, tras haberte dado ahora mismo algo, se me han quedado en ciento ochenta euros justos. Y no voy a darte más, lo siento.

- Vaya hombre… Yo que quería hacer esto por las buenas y me vas a obligar a sacarte el cuchillo jamonero… - Dijo Germán llevándose la mano a la parte delantera de su pantalón.

- No me impresionas. – Dijo el hombre del perro. – Más bien me aburres…

- Ya está, te voy a sacar el cuchillo.

- Sácalo y te piso la cabeza. Te lo advierto, que el que avisa ni es traidor ni mal amigo.

- ¡Te voy a rajar! – Gritó perdiendo las formas el garrulo de Germán.

Acto seguido terminó de llevarse la mano al pantalón, sacó algo e hizo el ademán de hincárselo al hombre del perro. Yo ya me esperaba lo peor, pero entonces el que iba a ser mi cliente dijo:

- ¿Con un boli? Poco me vas a rajar tú a mí con un boli BIC. Como mucho puedes intentar asfixiarme haciéndome tragar el capuchón.

- ¡Oh, mierda! – Dijo Germán. - ¡Me he equivocado! Me he dejado el cuchillo en casa…

Efectivamente, Germán se había dejado su famoso cuchillo jamonero en su chabola y había cogido por error un bolígrafo BIC de los de toda la vida. La estupidez humana acababa de alcanzar un punto culminante.

- Ya veo, ya… - Se limitó a decir entre bostezos el hombre del perro.

- Vaya hombre, no veas lo estúpido y lo mal que me siento. Oye – empezó a decir el mangante – no vivo muy lejos de aquí. ¿Te importaría esperarme para que coja el cuchillo, suelte el bolígrafo y pueda desvalijarte sin más?

- En absoluto. Tanto mi perro como yo estaremos encantados de esperarte, ¿verdad?

- ¡Guau, guau! – Se limitó a decir el rottweiler.

- ¿Y cómo sé que no aprovecharás para huir de mí? – Preguntó Germán.

- Te doy mi palabra de honor de que te esperaré aquí.

- El honor es algo carente de valor en este mundo.

- Ya lo sé.

- Entonces comprenderás que no me fíe de ti. – Dijo Germán.

- Mira, Germán, no me voy a mover. No tengo nada mejor que hacer y tengo curiosidad por ver ese cuchillo jamonero tuyo.

- La curiosidad mató al gato, amigo mío.

- Ya verás como no me va a pasar eso. Si te quedas más tranquilo, te juro por lo más sagrado que no me moveré de aquí.

- ¿Y por el pijama de Espinete? – Preguntó Germán, a lo que el hombre del perro respondió afirmativamente con la cabeza. – Vale, me has convencido. Voy a mi casa a por el cuchillo. Procuraré no tardar, que está feo hacer esperar a la gente… ¡Hasta dentro de un rato!

Tras decir esto, el veterano maleante marchó con paso alegre y decidido hacia su casa, momento en el que pensaba que el extraño hombre del perro aprovecharía para poner pies en polvorosa, pero pensé mal. Para mi sorpresa, el hombre del perro no se movió en absoluto, demostrándome ser un hombre de palabra y honor, a la par que un demente, ya que sólo un demente cumple su palabra en los tiempos que corren. Además, el hecho de cumplir su palabra para que Germán le mostrara el legendario cuchillo jamonero, que había pasado de generación en generación, en riguroso orden de padres a primos, era doblemente demencial. Mientras no daba crédito a lo que mis ojos habían visto, y seguían viendo por haberlos tenido bien abiertos en todo momento, el hombre del perro se puso a reír y a charlar animadamente con su rottweiler.

El perro debía ser un cómico con todas las de la ley, porque su dueño no paraba de reírse a mandíbula batiente. Reía tanto que creí que a Germán no le iba a dar tiempo de matarlo con sus propias manos porque el gracioso rottweiler se le habría adelantado. Pero no, el hombre del perro soportó estoicamente el ataque de risa y al poco rato llegó Germán, corriendo y mostrando alegre su cuchillo jamonero, sosteniéndolo encima de la cabeza como si fuera un orco antes de la batalla.

- ¡Ya estoy aquí, ya estoy aquí! – Dijo Germán una vez hubo llegado. – ¡Mira lo que tengo, mira lo que tengo!

- Magnífico cuchillo.

- En verdad se trata de una espada toledana muy corta, por eso la empuñadura está tan currada, pero yo la uso como cuchillo jamonero.

- Salta a la legua que se trata de una magnífica obra de artesanía. Eres muy afortunado por tener algo así, Germán. ¿Verdad chico? – Preguntó esto último dirigiéndose a su perro.

- ¡Guau, guau! – Fue la respuesta dada por el can.

- Por cierto, ¿no habré tardado mucho, verdad? – Preguntó Germán preocupado. – Que se nota que eres nuevo aquí, hace una noche muy desagradable y pese a que en breve te voy a desvalijar por completo, me sabía mal tenerte aquí perdiendo el tiempo.

- Nada, nada Germán. No tengas cargo de conciencia alguno, que no has tardado mucho y además mi perro ha amenizado la espera contándome un gran chascarrillo…

- ¿Tu perro? – Preguntó atónito Germán.

- Sí.

- ¿Tu perro te ha contado un chiste? – Volvió a preguntar Germán.

- Sí, además uno buenísimo. ¿Te lo cuento?

- Bueno… - Respondió Germán, que en ese preciso instante se dio cuenta de que tenía delante a un loco.

- Mira Germán, esto es un calvo que entra a una peluquería y dice: “perdón, me he equivocado”. – Nada más decirlo, el hombre del perro prorrumpió en escandalosas carcajadas. - ¿A qué es bueno?

- Sí, tu perro debería ir a la tele… Oye, ¿tú no habrás venido a parar a este barrio con tanto dinero encima para comprar droga, verdad?

- No, no… - Respondió reponiéndose del nuevo ataque de risa. – Estoy aquí por un asunto familiar.

Así se quedaron los dos un rato: Germán en silencio, escrutando incómodo al hombre que tenía delante, porque no había nada peor que luchar contra un loco que, como él, bien podía ser capaz de hacer cualquier cosa; y el hombre del perro entre espasmos causados por la risa. Finalmente, Germán rompió el silencio para decir:

- Bueno, venga, que he venido aquí para robarte.

- Te aviso que si lo haces no tendré más remedio que pisarte la cabeza…

Germán sacó su cuchillo, se colocó en posición de ataque, dio un salto al frente y cuando iba a clavarle el cuchillo a su adversario, ocurrió algo impensable: quizás debido al entendimiento existente entre un perro y un hombre que visten igual, ambos, tanto can como dueño, realizaron una perfecta coreografía para desarmar a su atacante. Justo cuando Germán se iba a abalanzar sobre su amo, el perro apresó entre sus fauces la pierna de apoyo del maleante, momento que aprovechó el dueño para agarrar a Germán del brazo que blandía el cuchillo y ejercer presión para que lo soltara, cosa que finalmente ocurrió. Una vez desarmado Germán, el dueño, haciendo palanca y fuerza con su fiel perro, que seguía mordiendo la pierna del agresor, consiguió tirarlo al suelo. Todo esto que he referido ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, en apenas un parpadeo. Germán había sido derrotado por primera vez…

Una vez en el suelo y mientras trataba de procesar todo lo que le había ocurrido, el hombre del perro le dijo a Germán:

- Te lo dije…

Y tras mirar a su rottweiler buscando confirmación y tras recibir un ladrido con el cual el can parecía darle su aprobación, alzó su bota izquierda, mientras yo me fijaba en lo venosos que se habían vuelto sus gemelos, para estamparla sin miramientos en la cabeza del pobre Germán. Sonó un impacto duro, un crujir de huesos y el perro empezó a aullar regocijado. Había cumplido con lo prometido una vez más, demostrando asimismo que era un hombre de palabra, y le había pisado la cabeza a Germán, que falleció en el acto.

Presencié el asesinato de Germán muy alterado. No me esperaba que una vez desarmado su atacante, el hombre del perro fuera capaz de hacer algo así. Estaba aterrado. El extraño individuo se había destapado como un ser peligroso y agresivo, más incluso que Germán, al que había asesinado sin miramientos y valiéndose de una metodología muy desagradable a la par que poco ortodoxa. No se podía ir por la vida pisando cabezas.

Desde mi privilegiada posición parapetado tras los cubos de basura lo vi todo a la perfección. La mirada de terror de Germán al ver aproximándose la
suela metálica a su cabeza aún hoy, que han pasado años de los hechos que narro, me persigue y me atormenta en sueños. Como estaba tan relativamente cerca del cadáver, no tardó en llegar a mis pies parte del reguero de sangre que emanaba del cráneo fracturado y astillado de Germán. Antes comenté que no me gusta nada de nada la sangre: ni su visión, ni su olor, ni su sabor, ni estar en contacto con ella. Esta intolerancia mía hacia el líquido que fluye por nuestras venas, unida al miedo a que el hombre del perro pudiera verme y decidir darme un fin similar al de Germán para no dejar testigos, me hizo proferir un alarido enorme de terror.

Grité tanto que debieron escucharme desde Marte, y si me habían oído desde el espacio exterior, estaba más que claro que el asesino, que estaba a mi lado, me había escuchado también. Sabedor de que, o actuaba o algo muy malo podría pasarme, me levanté y procurando ocultar mi rostro entre las sombras, tiré los cubos de basura al suelo para obstaculizarlo y corrí como un atleta en las Olimpiadas. Salí pitando del callejón y en vez de volver sobre mis pasos hacia la rotonda coronada con la espeluznante estatua tiré por el otro lado. Corrí sin rumbo fijo, sin importarme lo más mínimo el frío, la incomodidad de mi atuendo o el no saber por dónde estaba transitando. Sólo me importaba una cosa: salvar mi pellejo. Corría tanto que parecía Forrest Gump o que me estaba preparando para participar en alguna carrera popular como la San Silvestre Vallecana, pero me daba igual. Por más que corría, no me sentía a salvo. Creía que en cualquier momento el maldito rottweiler disfrazado me iba a apresar por el tobillo, tirándome al suelo para facilitarle las cosas a su amo. Creía que si no lo hacía el perro, imposibilitado por las cuatro botitas que llevaba calzadas para correr a gran velocidad, sería el dueño quien terminaría por capturarme para tirarme al suelo. Así que, debido a esas creencias, aceleré el paso y corrí con más ganas, confirmándose que esto del dopaje es efectivo, porque de no haberme tomado aquel arsenal de pastillas, estoy convencido de que mi fondo físico no hubiera resistido tanto.

Corría y corría, y mientras corría no paraba de mirar hacia atrás, temiendo encontrarme, saliendo de entre las sombras, al maldito hombre del perro. Para mi tranquilidad y sosiego, cada vez que giraba la cabeza para mirar atrás, no había nadie ni se oía nada a lo lejos, lo que me animó a correr más y más para terminar de despistar a mi posible perseguidor del todo. Era noche cerrada y sólo se oían mis acelerados pasos, pero en mi cabeza sonaba una y otra vez el crujir de los huesos craneales de Germán al ser pisados con malas artes y saña. Corrí hasta llegar a una carretera, giré la cabeza para ver si alguien me perseguía y crucé.

Tuve que detenerme en seco porque por poco no me atropella un objeto que inicialmente no pude identificar, pero que a posteriori resultó ser un taxi. Sólo estaba dentro el taxista, que me miraba enfadado y le daba mecánicamente al claxon. Presa del pánico abrí la puerta destinada al asiento del copiloto y me senté al lado del enojado taxista.

- ¡Pero no ves que te vas a matar, panoli! – Me gritaba enfurecido. - ¡Antes de cruzar hay que mirar a ambos lados y no para atrás, como estabas haciendo! Hay que estar en lo que hay que estar, hombre, que te llego a atropellar y pese a ser culpa tuya por no estar en lo que debes, se me cae el pelo…

El taxista siguió así un rato bastante grande, tiempo que aproveché para serenarme y poner en orden mi cabeza. El taxista era un hombre joven, con el
pelo rizado y barbita de chivo que tenía las manos llenas de anillos. Cortando su perorata, le pregunté que dónde estábamos, y para mi sorpresa había atravesado la ciudad de cabo a rabo porque me encontraba en la salida norte de la urbe, cuando yo había empezado a correr huyendo del hombre del perro en la sur. Le pedí amablemente que me llevara a mi casa y tras pagarle por adelantado una cantidad que él consideró adecuada teniendo en cuenta los riesgos que entrañaba llevarme a donde le había pedido, nos pusimos en marcha.

El taxi era pequeño, carecía de taxímetro y olía asquerosamente a ambientador de pino. El taxista conducía frenéticamente, saltándose semáforos y estaba más pendiente de la radio y de comunicarse con algún compañero que de mí. Una vez avanzado el viaje, me di cuenta de que estaba hambriento, porque mis tripas no paraban de rugir. En un semáforo en el que extrañamente paró, el taxista me dijo:

- ¿Qué, tienes hambre?

- Un poco.

- Si me das un poco más de dinero te doy algo para que sacies el apetito…

- ¿Qué tienes? – Pregunté rápidamente.

- Pirulas. Concretamente, pirulas de carita sonriente.

- Me da a mí que eso no alimenta mucho…

- ¡Qué va, qué va! ¡Si es lo más nutritivo que hay! – Dijo mientras sacaba un par de la guantera. – Es la comida del futuro. Tecnología de la NASA, amigo.

- No sé yo, ¿eh?

- ¡Que sí, que sí! Mira… ¿Tú sabes quién es Pedro Duque?

- ¿Pedro Duque? Pues claro que sí, hombre. – Respondí. - ¡El mejor astronauta español de todos los tiempos! Bueno, el único…

- Bien, ya veo que sabes quién es. Pues Pedro Duque, en todas sus misiones espaciales, se alimenta exclusivamente de pirulas de carita sonriente…

La argumentación espacial del taxista me convenció y me compré un par, que acto seguido me metí en la boca y tragué como un pavo.

- Oye, estas pirulas no saben a nada…

- Eso es como con la nouvelle cuisine: platos muy pequeños, reconcentrados, pero que saber no saben a nada, o al menos, a nada bueno. – Me dijo el taxista sin pestañear. – Eso del sabor y el paladar está sobrevalorado. ¿Qué más dará si algo está rico o es vomitivo si lo que importan son los nutrientes? Estas pirulas sabrán a rayos, pero tienen muchísimos nutrientes: que si hierro, que si calcio, que si fósforo… ¡Hasta elecaseinmunitas! Relájate y disfruta del viaje, hombre.

No dije nada, aunque creo que de haber tenido algo que decir hubiera sido incapaz de articular palabra alguna. Intuía que el taxista se había aprovechado de mi candidez y me había estafado, porque empezaba a notar cómo bailaba todo a mi alrededor. Era una extraña sensación, y creía estar dentro de un cuadro de Dalí.

Todo fluía, se derretía, cambiaba de forma… No había materialidad física. Me daba que las pirulas de carita sonriente eran una droga potente en verdad y que si Pedro Duque las tomaba, sería en la Tierra para ver las estrellas sin necesidad de subirse a un cohete espacial. Por si la pirula de tez sonriente no era suficientemente potente, en mi cuerpo se había

@diegombelmonte

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