@KillRubn
jueves, 1 de noviembre de 2012
La cripta del terror
Es Halloween queridos
engendros. Una horrible noche en la que el terror y los sustos (de muerte)
están asegurados para todo el mundo. Cosa que, queridos amigos, al viejo Señor
de la Cripta le entusiasma mucho. Por eso yo también quiero contribuir a
repartir el terror a todos aquellos que buscan pasar un mal rato ¿Y que mejor
para hacer eso que con una terrorífica historia de mi macabra colección?
El protagonista del
relato de esta espectral noche odia profundamente Halloween. Pero, va a
descubrir que esta festividad esconde terribles secretos, dispuestos a hacerle
pasar la peor noche de su vida. Así, que encended unas cuantas calabazas
linterna para iluminar la habitación, e ignorad los desgarradores gritos que
forman la particular banda sonora de la noche y disfrutad con…
Truco o trato
El vecindario entero estaba poblado
por un nutrido grupo de pequeños demonios, brujas, vampiros, zombies y demás
seres de pesadilla. Que recorrían fugazmente las calles, deteniéndose en cada
casa. Donde esperaban pacientes a que sus inquilinos les abriesen la puerta.
Momento en el cual, los diminutos monstruitos dirían la famosa frase que
llevaban todo el día ensayando “Truco o Trato” mientras muestran unos sacos
dispuestos para recoger los “tratos” de la noche. Aunque, si por el contario,
los habitantes de la casa eligiesen truco en vez de trato. Estos, se verían
obligados a sufrir las bromas y jugarretas de las monstruosas visitas. Que
podían ser, desde pequeñas inocentadas como la de arrojar huevos a la fachada
de las casas, o otras actividades mucho más “macabras”. Por lo que era
conveniente aceptar el trato, y sellarlo dejando algún que otro dulce en las
bolsas de los monstruosos chiquillos.
Ronald Sullivan cerró de golpe las
cortinas, ocultando la bochornosa visión de la calle infestada por toda la
parafernalia propia de la celebración de Halloween. Cientos de calabazas
linterna talladas con siniestras sonrisas de dientes puntiagudas invadían casas
y muros, iluminando tenebrosamente las calles. Mientras proyectaban aterradoras
sombras que durarían hasta que la vela que albergaban en su interior se apagase
con un pequeño siseo.
Todo aquel que pululaba por el
vecindario en ese momento se ocultaba tras una mascara o disfraz grotesco. Y
los más pequeños, practicaban aquella extravagante costumbre que era la de
reclamar golosinas a grito de “Truco o trato”.
Todas las casas estaban decoradas
para la ocasión. Las telarañas falsas cubrían las puertas de las casas. Los
esqueletos de plástico que colgaban de los árboles, se mecían a causa de la
suave brisa nocturna, como si de macabros ahorcados se tratasen. Las lápidas de
cartón piedra se multiplicaban por los jardines, convirtiéndolos en
improvisados cementerios de quita y pon. Todos aquellos hogares se habían
transformado en particulares casas del horror. Todas, excepto una. La de Ronald
Sullivan, que permanecía inalterada y sin ningún cambio. Ya que para el
amargado solterón, el treinta y uno de octubre no era más que otro día más.
Para él, Halloween no estaba apuntado en su calendario de celebraciones y
fiestas particular. Todas las costumbres y parafernalias propias de esa noche
le repugnaban.
Decir que Ronald Sullivan odiaba
Halloween era quedarse muy corto. Al solitario cuarentón, aquella celebración
le producía un verdadero desagrado. Odiaba entrar en los supermercados y
tiendas de la ciudad y encontrarse con los estantes repletos de grotescas
mascaras de plástico, estrafalarios disfraces y repulsivas películas de terror
a mitad de precio. El hombre incluso agradecía al gerente, el momento en el que
ordenaba llevárselo todo al almacén, de donde no saldría nada hasta el año que
viene.
Otra cosa que odiaba Ronald eran
los niños. Ya que, en ese día aquellos pequeños bribones se comportaban como
verdaderos vándalos. Los gritos y chillidos que emitían los pequeños desde la
calle, le producían una terrible jaqueca. Motivo por el cual, Ronald encendió
el televisor esperando así, poder amortiguar el escándalo producido por
aquellas pequeñas bestias de primaria.
El televisor emitió un sonoro grito
femenino que debió escucharse a varias casas de distancia. El hombre machacó el
botón del mando a distancia destinado a bajar el volumen del aparato pora
evitar quedarse sordo.
La pantalla mostraba como una
adolescente semidesnuda era brutalmente asesinada por un asesino enmascarado.
Quien no dejaba de hundir su enorme cuchillo de carnicero en el estómago de la
joven. Esta, solo dejó de gritar, cuando el mono de mecánico del asesino estuvo
completamente embadurnado con su sangre.
Con una expresión de desagrado en
rostro, Ronald cambio de canal. Esperando poder encontrar algo decente en la
programación de ese día. Pero, como ya esperaba, eso no ocurrió. Una sucesión
de películas (clásicas y modernas) de terror llenaban todos los canales:
Vampiros que acechaban a bellas damas, caníbales extraterrestres dispuestos a
no dejar ningún terrícola entero. Cementerios donde los muertos se alzaban de
sus tumbas, dispuestos a devorar todo ápice de carne humana del idílico pueblo
colindante…
Al final, Ronald desechó toda
aquella galería de horrores y decidió ver un documental sobre el origen de
Halloween que emitían en el canal histórico. Aunque antes, decidió visitar la
cocina para abastecerse de todo lo necesario para soportar las dos horas y
medio que duraba el documental. Abrió la nevera y sacó el último par de
cervezas que le quedaban. Por ultimo, abrió la alacena donde guardaba su más
preciado tesoro: una caja de Rocochocs con seis unidades.
Se le hizo la boca agua con solo
contemplar la caja de cartón que contenía aquellas delicias de chocolate.
Las Rocochocs eran unas
chocolatinas con trocitos de almendras, que el hombre había disfrutado desde la
tierna edad de siete años. Momento en el cual, su madre le había obsequiado con
esa deliciosa barra de chocolate por el buen comportamiento demostrado en su
ultima visita en el supermercado. No gritó, no se escapó, no pataleó, no hizo
nada que provocase el enfado a su madre. Aquel día incluso la había ayudado a
dejar los productos en el carrito de la compra. Por lo que su madre, agradecida
por ese gesto, se permitió comprarle aquel dulce a su obediente hijo. Este,
destrozó rápidamente el envoltorio que guardaba la chocolatina, y devoró con
saña el delicioso producto.
Desde ese momento, las Rocochocs se
habían convertido en su manjar secreto. Las comía continuamente. En su despensa
nunca podía faltar un paquete de aquellas chocolatinas. Y su ingesta, había
comenzado a preocupar a su medico de cabecera. Quien comenzaba a avisar al
hombre, de que sus niveles de azúcar habían subido alarmantemente en los
últimos años.
La mención de su madre, hizo que la
mente de Ronald se llenase con negros recuerdos de la mujer que le dio a luz.
Evelyn Sullivan había sido una
buena madre hasta que su retoño cumplió los cinco años. Momento en el que, el
señor Sullivan abandonó a su familia sin dar explicación alguna. Fue a partir
de ese momento, cuando la señora Sullivan comenzó a dejarse llevar de hombre a
hombre. Se encariñaba con ellos, vivían dos o tres años como un prototipo de
familia feliz. Y poco tiempo después, la mujer siempre se cansaba de aquel
falso marido de prueba al que le ordenaba largarse cuanto antes. Para así,
poder estar libre y sin compromiso. Dispuesta a buscar a un nuevo pretendiente.
El pequeño Ronald había conocido a
tantos “padres” y ninguno de ellos pudo ejercer de verdad como tal. Ya que,
cuando comenzaba a encariñarse con alguno. Su madre, lo expulsaba de su vida,
para traer un nuevo desconocido a casa.
El odio hacia su madre crecía cada
año que pasaba. El trato que recibía por parte de aquella mujer era nulo.
Incluso le culpaba a él por su mala suerte con los hombres. Juraba que a ellos
no les gustaba tener que aguantar a un insoportable mocoso durante el resto de
sus días. Pero la verdad era que Evelyn se había convertido en una asquerosa
bruja sin corazón desde el abandono de su marido.
Los años pasaron, y su madre
comenzó a dejar de ser atractiva a los hombres. Su efímera belleza se había
marchitado como las rosas que se dejan abandonadas en los cementerios, ante la
tumba de un ser poco querido.
Así fue como, la destrozada mujer,
buscó consuelo en los brazos de su repudiado hijo. Este, dejó creer a su madre
que seguía queriéndola. Y durante sus últimos años de vida, Evelyn pensó que por
fin, los dos podían tener la preciosa relación madre e hijo que nunca habían
tenido. Pero, un fatídico día, la veterana mujer, sufrió un inesperado
“accidente” que acabo con aquel período de aparente felicidad.
Evelyn había “resbalado” y caído
por las escaleras de su casa. Los escalones habían destrozado sus deteriorados
huesos, afectados por su reciente reuma. Y la dolorosa caída, había culminado
con el brutal golpe en la cabeza contra el duro suelo. Que la mató al instante.
Gracias a aquel nefasto “accidente”,
Ronald consiguió aquella fantástica casa en la calle Elm. Ya que su madre se la
había cedido (junto a un buena cantidad monetaria) en el testamento que había
rescrito poco después de la preciosa reconciliación con su querido hijo.
Sin su madre. Ronald por fin era
libre para vivir su vida. Tenía una casa para el solo y ninguna mujer que lo
asfixiase. El no iba a cometer los errores de su padre. No iba a casarse con
una mujer que le convirtiese en su particular esclavo. Ni se vería obligado a
marcharse de su hogar para no ver más a esa zorra.
No necesitaba para nada a una
mujer. Si necesitaba follar, no tenía más que coger el coche y dirigirse al
burdel de Lou. En el que por unos cuantos pavos se podría desfogar con una
preciosa chica a la que no le debería nada más que el precio del servicio
realizado.
El incesante sonido del timbre y
las risitas infantiles, delataban la llegada de los primeros visitantes en
busca de golosinas y dulces.
-¡¡¡TRUCO O TRATO!!!-exclamaron
tres vocecitas chillonas mientras el timbre no dejaba de sonar.
El hombre se levantó del sillón
después de soltar un bufido de resignación.
Aquella, iba a ser una noche muy
larga.
Eran aproximadamente las doce y
cuarto de la noche. El documental sobre la festividad de Halloween había acabado
hacía bastante tiempo. Y ahora, retransmitían el clásico de Alfred Hitchcock
“Psicosis”.
Ronald Sullivan dormitaba en el sofá. Los
envoltorios de cuatro Rocochocs descansaban encima de su barriga, que subía y
bajaba pausadamente.
Había tenido que soportar la visita
de catorce niños hiperactivos, y de tres enfurecidas madres. Que le habían
recriminado su denigrante comportamiento, al negarse a darle a sus retoños unos
cuantos caramelos. Y por haberlos asustado al echarlos de su casa esgrimiendo
un verdadero cuchillo de cocina.
Las indignadas madres se habían
marchado después de amenazar al hombre con llamar a la policía si volvía a
hacerle algo parecido a un niño más.
Ronald las había ignorado. Cerró la
puerta sonoramente, se dejó caer pesadamente encima del mullido sofá y siguió
llenando la panza con cerveza y chocolate.
De repente, el timbre volvió a
sonar. Solo fue una vez. Pero el sonido se clavó en los oídos del hombre y lo
despertó de su placida cabezada.
-¡Lárgate puñetero mocoso, no te
daré las putas golosinas, así que ya puedes dejar de timbrar!-exclamó Ronald
con el sabor de las Rocochocs aún en la boca
El aviso no pareció surtir efecto,
ya que esta vez no fue una, si no dos. Las veces que la desconocida visita
pulsó el botón del timbre.
-¡Te doy tres segundos para salir
de mi propiedad, o me veré obligado a
echarte yo mismo y créeme, tu no quieres eso!-amenazó el cuarentón levantándose
del sofá, mientras recogía de la cocina el afilado cuchillo con el que
conseguiría asustar a aquel pequeño intruso.
-Uno...-comenzó a contar después de
que el característico Ding Dong volviese a resonar por toda la casa.
-Dos…-se detuvo a medio camino ya
que parecía que la visita había desistido en reclamar la presencia del
inquilino de la casa. Pero dejó de pulsar el timbre y empezó a petar en la
puerta.
-¡…Y tres!-Ronald abrió la puerta,
preparado para enfrentarse al invitado no deseado.
Delante de él, se encontraba un
pequeño fantasmita.
-¡Te he dicho que te largaras
niño!-exclamó mientras empuñaba el cuchillo, como uno de aquellos peligrosos
psicópatas de las películas slasher.
El chiquillo no se amedrentó. Es
más, alzó con sus pequeñas manitas un saco de arpillera con una sonriente
calabaza de fieltro cosido a ella.
-¡Ya te he dicho que no hay
caramelos niño!
El pequeño continúo sujetando el
saco, reclamando con ese simple gesto, el dulce botín que había venido a
buscar.
Ronald bajó lentamente el cuchillo
al ver que este, no hacía efecto alguno en el niño. Quien siguió quieto y sin
decir nada en el umbral de la puerta.
Había que admitir que su disfraz
era verdaderamente siniestro: el pequeño se ocultaba tras una raída y sucia
sábana blanca (seguramente cedida por su madre para ahorrarse el dinero de un
disfraz en condiciones). La amplia prenda, estaba salpicada con varias manchas
de sangre reseca que hacían que el disfraz fuese verdaderamente terrorífico.
Dos pequeños agujeros recortados a la altura de los ojos, permitían al pequeño
mirar cara a cara a Ronald. Este, mantuvo la mirada al pequeño, pero tuvo que apartarla
poco después. Aquellos ojos inquisitivos parecían querer indagar en el interior
del adulto. En busca de sus mas profundos y inconfesables secretos.
-No te lo volveré a repetir chico.
Vete, ya es muy tarde y tu madre estará muy preocupada por ti.
El fantasmita siguió inmóvil. El
saco en alto, y los ojos bien abiertos.
El vecindario entero estaba en
completo silencio. Los niños que hace nada paseaban por las calles reclamando
caramelos, ya debían estar en la seguridad de sus casas. Haciendo el recuento
del dulce botín de aquella fructífera noche.
En aquel momento, Ronald estaba
solo ante el pequeño fantasma. Y eso, al hombre le aterraba. No sabía el
porqué. Pero la sola presencia del pequeño le producía terribles escalofríos.
El temor, pronto pasó a convertirse en miedo. Pero, ¿miedo a qué? ¿A aquel
inofensivo niño oculto tras una maltrecha sábana?
El adulto se increpó a si mismo por
la actitud que estaba demostrando. Lo que tenía delante era un simple
chiquillo. Entonces, ¿Por qué aquel incomprensible miedo estaba apoderándose de
él?
El niño continuaba apostado delante
del hombre. No se había movido ni un solo milímetro en todo este tiempo
(también habría jurado que en ningún momento había cerrado los ojos)
Dispuesto a acabar con aquella
terrible farsa de una vez con todas. Ronald agarró un pliegue de la sábana, y
tiró de ella violentamente.
Ojala no lo hubiera hecho.
Lo primero que pasó cuando el
hombre despojó al pequeño del disfraz, fue que un ejército de moscas escapó
despavorido en todas direcciones. Chocando contra la cara de Ronald, y
obligándole a cerrar los ojos y la boca (además de tener que taparse la nariz)
para evitar así que uno de aquellos indeseables insectos entrase donde no
debía.
Después, cuando el zumbido de
aquellas pequeñas alas desapareció, y el adulto decidió destapar sus fosas
nasales. Llegó a ellas el terrible hedor de la putrefacción.
Y por ultimo, los ojos de Ronald se
abrieron por completo, preparado para descubrir, la causa de tan horrible olor.
El sonoro grito de puro terror que
destrozó sus cuerdas vocales, se escuchó en todo el vecindario. Pero, nadie
salió a averiguar quien lo produjo ya que ¿Quién iba a preocuparse de que
alguien gritase en la noche más terrorífica del año?
Una pequeña figura caminaba
tranquilamente por la desierta calle del silencioso vecindario. Arrastraba un
saco lleno de chucherías que su madre le había preparado hacía tantos años.
“Cuando abran la puerta tu di Truco
o trato” le había dicho su madre “Vete a casas que conozcas como la de la señora
Henderson y vuelve antes de las once” Después de eso le había dado un beso en
la mejilla y le había ajustado la sábana antes de despedirse “Feliz Halloween
mi aterrador fantasmita”
Aquella había sido la última vez
que el pequeño había visto a su madre. Ya que aquella misma noche, el pequeño
fue brutalmente asesinado. Su cuerpecito, fue hallado a la mañana siguiente. En
el jardín de una casa, donde el pequeño pretendía reclamar unos dulces a los
que nunca pudo hincarles el diente.
Las sonrientes y luminosas
calabazas linterna, proyectaban sus tenebrosas sombras en el duro pavimento. Y
las resecas hojas otoñales, se arrastraban suavemente alrededor del fantasmita.
Este, llevaba en su mano una Rocochoc que había tomado de la última casa que
había visitado.
El hombre que le había abierto la
puerta no quería acordar el trato, por lo que tuvo que aceptar el truco. Le
había quitado el disfraz revelando su repulsivo aspecto. Y el débil corazón de
aquel hombre, no había podido soportar la visión de tal monstruosidad. Por lo
que detuvo su funcionamiento en aquel mismo instante.
El pequeño había observado
detenidamente como se había retorcido en el suelo ante sus pies. Hasta que,
finalmente exhaló su último aliento.
Después, solo había tenido que
sortear el abotargado cadáver, y dirigirse al salón. Donde le estaba esperando
su recompensa en forma de chocolatina con almendras.
Sus podridos y amarillentos
dientecillos, se quebraban a medida que masticaba la dura cobertura de
chocolate. Pero le daba igual. Debía de
disfrutar de aquellas dulces golosinas a pesar de venir acompañadas por trozos
de piezas bucales. Ya que no volvería a disfrutar de aquellas delicias, hasta
el año que viene.
Había llegado a las puertas del
cementerio local. Donde se reunía un nutrido grupo de personas que presentaban
un terrible aspecto. Claramente, todas ellas eran muertos como el chiquillo.
El olor a carne muerta que
exhalaban sus cuerpos, animó a las moscas y gusanos de los alrededores a
congregarse alrededor de los cadáveres. Convirtiéndolos en particulares buffets
andantes.
Los muertos observaban el cielo. La
noche pronto moriría, y con ella, también lo harían ellos. Quienes, esperarían
pacientes, la llegada del próximo treinta y uno de octubre. Momento en el cual,
las puertas se abrirían, permitiéndoles poder vagar por la tierra durante una
noche más.
El amanecer hizo acto de presencia.
Y los cuerpos de los fallecidos comenzaron a desaparecer. Halloween había
terminado.
Antes de desaparecer él también. El
pequeño fantasmita introdujo en su boca un caramelo de naranja, mientras
sonreía y susurraba una frase que solo pudo escuchar el viento: Truco o Trato.
Como
veis queridos amiguitos, Halloween es más que una simple fiesta para niños
pequeños. Espero que lo tengáis muy en cuenta cuando salgáis a la calle
enfundados en aterradores disfraces para asustar a unos cuantos incautos. Y
espero que los incautos no seáis vosotros.
Y
para los que se queden en casa y reciban la visita de unos pequeños monstruitos
pidiendo truco o trato. Espero que seáis sabios y aceptéis el trato en vez del
truco. No queremos que corráis la misma suerte que el pobre Ronald y que este,
sea vuestro último Halloween.
Bueno,
este viejo cadáver os desea un feliz Halloween, disfrutadlo, que por desgracia,
solo lo celebramos una vez al año.
@KillRubn
@KillRubn
Etiquetas:
ilusiones,
La cripta del terror,
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Publicado por
Pilar Giralte (Aishabatgirl)
en
jueves, noviembre 01, 2012
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4 comentarios:
Excelente amigo, no suelo alabar a otros escritores ya que también soy escritor del mismo genero, pero tu narración es buena y original, te seguiré en twitter :D, saludos.
Muy chulo el relato, hacía tiempo que nadie hablaba de la historia de Halloween, la noche en la que los muertos pueden vagar a sus anchas, me ha gustado mucho!
Que Samhain te proteja si bajas la calidad de tus relatos alguna vez, jajaja.
Bienvenido a tu lugar en el tintero de las ilusiones.
Es estupendo sentir un escalofrío recorrer tu columna al leerte.
Un beso.
Vaya, muchisimas gracias por esas palabras ^^ me alegra de veras que te haya gustado tanto
Tambien escribes? Me encantaria leer algo tuyo.
Recuerda que mi cripta esta siempre abierta para los amantes del terror
Saludos
Dí lo que piensas...