domingo, 2 de diciembre de 2012
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Aquella
noche llovía a cántaros. Salí del lujoso portal del piso en el
cual había estado trabajando hacía escasos cinco minutos raudo y
veloz, sin paraguas y siendo víctima total del desánimo. Avanzaba
lentamente, aunque debido al vertiginoso ritmo de mis pensamientos no
me fijaba en el paisaje urbano que estaba atravesando. Un paisaje
urbano que estaba totalmente fuera de mi alcance y al que nunca
podría llegar a aspirar jamás: aceras limpias, amplias, surcadas a
ambos lados por escaparates de tiendas de ropa, relojes, mascotas…
La
lluvia me calaba poco a poco. No se me había ocurrido traerme un
paraguas de casa, aunque en el caso de que se me hubiera llegado a
ocurrir tal idea, tampoco me lo hubiera podido traer porque no
teníamos. Un paraguas era un gasto innecesario porque en esta ciudad
apenas llueve y claro, ¿para qué vas a querer algo que apenas vas a
usar? De hecho, el tema de mojarme me venía bien porque así me
limpiaba un poco y ayudaba a disimular la mugre y el mal olor
acumulado después de tanto tiempo sin ir al cuarto de baño, puesto
que, al igual que no podíamos permitirnos un paraguas, tampoco
podíamos hacer frente al gasto que suponía una ducha diaria. Ni tan
siquiera podíamos afrontar una ducha cada tres días… Así que yo,
que era el feo y por tanto el que, pese a vivir básicamente de
vender infructuosamente su cuerpo en noches de luna llena, y por lo
general en noches de cuarto menguante, creciente y demás fases del
ciclo lunar, me duchaba una vez cada dos semanas por norma general,
aunque en caso de ir a una boda, un bautizo o una comunión, también
me acabaría duchando, que una cosa es tener pocos medios y otra muy
distinta es no tener cierto sentido de la elegancia y la decencia.
Lástima que mi vida social fuera escasa y no me invitaran con
frecuencia, más bien nunca, a este tipo de saraos.
Acababa
de pisar un charco cuando comencé a rememorar vivamente mi fracaso
laboral de aquella noche. Esta vez había sido en un nuevo ámbito
profesional, ya que no hay nada peor que el encasillamiento y
mientras más puertas abiertas tengas, mejor. Tienes donde elegir y
un día, si no tienes ganas de vender tu portentoso físico a
cualquier perturbado que pase por la calle, puedes optar por algo más
tranquilo. Además, si tenemos en cuenta que la puerta de lo que va
siendo la prostitución la tenía cerrada, convenía tener algún
medio más con el que conseguir pingües beneficios. Que dicen que
cuando se cierra una puerta, Dios abre una ventana y a mí, con tal
de sobrevivir, me daba igual colarme por una ventana, un ojo de buey
o una chimenea.
Así
pues, hacía unos días había tenido una brillante idea: poner
carteles por toda la ciudad ofreciéndome para cuidar niños en las
noches de luna llena y también, el resto de noches, no hay que
discriminar. Por una cuantía económica irrisoria e insignificante
ofrecía un servicio completo: cena, diversión, simpatía, lectura
de cuento si se terciaba y demás. Después de empapelar la ciudad
entera, de no dejar ni una sola esquina o cabina telefónica sin mi
anuncio, recibí una llamada de una pareja que vivía en la zona
noble de la ciudad, esa misma zona noble que estaba abandonando en
ese preciso instante. Para serles sincero, me extrañó enormemente
esa llamada porque en ningún momento puse carteles en esa zona y la
gente que vive por esos lares no suele pasarse por donde yo vivo, por
ser una zona en extremo sucia, peligrosa y llena de malandrines y
gente de baja estofa.
Pero
bueno, el caso es que acabé trabajando esa noche en la casa de una
pareja joven, simpática y que pese a las diferencias que entre
nosotros existían en todos los niveles me trató muy bien. El
trabajo era sencillo: cuidar por la noche de su hijo de cuatro años,
Evaristillo. Se han fijado en el pedazo de diminutivo, ¿eh?
Evaristillo… Da miedo. Jamás entenderé por qué los diminutivos,
cuya función se supone que es la de diminituvizar el nombre propio
y, o, u acortarlo, lo único que hacen es alargarlo. Deberíamos
mirarnos todos eso, por el bien de la sociedad y tratar de
solucionarlo.
El
caso es que el tal Evaristillo era un niño normal de cuatro años y
que, extrañamente, nada más conocerme se sintió muy atraído por
mí. Éramos como uña y carne, como los espaguetis y la salsa
boloñesa, como Bonnie
y Clyde,
pero sin robar y sin acabar muriendo… Era algo impresionante.
Teniendo en cuenta que el niño del que iba a cuidar era tan especial
y nos habíamos hecho inseparables al minuto y que los padres eran
gente en condiciones, querrán saber ustedes dónde estaba el fallo.
¿Qué pudo ir mal para que saliera tan precipitadamente de la casa
de Evaristillo y acabara cerrando la ventana que había abierto para
no tener que recurrir más a la puerta de la prostitución que hacía
tiempo que estaba atrancada y que, para poder abrir, tendría que
acabar requiriendo los servicios de un cerrajero de emergencia o de
un especialista en cirugía estética? Varios años después aún me
lo pregunto, estimados lectores.
Creo
que el fallo estuvo en que Evaristillo era un niño normal de cuatro
años, y los niños normales de esa edad tienen algo bueno que a la
vez, es muy malo. Los críos son así de contradictorios. Los niños
de edades tempranas son como las esponjas o las actrices porno: lo
chupan todo. Es decir, todo se les pega. Dices algo y en seguida se
ven influenciados. Eso, a la hora de aprender es muy bueno, pero hay
que tener mucho cuidado con lo que se les dice, porque puedes acabar
traumando enormemente al chaval, como me pasó a mí con mi cliente.
Después de una deliciosa cena y de haber visto un clásico entre los
clásicos del cine infantil, La
bella durmiente, acosté a
Evaristillo en la cama y me puse a leerle un cuento sobre dragones,
princesas y escarpados castillos. Además de ser tan absorbentes, los
críos a esas edades tienen una curiosidad desmedida y preguntan el
por qué de todo, y en una de esas preguntas mi buena suerte se fue
al traste:
-
Tito Sindo, tito Sindo – me preguntaba el pequeño Evaristillo que,
pese a que hacía dos horas y media cronometradas que me conocía, ya
me quería como si fuera de la familia - ¿por qué el príncipe azul
es azul?
Esta
pregunta me dejó entre atónito, patidifuso, absorto y con ligeros
tintes de perplejidad incrédula, por lo que lo más que pude decirle
fue que era por la sangre…
-
Verás, Evaristillo – comencé a decirle – como todos saben, la
realeza tiene la sangre azul y por ello se dice que el príncipe es
azul. Todo ocurrió un día en que el príncipe fue a rescatar a una
princesa de un castillo enorme custodiado por un dragón. Tras veinte
horas de mortal lucha sin cuartel con la bestia abominable, el
príncipe consiguió darle una estocada mortal, pero el dragón,
antes de morir, le arrancó el brazo de un bocado. De cuajo, lo que
se dice una amputación traumática. Y claro, querido mío, eso
sangraba una barbaridad. Sangraba tanto que el príncipe quedó
bañado en su propia sangre. Se llenó de sangre azul y cuando fue a
por la princesa, esta, nada más verlo, dijo: “Oh, mi príncipe
azul”. Y por eso se dice lo del príncipe azul…
Como
me fui emocionando mucho a medida que contaba la historia, no sé a
ciencia cierta cuándo llegó el momento exacto en que el niño se
asustó y rompió a llorar. Creo que debió ser cuando lo de la
amputación del brazo y los chorreones descontrolados de sangre. Para
intentar arreglarlo, le dije:
-
Otra teoría que se me ocurre es que el príncipe en verdad fuera un
pitufo… Aunque es improbable que un enano azul que no se levanta un
palmo del suelo sea capaz de cargarse a un dragón de siete metros y
medio, metro arriba, metro abajo…
Obviamente
no logré animarlo y estuvo llorando hasta que sus padres llegaron a
la casa. A los susodichos progenitores de Evaristillo no les hizo
gracia en absoluto volver y encontrarse con un hijo llorando y
totalmente traumatizado, por lo que, trocaron los buenos modos que me
dispensaron cuando hice mi entrada en el lujoso piso por un odio sin
límites y me acabaron echando de la casa. Ni siquiera cobré, ya que
no me parecía ético preguntar por mi dinero después de haber
destrozado el equilibrio mental del niño.
Y
en esas estaba yo, recordando lo ocurrido y abandonando unas calles
por las que al caminar me sentía extraño. Poco a poco fui
recorriendo calles que me eran más conocidas y descarté
definitivamente la idea de quedarme quieto en alguna esquina para ver
si algún transeúnte especialmente necesitado requería mis
servicios porque no estaba para otro fracaso nocturno. Con lo del
niño había tenido suficiente y además, lloviendo como lo estaba
haciendo, pocos peces iba a poder pescar, a pesar de que las calles
estaban empezando a inundarse y aquello pronto parecería un mar o en
su defecto, un río.
Finalmente
llegué a mi barrio residencial, con su suciedad y su mugre por
doquier, con casquillos de bala tirados en el suelo, con sus alimañas
sintiéndose las dueñas de la noche y con un par de borrachos que,
al no tener tanta suerte como yo y carecer de una lujosa mansión o
de un sitio donde pasar la noche, dormitaban en el suelo. Un panorama
ciertamente bucólico e idílico en el que estoy seguro cualquiera de
ustedes mataría por estar al menos, una vez en su vida. Así pues,
bien puedo sentirme afortunado porque yo no estoy de paso por aquí,
sino que hago mi vida diaria en tan envidiable entorno. Tras abrir la
puerta del portal donde vivía y subir las mugrientas escaleras de
madera que llevaban a mi piso, abrí la puerta dispuesto a descansar
y tratar de olvidar una noche muy mala. Pero esto parecía imposible
porque nada más hacer acto de presencia en mi hogar y estar a punto
de pisar a una cucaracha de las que habitaban el baño y que sin duda
estaría de inspección del terreno en busca de nuevos sitios del
inmueble para colonizar, tuve frente a mí una visión a la que bien
podría catalogar de demoníaca. Mi hermano Jorge estaba justo
delante de mí, en calzoncillos y con el cuerpo recubierto de nata
montada.
-
¿Qué haces aquí tan pronto? – Me preguntó visiblemente nervioso
mi hermano.
-
Yo podría preguntarte lo mismo, sólo que sin el “tan pronto”…
- Respondí, porque era muy inusual que mi hermano pasara alguna
noche en casa debido a que tenía por costumbre dormir en casa de
alguna de sus protectoras.
-
Pues ya ves… Que me he llevado a la Enriqueta a pasar la noche
aquí. – Dijo mientras cogía un poco de nata de la que tenía
pegada en el pecho y se la llevaba a la boca. - ¡Ostias, qué buena
está la nata! Pruébala Sindo, pruébala…
No
sin cierto reparo hice lo que me decía y el bueno de Jorge tenía
razón: la nata estaba sublime, aunque quizás le sobraba el
toquecito sutil a sudor de mi hermano.
-
Oye, ¿vais a estar mucho por aquí?
-
Pues… Si te molestamos nos vamos a su casa, que aunque el toque
rústico de la mugre y las cucarachas, que se están pasando del baño
a mi cuarto le gusta bastante, yo personalmente prefiero irme a una
casa limpia y correctamente desinfectada.
-
Pues preferiría que os fuerais a la casa de la Enriqueta, porque yo
he tenido una noche horrible y prefiero dormir…
-
Vale. Dame veinte minutos para que me quite la nata y nos vamos,
¿vale? – Dijo mi hermano, que sería un vago y un vividor, además
de un completo sinvergüenza que no trataba bien a nadie en
particular, pero de vez en cuando tenía algunos detalles conmigo. –
Por cierto… Mientras esperas a que nos vayamos, ¿qué tal si lees
el último cuento que he escrito esta mañana? Igual te viene bien
para animarte un poco, querido engendro…
Cogí
el relato por mi hermano escrito esa mañana, me senté en el sofá
antiguo, polvoriento y roto que habíamos encontrado tirado en mitad
de la calle y que, peleándonos con un anciano y con un basurero,
habíamos conseguido hacer nuestro hacía un par de meses y me puse a
leerlo. Mi hermano de mientras se fue a su habitación a desnatarse
solo o con ayuda de Enriqueta, no lo tengo muy claro. El relato era
bastante corto y por nombre tenía “Feo”…
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