domingo, 16 de diciembre de 2012
Sir Rodrick. El viaje continúa.
Postales desde el fin del mundo
Nos estrenamos como colaboradores de la Editorial Universo y estamos muy contentos de anunciaros que están a punto de sacar un libro que tiene una pinta estupenda.
¿De qué va? Pues esta es la sinopsis que nos acaban de enviar:
-Alejandro Castroguer: La Guerra de la Doble Muerte (Almuzara, 2010),
Vintage’62: Marilyn y otros monstruos (coordinador), El Manantial
-Arlette Geneve: Guarismo del uno, El último color del arco iris,
Mudaÿÿan (Terciopelo)
-Luis Manuel Ruíz: El Criterio de las Moscas, La Habitación de Cristal, El
Ojo del Halcón.
-Javier Cosnava: Un Buen Hombre, 1936Z La Guerra Civil Zombi, Diario
de una Adolescente del Futuro.
-Cristina Ballesteros: relato en la antología Los Ojos de Gato.
-Miguel Aguerralde: Claro de Luna, Noctámbulo, Última Parada: la Casa
de Muñecas.
-AC Ojeda: Primera Selección. Microrelatos Z.
-Ángel Luis Sucasas: Hamelín, El Encuentro.
-Vanesa Benítez Jaime: La Marioneta Imaginaria, relatos en la antología
Para mí tu Carne, relato en Antología Z. Vol 6.
-Rubén Pozo Verdugo: ha participado con varios de sus relatos en revistas
y antologías.
-Ángel Villán: relato en Antología Z, Infectus.
-Javier Pellicer: La Sombra de la Luna, El Espíritu del Lince.
-Víctor Blázquez: El Cuarto Jinete.
-Adam L.G. Nevill: Banquet for the Damned, Apartamento 16, El Ritual,
Last Days.
Ya veis que va a ser muy interesante y estamos deseando tenerlo en nuestras manos y devorarlo, de momento ya está la preventa activada, pincha en la imagen y pídelo ¿A qué esperas? ¡¡El fin del mundo ya está aquí!!
La vida. Capítulo 2
El Barrio 13 era un lugar de gente humilde que se conformaba con lo que tenía porque así debía ser.
Había
otros Barrios más ricos donde las casas estaban separadas por grandes
fincas y aseguradas por vigilantes que hacían rondas constantes por las
calles.
Yo conocía a una joven que vivía dos calles más abajo.
Como sabréis, cada ser humano ha de emparejarse con otro, y yo había
decidido hacerlo con Ella. ¿Por qué no? Era una mujer sana, bella y
delicada. Ella y sus padres seguían el “Modelo Familiar” lógico y
normal. En resumidas cuentas, Ella era un buen partido, por lo que
acabamos comprometiéndonos, pues era lo que tocaba a esa edad.
Mi
vida era rutinaria y normal. Salía cada mañana, recuerdo que desde muy
joven lo hacía, con mis zapatillas de andas por casa a por el periódico,
que, como cada día, el repartidor había lanzado a su suerte contra mi
puerta. Lo curioso ( o quizá no tanto para mi antigua sociedad) es que
cuando abría la puerta que daba a la calle, me asomaba para atisbar el
periódico y al localizarlo me acercaba a él, también salía el vecino de
en frente, del número 1823. Nos mirábamos y saludándonos con la mano
decíamos << Buenos días >>, esbozábamos algo parecido a una
sonrisa y volvíamos a nuestras respectivas casas. Por eso, la mañana que
salí a por el periódico, le localicé, fui hacia él, levanté la mirada
hacia la 1823 y comencé a levantar la mano a modo de saludo, yo supe, al
no encontrar otro saludo al otro lado, antes que nadie, que algo malo
había pasado.
Aún prometido con Ella, pero todavía no casado,
aquel martes me levanté, me desperecé, me calcé mis zapatillas de andar
por casa y me dirigí, después de vestirme, a por el periódico.
Habían
pasado unos días desde la muerte del vecino y era una mañana tan
soleada como lo fueron los días de su muerte y de su funeral.
Bajé
las estrechas escaleras tranquilamente, llegué al rellano y lo que ví
cuando abrí la puerta hizo que se me olvidara mi principal objetivo.
La casa 1823 había sido adquirida por un nuevo inquilino.
Avancé
unos pasos por el camino adoquinado que atravesaba mi pequeño jardín,
cuando la que iba a ser mi nueva vecina alzó la mirada hacia mi. Llevaba
dos cajas, una sobre la otra, entre los brazos y estaba rodeada por
muchas cajas más. A su derecha y en frente de su casa, tenía aparcada
una furgoneta con la que supongo estaba haciendo la mudanza.
Al
verme pareció que se sobresaltara pero en seguida se recompuso, me
sonrió amablemente y me dijo - ¿Vas a venir de una vez a ayudarme o te
vas a quedar ahí parado como un panoli todo el día?-
Me quedé tan
sorprendido que no supe cómo reaccionar, paralizado, así que asentí y
rápidamente fui a ayudarla a descargar más cajas y a introducirlas en su
no tan nueva casa. Era la primera vez en mi vida que alguien me hablaba
con ese tono ¡y sólo acababa de conocerla! Yo no lo sabía, pero hoy en
día, visto con la perspectiva que te ofrece el paso del tiempo, en ese
momento decisivo en la historia de mi vida, comencé a sentir lo que más
tarde aprendería. Me enamoré.
@PattiSD
Jaime
Se descalzó y se subió a la barandilla del puente, las piedras pesaban en sus bolsillos. Se quitó la goma del pelo y sacudió la cabeza; le había crecido mucho en los últimos meses, hubiera tenido que cortárselo en breve si no fuera porque ya no era necesario. Tomó una bocanada profunda de aire y cerró los ojos. Dicen que cuando vas a morir, tu vida pasa por tu cabeza en tan solo unos segundos, en su caso no fue así, lo único que vio fue la negrura de sus ojos apretados. Había dado un paso adelante y ya tenía un pié suspendido en el aire cuando escuchó su voz:
“Si te mueves más te vas a caer” Era una voz infantil, no quería abrir los ojos, no quería mirar a quien se dirigía a ella, no podía permitirse dudar, le había costado la misma vida tomar aquella decisión.
“Y si te caes seguro que te mueres” Ella reprimió una sonrisa; esa era justo su intención “A mi me daría pena verte morir” ... En ese momento tomó conciencia del impacto que podría ser para alguien pequeño verla lanzarse al vacío. “Jodido mocoso” pensó. Ladeó un poco la cabeza y levantó un párpado. El niño que la observaba no tendría más de 11 años, tenía el pelo rubio y revuelto, los ojos muy grandes y la nariz sucia, cuando vio que le miraba, le regaló una sonrisa “Mi madre decía que si te suicidas vas al purgatorio. Supongo que ella estará allí, porque se ahogó aposta en un pilón. En el pueblo decían que fue porque mi padre era un hijo de puta, pero no, mi abuela no tenía la culpa; mi abuelo también le pegaba a ella”
Al escucharle abrió el otro ojo, el chico prosiguió “Y luego mi padre se fue con otra del pueblo y mi hermana y yo hemos oído que también la da mala vida, pero no lo sabemos, porque no hemos vuelto a verle..”
Cada vez estaba más en shock, pero había empezado ya tenía claro que no podía tirarse mientras el muchacho estuviese allí. “¿Por qué te quieres tirar?” Preguntó el niño arrugando la nariz y acercándose “¿Cómo te llamas?” Se sentó al lado de sus pies en la barandilla y ella claudicó, se sentó junto a él.
“Porque no me quieren” No sabía por qué se lo contaba, pero tampoco le importó que él lo oyese. “Bueno, tampoco a mi me quiere mucha gente y yo no me quiero morir.
Porque si me muero seguro que no me van a querer más.. ¿No te quiere nadie?” Eso la hizo sonreír “No. Digo sí, claro que me quieren algunas personas” Sin pensarlo acarició el pelo del niño y le peinó el despeinado flequillo. “Y tus hijos ¿tampoco te quieren?” “Yo no tengo hijos” “¿No te gustan los niños?” “Me dan igual” “¿Entonces por qué no tienes?” “No lo sé” “Tú no sabes muchas cosas eh” Volvió a reír ante su ocurrencia. Había sonreído más en los últimos minutos que en las semanas pasadas. “Tienes razón, hay muchas cosas que no sé” “Bueno –titubeó el crío- a lo mejor es porque eres guapa. Mi padre decía que las guapas no saben casi cosas, pero yo no hago caso de lo que decía mi padre, porque le pegaba a mi mamá” Se encogió de hombros.
Un ahogo le subió por el pecho cuando se imaginó el drama que había vivido ese chico. Le abrazó “¿Cómo te llamas pequeño?” “Me llamo Jaime. Como mi padre” “Es un nombre muy bonito” “Sí, pero yo preferiría llamarme otra cosa”
Reprimió una lágrima, no era justo que la viera llorar mientras él mantenía esa entereza “¿Quieres un helado Jaime?” “¿Gratis? ¿Sin tener que dar nada a cambio?” “Sin tener que darlo. Palabra de honor” se llevó la mano al corazón para apoyar sus palabras “Entonces sí. Hace mucho, que nadie me compra un helado” Se le encogieron las entrañas al escucharle “Entonces, yo te compraré uno y te daré dinero para que puedas comprar luego otro a tu hermana”
El niño sonrío y le tendió la mano, ella la cogió y bajó de la barandilla. Jaime la miró y le dijo “¿Entonces, ¿sacamos las piedras de tus bolsillos? Te he visto meterlas” En silencio ella se sacó las piedras “Sacadas. ¿Vamos?”
Mientras caminaban alejándose de una muerte segura que ahora se le antojaba muy lejana, el chaval le dijo “Ahora, sólo tienes que decirme tu nombre y así podemos ser amigos, que no me dejan hablar con desconocidos..” “Lucía, me llamo Lucía”
Cristina Solano @ropadeletras
Diciembre 2012-12-09
La reina oscura. Capítulo 1. Parte IV
Pero desde aquel día en el invernadero, Ilma no volvió a ser la misma. Tenía una pena en sus ojos que nadie pudo ver, era algo en su interior que pugnaba por salir, y no sabía bien que era. Se esperaba mucho de ella, pero aún no había salido de ella ningún poder excepcional. Llevaba años entrenando con Gayus y todavía no sabía cual era su elemento. Se suponía que ella debía conocer la Profecía, se suponía que ella conocía los nombres de las Tres Hermanas, los nombres de verdad, esos que ya nadie recordaba y que estaban perdidos en la noche de los tiempos; se suponía que sabía donde estaban las fuentes de la magia. Se suponían muchas cosas, de las que ella no estaba tan segura en estos momentos. Todos esperaban mucho de ella. Tal vez demasiado, pensaba la niña con amargura.
Pasaron varios días, y parecía que nada cambiaba. Nadie se dio cuenta de que Ilmassa estaba distinta. Sólo Olrún notó su apatía, pero no dijo nada. Ella había demostrado claramente que no la consideraba su amiga o cualquier otra figura cercana, y ninguna de las dos tenía la menor intención de que eso cambiara, por lo que la niña decidió dejar tranquila a la pequeña sacerdotisa.
Gayus, por su parte no prestó demasiada atención al cambio de comportamiento de Ilmassa. Lo achacó a que estaba creciendo. Ya tenía casi once años. Además, el mago se pasaba casi todo el día en su estudio privado, sin prestar atención a nada más. Sólo había una cosa que conseguía animar a la pequeña. Un pequeño secreto.
La joven sacerdotisa pasaba los días distraída, perdida en sus propios pensamientos. Ya no prestaba atención a las clases, no escuchaba nada de lo que le decían los demás. En sus ratos libres se escapaba al tejado y se pasaba sentada allí horas y horas, con la mirada clavada en el horizonte. Ni ella misma podía describir que era lo que le pasaba. Era como si un enorme agujero se hubiera abierto en su interior y se fuera tragando poco a poco su espíritu. Sólo ansiaba volar lejos de todo, como hacían los pájaros que revoloteaban a su alrededor.
Pero un día, desde su elevado escondite, Ilmassa vio a Olrún escabullirse del castillo. Parecía que llevaba algo en las manos. Ilmassa tenía una vista que el mejor de los arqueros desearía para sí. Podía ver cosas a gran distancia.
Como cada día, Olrún había cogido algo de comida y salió en busca de Balkar. El chico seguía desconfiando de la niña, pero a ella le daba igual. Balkar era algo mayor que Olrún, y sus modales era de gente de campo. Mirdgard, según había oído, era un reino pobre, principalmente agrícola. Solo en algunas zonas de la montaña había yacimientos de minerales. Pero la mayoría estaban bajo el control de los orcos y Trolls, o lo que era lo mismo, del Caballero Oscuro.
Solían encontrarse junto a la muralla del castillo, justo detrás de un agujero por el que Olrún se escapaba para llevarle la comida y visitarle. La obertura era suficientemente grande para que pasaran los niños, ya que estaban delgados, ningún adulto podría pasar por ahí, por eso no se habían molestado en arreglarlo. Además iba a dar a una calle poco transitada, justo tras la posada de más prestigio de Lebhar, era una calle estrecha que salía de la gran avenida principal.
- Buenos días, ¿cómo estás hoy, Balkar?
- Eres tú.- Balkar estaba sentado cerca del agujero.
- Te he traído queso y pan. Hoy no he podido coger fruta. Sigrún empezaba a sospechar que algo pasaba, aunque lo he echado la culpa a los ratones.- dijo sonriente mientras le tendía la comida- Le ha pedido a Gayus que pusiera trampas o algo.
- No tienes porque traerme nada. Se cuidarme yo sólo.- El niño hablaba sin mirar a Olrún, como siempre hacía. Le imponía demasiado la mirada de la niña, aunque no entendía bien porque. Esos ojos verdes le recordaban a algo o alguien.
- Bueno, eso ya lo se. Pero no creo que haya nada malo en querer ayudarte.- Balkar cogió la comida y se sentó.- No tengo muchos amigos, ¿sabes?
Olrún se sentó a su lado mientras el chico comía. Balkar no solía hablar mucho, pero su compañera si le contaba muchas cosas. Así había conseguido averiguar
mucho acerca de las costumbres y rituales del mago. Era muy dicharachera, y comenzaba a gustarle. Empezaba a plantearse si lo que tenía pensado estaría bien o mal. No quería hacerle daño. Realmente había muy pocas personas que se hubiesen portado tan bien con él, sin pedir nada a cambio.
Balkar venía de una familia muy pobre, que servía a uno de los nobles de la corte de Dunkel, un viejo mago que se había ganado su favor tras conseguir ampliar las fronteras de Mirdgard tiempo atrás. Su padre trabajaba en las caballerizas y su madre en las cocinas. Se había criado en un castillo donde el resto de los niños le miraban por encima del hombro, y apenas bajaba a la aldea, ya que su familia trabajaba para el gran tirano que explotaba y expoliaba al pueblo, por lo que nunca tuvo amigos. Nunca había tenido un compañero como Olrún.
- Sabes una cosa.
- ¿Mm?- Se interesó el niño, aunque tenía la boca llena.
- Anoche tuve un sueño muy raro. ¿Quieres que te lo cuente?
- No me interesan los sueños tontos de una cría.- respondió una vez hubo tragado- Gracias por la comida.
Balkar se levantó, pero Olrún siguió hablando, ignorando la descortesía de su amigo. Eso se había convertido en un rito entre los dos.
- Estaba en la puerta principal de la torre, la que da al lago. Y había dos personas allí, un hombre alto y fuerte que miraba una mujer esbelta. Era muy hermosa. El hombre parecía un caballero y tenía un símbolo bordado en el pecho. Era este.
La niña dibujo en el suelo el símbolo. Cuando Balkar lo miró se quedó helado.
- ¿Qué se supone que es eso? ¿Un dragón?- Preguntó el muchacho con cierto temor.
- Sí. ¿Sabes que significa ese símbolo?
El dibujo parecía ser un dragón con el símbolo de las Tres Hermanas en la frente. Ese era el símbolo que llevaba en el estandarte el Caballero Oscuro.
- No.- mintió el chico- ¿Y qué pasó?
- Fue extraño. La mujer parecía un fantasma o algo así, y cada vez iba volviéndose más transparente, casi invisible, mientras el hombre observaba. Entonces se volvió hacia mí y me dijo algo, pero soy incapaz de recordarlo.
Balkar no consiguió entender el sueño, pero se asustó. ¿Acaso era un mensaje para él? Tal vez su tiempo se agotaba, y debía darse prisa en acabar su misión.
- No es la primera vez que tengo ese sueño, ¿Sabes?
- ¿En serio?
- No, pero tengo que irme. Se hace tarde.
- ¿Vendrás mañana?- Necesitaba algo de tiempo para averiguar porque el Caballero Oscuro había enviado un mensaje a través de esa niña.
- Sí, por su puesto.- Olrún sonrío con aquella calidez habitual, y le prometió que volvería al día siguiente. Era realmente feliz.
Balkar estaba decidido. Necesitaba entrar en la torre del mago, y esa niña era la llave. Ahora estaba convencido. Se puso a planear que haría para llegar a la torre. Necesitaba que la torre se quedara vacía. Y entonces vio que la ciudad se estaba preparando para una fiesta.
Cuando estaba cavilando su plan, un ruido a su espalda le sobresalto. Cuando se giró vio a la otra persona a la que esperaba
- Ah, eres tú.
- Sí- respondió Ilmassa- ¿Cómo estás hoy?
Ilma nunca le había llevado nada, sólo iba y se sentaba junto a él, y conversaban. Balkar recordó el día que la conoció. Le pareció una chica un poco rara. Cuando se enteró de que era la otra discípula de Gayus, comenzó a creer que al mago le gustaba la gente extraña. No tenía ni idea de que era una sacerdotisa. Ilma no solía hablar de cosas relevantes, solo de vez en cuando comentaba algo sobre la vida en la torre.
Se conocieron unos días después de que conociera a Olrún. La niña le había llevado algo de fruta y se marchó deprisa, porque la esperaban en la torre para limpiar no se que alacena. Pero al marcharse ella, apareció Ilma por la esquina. Balkar la miró extrañado, y ella le devolvió una mirada de sospecha.
- ¿Quién eres tú, y por qué esa idiota te ha traído eso?- El tono de la niña era el mismo del que estaba acostumbrado a mandar.
- ¿Y a ti qué te importa?- dijo el muchacho a la defensiva.
- Pues que si se lo digo a su maestro la castigará por alimentar a un vagabundo.- Ilma disfrutaba con aquello y Balkar se dio cuenta. De pronto le recordó a aquellos chicos del castillo y supo que no debía confiar en ella.
- No se que te puede importar a ti. Vete y déjame en paz.
-¿Sois amigos?- Esta vez, el tono de voz de la niña era distinto, algo menos agresivo.- Verás, es que no es muy habitual en ella hacer amigos. Es demasiado… rara, por decirlo de alguna manera.
- ¿Sabes qué? Deberías empezar por presentarte tú y decirme porque la has seguido hasta aquí.
Ilmassa le contó que era discípula de Gayus y que simplemente había sentido curiosidad. Balkar recordó lo que le contó Olrún sobre los dos discípulos de Gayus el día que se conocieron. Desde ese día, Ilma había ido casi todos los días, siguiendo a Olrún. Solían hablar de trivialidades, y hacían juntos pequeños trucos, como levitación o pequeñas bolas de energía. Para Ilma era una peque vía de escape de sus pensamientos y frustraciones. Para Balkar era un misterio a descifrar, un pequeño juego que le servía para practicar. No confiaban el uno en el otro, pero aún así, se fueron conociendo poco a poco.
Pero ese día Balkar tenía cierta prisa, ya que tenía que planear algún modo de entrar en esa maldita torre. Entonces fue cuando se dio cuenta de que tendría la oportunidad perfecta cuando Ilma le comentó sobre la fiesta del Calan Mai, y como Gayus estaría fuera todo el día atareado con las funciones de Mago Maestre de la corte de Lebhar.
CONTINUARÁ
@kris_Cb_21
3
Leyendo el sensacional relato de Jorge que sin duda sería todo un
hito para la historia de la literatura universal, cambiándola de cabo a
rabo, ya no sé si para bien o para mal, me quedé dormido en el sofá.
Esto lo comprobé porque a las seis de la tarde, cuando regresé de estar
entre los brazos de Morfeo, donde había estado soñando con príncipes que
tenían extremidades amputadas, estaba allí tumbado, con los papeles
tirados por doquier y destapado. Teniendo en cuenta que había estado
toda la noche sin manta o sábana alguna que cubriera mi cuerpo mientras
dormitaba salvaguardando el calor corporal, y antes de llegar a mi hogar
había vagado por las calles de la ciudad enfrentándome a un diluvio de
magnitudes bíblicas, al despertarme padecía todos los síntomas de un
mortífero constripado que amenazaba con tenerme en el dique seco una
larga temporada. Y teniendo en cuenta, una vez más, que la única fuente
honrada de ingresos que llegaba a mi casa era la que yo conseguía
valiéndome de métodos deshonestos, no podía permitirme estar en el dique
seco.
Para aquellos lectores que no sepan qué es eso de un
constripado, lo referiré a continuación, aunque espero que sepan
perdonarme las incongruencias de mi diagnóstico médico, porque yo no
tengo profesión alguna y de tenerla, pese a tener una caligrafía
horrible, no sería la de ejercer la medicina. Esto es así porque no
tolero ver sangre, ya sea propia u ajena. Un constripado viene a ser
como un constipado normal y corriente, pero en malo. Tan malo que en
lugar de quedársete asentado cual colono en el pecho, se te baja hasta
llegar a la zona abdominal o estomacal, lo que entre la gente de a pie
se conoce como tripa. Y las consecuencias del descenso de este ente
vírico a la tripa son nefastas, ya que se alía con la flora y la fauna
intestinal, provocándose ahí mismo una coalescencia interna que produce
que padezcas cosas tan divertidas como una sutil diarrea aderezada con
vómitos esporádicos. Estos síntomas que he referido bien podrían ser los
de una vulgar gastroenteritis, pero es que la constripación va más
allá. Parte de los virus que forman el grupúsculo maligno decide no
bajar a la zona estomacal y se queda en su sitio natural, lo que es
comprensible ya que si hay una cosa que dé auténtica pereza a un ser
humano es mudarse y supongo que los virus, que pese a no tener sexo
joden bastante, seguirán el mismo proceder. Así pues, un constripado es
una mezcla entre un constipado y una gastroenteritis porque coge, como
suele decirse, lo mejor de cada casa.
El caso, estimado lector,
es que me encontraba tumbado en el sofá empezando a sentirme bajo los
efectos de tan terrible enfermedad, que era algo que ni resultaba
agradable ni mucho menos me podía permitir. Aquella noche tenía que ir a
trabajar sí o sí porque necesitábamos el dinero de una manera
imperiosa. Temblando y prácticamente agonizante (en verdad me levanté
sin esfuerzo alguno, lo que pasa es que quiero darle un toque dramático
al relato, que siempre viene bien, y protagonizar un esfuerzo de
carácter hercúleo o incluso, titánico) me levanté del sofá,
desparramando papeles y todo lo que llevaba encima y me dirigí al
botiquín. Como no soy médico, sino paciente y además malo, hice algo que
los galenos y demás individuos que acostumbran vestir bata blanca
recomiendan encarecidamente no hacer: automedicarme.
Empecé a
coger toda pastilla que se me ponía por delante y sin más, la ingería.
De colorines, blancas, redondas, ovaladas, cuadradas, espongiformes,
alargadas, diminutas… No me dejé prácticamente una pastilla sin tomarme,
hecho que como referiré más adelante, tendrá unas nocivas consecuencias
para mi persona. Llegué a sentirme, ante tanta orgía pastillera, como
un invitado a una fiesta de Pocholo en Ibiza.
Después de agotar
las existencias de medicamentos que había en mi humilde morada y viendo
que empezaba a oscurecer, empecé a prepararme para mi inminente salida,
como si fuera un vampiro. Fui a mi cuarto, encendí la luz pese a las
protestas generalizadas de los gatos retozones que querían un mínimo de
intimidad y empecé a vestirme. Una vez me hube desnudado por completo me
di cuenta de algo sorprendente: la presencia de mi cuerpo sin ropa
había conseguido bajarle la libido a los gatos supra-hormonados que
habían tomado mi alcoba, porque habían parado de ir a lo suyo (porque
pese a las protestas iniciales habían continuado con su actividad aunque
estuviera la luz encendida) y se tapaban los ojos con las patas
delanteras.
Impresionante.
Como Dios me trajo al mundo abrí mi
pequeño armario carcomido y oteé el panorama en busca de algo apropiado
que ponerme. El objetivo estaba claro: hoy debía pillar algo más que un
resfriado y para ello mi indumentaria debía ser atrayente y llamativa.
Sin dudarlo un instante cogí el tanga de leopardo que encontré roto en
un cubo de basura y que, con paciencia, hilo y grapas, había dejado casi
como salido de fábrica y me lo puse. El dichoso tanga aleopardado me
incomodaba enormemente, pero la seducción es así… Antes muerto que
sencillo, aunque nunca entenderé por qué, si el amor se supone que es
ciego y, seguidor, por tanto, de Santa Lucía, la lencería es tan
popular.
Para seguir redundando en la idea de la falta de
sencillez a la hora de vestir, me puse a continuación unas medias de
rejilla llenas de carreras, rotos y zurcidos que, en honor a la verdad y
sin ánimo de tirarme flores, no me quedaban nada mal. Al contrario, al
verme en el espejo me vi sexy y poderoso y sentí un especial orgullo por
mis piernas. Las susodichas medias realzaban mis muslos y mis gemelos.
Encima de las medias me puse unos pantalones vaqueros rajados hasta
prácticamente la altura del muslo, que más que pantalones, deberían ser
tildados de cinturón ancho. Por lo que llevaba puesto en estos momentos
muchos de ustedes podrían catalogarme como un auténtico putón verbenero.
No se corten y háganlo, que yo soy el primero que se lo dice y no me va
a molestar que lo digan vuestras mercedes, que cosas peores en esta
vida me han dicho y además, no es ninguna mentira.
Pensé en no
ponerme camiseta alguna y dejar mi portentoso torso al descubierto,
faltándome sólo llevar colgado del cuello un cartel que dijera: “creo
que es obvio, pero ofrezco mi cuerpo por dinero”. Pero ya lo había hecho
otras veces, tanto lo de ir descamisado como lo del cartel y no me
había dado muy buenos resultados. Así que me puse una camisa de cuadros
rojos y blancos, que ayudó a suavizar un poco mi llamativo aspecto. De
todos modos estaba provocador, no me lo nieguen.
Me atusé un poco
los cabellos, apagué la luz de la habitación para regocijo de los
felinos acantonados en él y de esta guisa salí a la calle. Nada más
poner un pie en ella, un pensamiento profundo, a la par que filosófico
cercenó mi mente y pasó por ella como un rayo:
- ¡Ostia, qué frío hace!
Ya
ven ustedes que cuando a mi media neurona le da por funcionar ocurren
milagros. De tener otra media más, es decir, la neurona entera, sin duda
sería un premio Nobel en potencia. Para que terminen de hacerse a la
idea, hacía más frío que en la comunión de Pingu. En un primer arrebato
de cordura pensé que en una noche tan fría nadie en su sano juicio
saldría en busca de un travesti horrible en un barrio marginal. Pero
después, pensé que de salir gente, debería ser en una noche tan fría y
desapacible, buscando cualquier cosa con la que calentarse. Y tenía
claro que esa “cualquier cosa” con la que los transeúntes ansiaban
entrar en calor era yo, así que con este pensamiento e imaginándome ya
el dinero que me iban a pagar, caminé. Ya les he dicho que sólo tengo
media neurona.
Crucé la gran carretera que sesgaba mi barrio por
la mitad y llegué a la acera de enfrente, que no era la residencial y
por tanto, más marginal si cabe que el lugar donde estaba ubicado mi
palacio. Era esa la zona mayor de trapicheos, donde se producían la
mayor parte de los robos, asesinatos y compra-venta de drogas, servicios
de índole sexual, bicicletas y cromos de fútbol. Era, asimismo, una
zona que solía estar muy concurrida a esa hora, y por lo general a
cualquier hora porque se trataba de nuestro Wall Street particular y
carecía de horario, pero se ve que por el frío polar que hizo esa noche
no había ni un alma.
Este hecho no me desanimó porque de haber
estado concurrida como siempre solía estar no me hubiera parado allí a
vender mi pobre cuerpo, por ser esa zona principal, además de
bulliciosa, peligrosa en grado sumo. Por lo tanto, pasé de largo y dando
la vuelta a todo el perímetro del “área comercial” proseguí con mi
ronda nocturna. Mis pasos me llevaron a una rotonda con una enorme
fuente coronada en una escultura horrible, esculpida sin duda por algún
artista contemporáneo sin talento. Los miembros del ayuntamiento
encargados de la decoración de la rotonda habrían pensado que como esto
era una zona marginal y por tanto, dejada de la mano de Dios, los allí
residentes no tendríamos sentido del buen gusto y por eso colocaron esa
horrible escultura. Que sepan los líderes del consistorio que vivimos
aquí, es este barrio tan malo, porque no tenemos medios económicos para
más, que de tenerlos, que no les quepa duda que viviríamos en enormes
chalets adosados de siete plantas por lo menos. Además, una cosa es
carecer de medios económicos y otra muy diferente ser tonto, y esa
escultura era una abominación. Para colmo de males, no contentos con
habernos plantado esa monstruosidad en las narices, o al menos en la
rotonda, habían cortado el agua de la fuente por tiempo indefinido
porque la gente del barrio había cogido la costumbre de en ella bañarse
en vez de hacerlo en sus hogares.
Una vez llegué a la rotonda
coronada por la escultura, que no me cabe la más mínima duda de que
había causado más de una retinosis en los desgraciados ojos que tuvieron
el infortunio de posarse en ella, pasé de largo y torcí a la izquierda.
Caminé por espacio de un cuarto de hora hasta llegar a mi destino. Era
una callejuela angosta y mal iluminada, que olía a basura porque en ella
había varios contenedores destinados a almacenar los desperdicios, en
los que en las noches infructuosas acababa rebuscando para rescatar algo
y usarlo en mi provecho. Normalmente este recoveco solía estar
desierto, ya fuera por el mal olor, la escasa iluminación o una mezcla
de ambas, pero en esta ocasión estaba de suerte: había alguien.
Un
hombre estaba al fondo del callejón con un perro junto a los cubos de
basura. A medida que me iba aproximando a él empecé a pensar que estaba
loco o, al menos, no todo lo cuerdo que debería, por varios motivos a
cada cual más importante, como por ejemplo su vestimenta. El individuo
vestía una camisa blanca, encima de la cual llevaba un chaleco sin
mangas de color negro. Llevaba unos pantalones de pana o algún material
similar arremangados que dejaban al descubierto unos gemelos más propios
de un deportista de elite, como los de Roberto Carlos, ese fantástico
lateral zurdo brasileño del Real Madrid que en su tiempo libre componía y
cantaba, haciendo las delicias de nuestras madres. En la zona abdominal
y enganchando el pantalón a la camisa, llevaba puesto un fajín colorado
o carmesí y en la cabeza, una boina negra. Pero lo más desconcertante
de todo eran sus zapatos: unas botas militares de tacón alto y que
relucían en la oscuridad, quizás por estar hechas de metal.
Un
segundo detalle que me hizo pensar que ese hombre no estaba muy bien de
la cabeza fue el perro. Se trataba de un rottweiler blanco con las
orejas negras y dientes afilados y puntiagudos que vestía igual que su
amo. La boina, el chaleco, los pantalones… El perro llevaba calzadas
hasta cuatro botitas militares que también relucían en la oscuridad de
la noche. Si ya el hecho de ponerle un chaleco o una mantita por encima
cuando hace frío a un chihuahua o a cualquier otra rata de tamaño mayor
que merezca el calificativo de perro me parece repugnante, el ver a este
rottweiler vestir tal y como lo hacía su amo me parecía detestable. Los
perros son perros y deberían dejarlos vestir como tales, es decir, sin
ropa.
Y para acabar, el tercer detalle que me hizo darme cuenta
de que ese hombre era un demente, fue ver que hablaba con el perro, pero
como si estuviera manteniendo una conversación con él. Estaba muy
asustado, porque no me gustaban ni su indumentaria ni su amenazador clon
perruno, pero pese a mis reticencias seguí acercándome a él con la
intención de, y perdonen la expresión, llevármelo al huerto. La extrema
necesidad tiene estas cosas.
A medida que me acercaba a él pude
vislumbrar mejor sus facciones, que correspondían a las de un hombre
maduro, de unos cincuenta y cinco años (año arriba, año abajo) con unos
ojos negros penetrantes y una nariz recta y bien proporcionada. Era alto
y se le veía en forma. Estaría loco de atar, pero en contraprestación
era guapete. Ya de ser una mujer sería tremendo, pero bueno, nunca
llueve a gusto de todos. Cuando ya iba a empezar a seducirle ocurrió lo
peor: apareció Germán.
Considero oportuno, llegados a este punto,
detener un instante la narración y, o, u exposición de los hechos
ocurridos esa noche para hablarles breve y sucintamente de Germán, el
energúmeno que de la nada, como una seta, había aparecido. ¿Cómo
describirles a Germán? Ya he dicho que se trataba de un energúmeno, que
con eso podría valer, pero debería decirles algo más sobre él. Aparte de
ser un energúmeno, Germán era el líder moral y espiritual de los
rateros, mangantes y macarras del barrio.
Era el que más mandaba,
el que mas autoridad tenía y también, el más bruto de todos. Respetado
por todos e intocable. Querido y temido a partes iguales. Si tenías
algún problema con él estabas perdido. Su brutalidad era legendaria y no
paraba hasta lograr su objetivo: desvalijarte por completo. Como la
Muerte, que a todos nos acaba igualando, Germán no hacía ningún tipo de
distinción: robaba a amigos y enemigos, a ricos y pobres, a grandes y
pequeños,
a poderosos e indefensos, a ancianos y a niños… Y siempre salía
victorioso. Tener a Germán cerca era señal de peligro constante.
Yo
había tenido previamente un par de encontronazos con él que se saldaron
con un resultado terrible: como no llevaba dinero, me quitaba toda la
ropa, que como no le venía bien por ser yo un alfeñique y él un
auténtico armario empotrado, acababa quemando en mi presencia, para su
regocijo y mi tristeza. Pese a todo colaboraba con él y a veces, le
pedía quemar yo mi ropa, porque más valía colaborar y volver a casa
desnudo que hacerlo desnudo y con una puñalada.
Germán era un
auténtico veterano en el oficio, había empezado a robar desde niño y
ahora, al borde de la jubilación, seguía en ello, me da a mí que más por
costumbre que por verdadera necesidad. Pese a frisar la edad de la
retirada, le pasaba como a los buenos vinos: mejoraba con los años.
Tenía una cabeza pequeña, rapada y con una frente ancha. Sus ojos eran
pequeños y su nariz, chata. Tenía una boca grande de la que faltaban
algunos dientes y las mejillas surcadas por cicatrices, que según cuenta
la leyenda urbana, se había hecho él mismo para demostrar que si se
mutilaba a sí mismo, a los demás sería capaz de hacerles cualquier
barbaridad. Era muy alto y, como ya he dicho, corpulento.
Una vez
ustedes ya saben quién es Germán, retomaré el relato por donde lo dejé.
De la nada apareció el mastuerzo y yo, lamentándolo mucho por mi
posible cliente, hice todo lo posible por apartarme del campo visual del
ladrón. Como con la ropa que llevaba puesta no podía correr, acabé
escondiéndome detrás de un cubo de basura dispuesto a esperar a que
pasara el chaparrón y que con suerte, Germán no se percatara de mi
presencia. Estaba muy alterado y respiraba entrecortadamente. Si iba a
vender mi cuerpo infructuosamente en ese callejón abandonado, era para
evitar encontrarme con Germán, que rara vez solía frecuentar esa zona.
El
hombre del perro estaba de espaldas a Germán, que se acercó a él, le
tocó el hombro y dijo su rutinario discurso de apertura:
- Buenas
noches tenga usted, estimado viandante. Siento importunar su paseo
nocturno junto con su querida mascota, pero es que necesito ayuda, estoy
con el agua al cuello y ya sabe que en momentos de necesidad uno
importuna al prójimo todo lo que puede y más.
- Le escucho. – Dijo el hombre de los gemelos superlativos dándose la vuelta.
-
Gracias amigo. Me llamo Germán, hace poco salí de la cárcel, soy
heroinómano, mis padres han muerto y tengo el SIDA… ¿Podría darme algo?
La voluntad, buen hombre…
Germán dijo esto de carrerilla y con el
toque justo y necesario de expresividad. Era todo una sarta de mentiras
porque nunca había pisado la cárcel, puesto que era tan peligroso que
ningún policía se atrevía a ponerle la mano ni la pierna encima; no
tomaba drogas, estaba sano como un roble o una enorme secuoya americana y
sus padres haría décadas que habían muerto. Era un discurso que por
objeto perseguía el de causar una buena primera impresión y el de
enternecer al oyente, para ver si tenía dinero. El hombre del perro
mordió el anzuelo, porque sacó su billetera y tras rebuscar un rato, le
entregó unas monedas.
- Toma, Germán. – Dijo mirándole a los ojos.
-
No quisiera importunarle otra vez – comenzó a decir Germán mirando las
monedas – pero, ¿podría dármelas en monedas de euro? Es que el cambio
monetario me pilló en prisión y aún no estoy adaptado a pensar en euros y
a tratar con céntimos…
Otra excusa barata para determinar si el
individuo al que pretendía atracar tenía más dinero. La gente por lo
corriente solía inquietarse cuando Germán decía esto, pero el hombre del
perro, que debería tener horchata en las venas, ni se inmutó:
-
Claro, claro… Déjame ver si tengo más dinero… - Y empezó a rebuscar
hasta que sacó cuatro monedas de dos euros. – Toma, Germán. Espero que
te bebas algo a mi salud.
Y acto seguido se dio la vuelta,
dándole otra vez la espalda a Germán y siguió pendiente de su perro.
Germán tintineó las monedas en la palma de su mano, ya que sin duda el
botín obtenido no le parecía sustancioso y volviendo a tocarle el hombro
al hombre del perro, dijo:
- Perdona amigo, pero creo que no me has ayudado lo suficiente.
- ¿Te parecen poco ocho euros, amigo Germán? – Preguntó el hombre del perro dándose la vuelta.
- Es que creo que tienes más dinero…
-
Claro que lo tengo, he contabilizado al salir de mi casa con mi perro
unos ciento ochenta y ocho euros con treinta y dos céntimos, de los que,
tras haberte dado ahora mismo algo, se me han quedado en ciento ochenta
euros justos. Y no voy a darte más, lo siento.
- Vaya hombre… Yo
que quería hacer esto por las buenas y me vas a obligar a sacarte el
cuchillo jamonero… - Dijo Germán llevándose la mano a la parte delantera
de su pantalón.
- No me impresionas. – Dijo el hombre del perro. – Más bien me aburres…
- Ya está, te voy a sacar el cuchillo.
- Sácalo y te piso la cabeza. Te lo advierto, que el que avisa ni es traidor ni mal amigo.
- ¡Te voy a rajar! – Gritó perdiendo las formas el garrulo de Germán.
Acto
seguido terminó de llevarse la mano al pantalón, sacó algo e hizo el
ademán de hincárselo al hombre del perro. Yo ya me esperaba lo peor,
pero entonces el que iba a ser mi cliente dijo:
- ¿Con un boli?
Poco me vas a rajar tú a mí con un boli BIC. Como mucho puedes intentar
asfixiarme haciéndome tragar el capuchón.
- ¡Oh, mierda! – Dijo Germán. - ¡Me he equivocado! Me he dejado el cuchillo en casa…
Efectivamente,
Germán se había dejado su famoso cuchillo jamonero en su chabola y
había cogido por error un bolígrafo BIC de los de toda la vida. La
estupidez humana acababa de alcanzar un punto culminante.
- Ya veo, ya… - Se limitó a decir entre bostezos el hombre del perro.
-
Vaya hombre, no veas lo estúpido y lo mal que me siento. Oye – empezó a
decir el mangante – no vivo muy lejos de aquí. ¿Te importaría esperarme
para que coja el cuchillo, suelte el bolígrafo y pueda desvalijarte sin
más?
- En absoluto. Tanto mi perro como yo estaremos encantados de esperarte, ¿verdad?
- ¡Guau, guau! – Se limitó a decir el rottweiler.
- ¿Y cómo sé que no aprovecharás para huir de mí? – Preguntó Germán.
- Te doy mi palabra de honor de que te esperaré aquí.
- El honor es algo carente de valor en este mundo.
- Ya lo sé.
- Entonces comprenderás que no me fíe de ti. – Dijo Germán.
- Mira, Germán, no me voy a mover. No tengo nada mejor que hacer y tengo curiosidad por ver ese cuchillo jamonero tuyo.
- La curiosidad mató al gato, amigo mío.
- Ya verás como no me va a pasar eso. Si te quedas más tranquilo, te juro por lo más sagrado que no me moveré de aquí.
-
¿Y por el pijama de Espinete? – Preguntó Germán, a lo que el hombre del
perro respondió afirmativamente con la cabeza. – Vale, me has
convencido. Voy a mi casa a por el cuchillo. Procuraré no tardar, que
está feo hacer esperar a la gente… ¡Hasta dentro de un rato!
Tras
decir esto, el veterano maleante marchó con paso alegre y decidido
hacia su casa, momento en el que pensaba que el extraño hombre del perro
aprovecharía para poner pies en polvorosa, pero pensé mal. Para mi
sorpresa, el hombre del perro no se movió en absoluto, demostrándome ser
un hombre de palabra y honor, a la par que un demente, ya que sólo un
demente cumple su palabra en los tiempos que corren. Además, el hecho de
cumplir su palabra para que Germán le mostrara el legendario cuchillo
jamonero, que había pasado de generación en generación, en riguroso
orden de padres a primos, era doblemente demencial. Mientras no daba
crédito a lo que mis ojos habían visto, y seguían viendo por haberlos
tenido bien abiertos en todo momento, el hombre del perro se puso a reír
y a charlar animadamente con su rottweiler.
El perro debía ser
un cómico con todas las de la ley, porque su dueño no paraba de reírse a
mandíbula batiente. Reía tanto que creí que a Germán no le iba a dar
tiempo de matarlo con sus propias manos porque el gracioso rottweiler se
le habría adelantado. Pero no, el hombre del perro soportó estoicamente
el ataque de risa y al poco rato llegó Germán, corriendo y mostrando
alegre su cuchillo jamonero, sosteniéndolo encima de la cabeza como si
fuera un orco antes de la batalla.
- ¡Ya estoy aquí, ya estoy aquí! – Dijo Germán una vez hubo llegado. – ¡Mira lo que tengo, mira lo que tengo!
- Magnífico cuchillo.
-
En verdad se trata de una espada toledana muy corta, por eso la
empuñadura está tan currada, pero yo la uso como cuchillo jamonero.
-
Salta a la legua que se trata de una magnífica obra de artesanía. Eres
muy afortunado por tener algo así, Germán. ¿Verdad chico? – Preguntó
esto último dirigiéndose a su perro.
- ¡Guau, guau! – Fue la respuesta dada por el can.
-
Por cierto, ¿no habré tardado mucho, verdad? – Preguntó Germán
preocupado. – Que se nota que eres nuevo aquí, hace una noche muy
desagradable y pese a que en breve te voy a desvalijar por completo, me
sabía mal tenerte aquí perdiendo el tiempo.
- Nada, nada Germán.
No tengas cargo de conciencia alguno, que no has tardado mucho y además
mi perro ha amenizado la espera contándome un gran chascarrillo…
- ¿Tu perro? – Preguntó atónito Germán.
- Sí.
- ¿Tu perro te ha contado un chiste? – Volvió a preguntar Germán.
- Sí, además uno buenísimo. ¿Te lo cuento?
- Bueno… - Respondió Germán, que en ese preciso instante se dio cuenta de que tenía delante a un loco.
-
Mira Germán, esto es un calvo que entra a una peluquería y dice:
“perdón, me he equivocado”. – Nada más decirlo, el hombre del perro
prorrumpió en escandalosas carcajadas. - ¿A qué es bueno?
- Sí,
tu perro debería ir a la tele… Oye, ¿tú no habrás venido a parar a este
barrio con tanto dinero encima para comprar droga, verdad?
- No, no… - Respondió reponiéndose del nuevo ataque de risa. – Estoy aquí por un asunto familiar.
Así
se quedaron los dos un rato: Germán en silencio, escrutando incómodo al
hombre que tenía delante, porque no había nada peor que luchar contra
un loco que, como él, bien podía ser capaz de hacer cualquier cosa; y el
hombre del perro entre espasmos causados por la risa. Finalmente,
Germán rompió el silencio para decir:
- Bueno, venga, que he venido aquí para robarte.
- Te aviso que si lo haces no tendré más remedio que pisarte la cabeza…
Germán
sacó su cuchillo, se colocó en posición de ataque, dio un salto al
frente y cuando iba a clavarle el cuchillo a su adversario, ocurrió algo
impensable: quizás debido al entendimiento existente entre un perro y
un hombre que visten igual, ambos, tanto can como dueño, realizaron una
perfecta coreografía para desarmar a su atacante. Justo cuando Germán se
iba a abalanzar sobre su amo, el perro apresó entre sus fauces la
pierna de apoyo del maleante, momento que aprovechó el dueño para
agarrar a Germán del brazo que blandía el cuchillo y ejercer presión
para que lo soltara, cosa que finalmente ocurrió. Una vez desarmado
Germán, el dueño, haciendo palanca y fuerza con su fiel perro, que
seguía mordiendo la pierna del agresor, consiguió tirarlo al suelo. Todo
esto que he referido ocurrió en un abrir y cerrar de ojos, en apenas un
parpadeo. Germán había sido derrotado por primera vez…
Una vez en el suelo y mientras trataba de procesar todo lo que le había ocurrido, el hombre del perro le dijo a Germán:
- Te lo dije…
Y
tras mirar a su rottweiler buscando confirmación y tras recibir un
ladrido con el cual el can parecía darle su aprobación, alzó su bota
izquierda, mientras yo me fijaba en lo venosos que se habían vuelto sus
gemelos, para estamparla sin miramientos en la cabeza del pobre Germán.
Sonó un impacto duro, un crujir de huesos y el perro empezó a aullar
regocijado. Había cumplido con lo prometido una vez más, demostrando
asimismo que era un hombre de palabra, y le había pisado la cabeza a
Germán, que falleció en el acto.
Presencié el asesinato de Germán
muy alterado. No me esperaba que una vez desarmado su atacante, el
hombre del perro fuera capaz de hacer algo así. Estaba aterrado. El
extraño individuo se había destapado como un ser peligroso y agresivo,
más incluso que Germán, al que había asesinado sin miramientos y
valiéndose de una metodología muy desagradable a la par que poco
ortodoxa. No se podía ir por la vida pisando cabezas.
Desde mi
privilegiada posición parapetado tras los cubos de basura lo vi todo a
la perfección. La mirada de terror de Germán al ver aproximándose la
suela
metálica a su cabeza aún hoy, que han pasado años de los hechos que
narro, me persigue y me atormenta en sueños. Como estaba tan
relativamente cerca del cadáver, no tardó en llegar a mis pies parte del
reguero de sangre que emanaba del cráneo fracturado y astillado de
Germán. Antes comenté que no me gusta nada de nada la sangre: ni su
visión, ni su olor, ni su sabor, ni estar en contacto con ella. Esta
intolerancia mía hacia el líquido que fluye por nuestras venas, unida al
miedo a que el hombre del perro pudiera verme y decidir darme un fin
similar al de Germán para no dejar testigos, me hizo proferir un alarido
enorme de terror.
Grité tanto que debieron escucharme desde
Marte, y si me habían oído desde el espacio exterior, estaba más que
claro que el asesino, que estaba a mi lado, me había escuchado también.
Sabedor de que, o actuaba o algo muy malo podría pasarme, me levanté y
procurando ocultar mi rostro entre las sombras, tiré los cubos de basura
al suelo para obstaculizarlo y corrí como un atleta en las Olimpiadas.
Salí pitando del callejón y en vez de volver sobre mis pasos hacia la
rotonda coronada con la espeluznante estatua tiré por el otro lado.
Corrí sin rumbo fijo, sin importarme lo más mínimo el frío, la
incomodidad de mi atuendo o el no saber por dónde estaba transitando.
Sólo me importaba una cosa: salvar mi pellejo. Corría tanto que parecía
Forrest Gump o que me estaba preparando para participar en alguna
carrera popular como la San Silvestre Vallecana, pero me daba igual. Por
más que corría, no me sentía a salvo. Creía que en cualquier momento el
maldito rottweiler disfrazado me iba a apresar por el tobillo,
tirándome al suelo para facilitarle las cosas a su amo. Creía que si no
lo hacía el perro, imposibilitado por las cuatro botitas que llevaba
calzadas para correr a gran velocidad, sería el dueño quien terminaría
por capturarme para tirarme al suelo. Así que, debido a esas creencias,
aceleré el paso y corrí con más ganas, confirmándose que esto del dopaje
es efectivo, porque de no haberme tomado aquel arsenal de pastillas,
estoy convencido de que mi fondo físico no hubiera resistido tanto.
Corría
y corría, y mientras corría no paraba de mirar hacia atrás, temiendo
encontrarme, saliendo de entre las sombras, al maldito hombre del perro.
Para mi tranquilidad y sosiego, cada vez que giraba la cabeza para
mirar atrás, no había nadie ni se oía nada a lo lejos, lo que me animó a
correr más y más para terminar de despistar a mi posible perseguidor
del todo. Era noche cerrada y sólo se oían mis acelerados pasos, pero en
mi cabeza sonaba una y otra vez el crujir de los huesos craneales de
Germán al ser pisados con malas artes y saña. Corrí hasta llegar a una
carretera, giré la cabeza para ver si alguien me perseguía y crucé.
Tuve
que detenerme en seco porque por poco no me atropella un objeto que
inicialmente no pude identificar, pero que a posteriori resultó ser un
taxi. Sólo estaba dentro el taxista, que me miraba enfadado y le daba
mecánicamente al claxon. Presa del pánico abrí la puerta destinada al
asiento del copiloto y me senté al lado del enojado taxista.
-
¡Pero no ves que te vas a matar, panoli! – Me gritaba enfurecido. -
¡Antes de cruzar hay que mirar a ambos lados y no para atrás, como
estabas haciendo! Hay que estar en lo que hay que estar, hombre, que te
llego a atropellar y pese a ser culpa tuya por no estar en lo que debes,
se me cae el pelo…
El taxista siguió así un rato bastante
grande, tiempo que aproveché para serenarme y poner en orden mi cabeza.
El taxista era un hombre joven, con el
pelo rizado y barbita de
chivo que tenía las manos llenas de anillos. Cortando su perorata, le
pregunté que dónde estábamos, y para mi sorpresa había atravesado la
ciudad de cabo a rabo porque me encontraba en la salida norte de la
urbe, cuando yo había empezado a correr huyendo del hombre del perro en
la sur. Le pedí amablemente que me llevara a mi casa y tras pagarle por
adelantado una cantidad que él consideró adecuada teniendo en cuenta los
riesgos que entrañaba llevarme a donde le había pedido, nos pusimos en
marcha.
El taxi era pequeño, carecía de taxímetro y olía
asquerosamente a ambientador de pino. El taxista conducía
frenéticamente, saltándose semáforos y estaba más pendiente de la radio y
de comunicarse con algún compañero que de mí. Una vez avanzado el
viaje, me di cuenta de que estaba hambriento, porque mis tripas no
paraban de rugir. En un semáforo en el que extrañamente paró, el taxista
me dijo:
- ¿Qué, tienes hambre?
- Un poco.
- Si me das un poco más de dinero te doy algo para que sacies el apetito…
- ¿Qué tienes? – Pregunté rápidamente.
- Pirulas. Concretamente, pirulas de carita sonriente.
- Me da a mí que eso no alimenta mucho…
-
¡Qué va, qué va! ¡Si es lo más nutritivo que hay! – Dijo mientras
sacaba un par de la guantera. – Es la comida del futuro. Tecnología de
la NASA, amigo.
- No sé yo, ¿eh?
- ¡Que sí, que sí! Mira… ¿Tú sabes quién es Pedro Duque?
- ¿Pedro Duque? Pues claro que sí, hombre. – Respondí. - ¡El mejor astronauta español de todos los tiempos! Bueno, el único…
-
Bien, ya veo que sabes quién es. Pues Pedro Duque, en todas sus
misiones espaciales, se alimenta exclusivamente de pirulas de carita
sonriente…
La argumentación espacial del taxista me convenció y
me compré un par, que acto seguido me metí en la boca y tragué como un
pavo.
- Oye, estas pirulas no saben a nada…
- Eso es como
con la nouvelle cuisine: platos muy pequeños, reconcentrados, pero que
saber no saben a nada, o al menos, a nada bueno. – Me dijo el taxista
sin pestañear. – Eso del sabor y el paladar está sobrevalorado. ¿Qué más
dará si algo está rico o es vomitivo si lo que importan son los
nutrientes? Estas pirulas sabrán a rayos, pero tienen muchísimos
nutrientes: que si hierro, que si calcio, que si fósforo… ¡Hasta
elecaseinmunitas! Relájate y disfruta del viaje, hombre.
No dije
nada, aunque creo que de haber tenido algo que decir hubiera sido
incapaz de articular palabra alguna. Intuía que el taxista se había
aprovechado de mi candidez y me había estafado, porque empezaba a notar
cómo bailaba todo a mi alrededor. Era una extraña sensación, y creía
estar dentro de un cuadro de Dalí.
Todo fluía, se derretía, cambiaba de
forma… No había materialidad física. Me daba que las pirulas de carita
sonriente eran una droga potente en verdad y que si Pedro Duque las
tomaba, sería en la Tierra para ver las estrellas sin necesidad de
subirse a un cohete espacial. Por si la pirula de tez sonriente no era
suficientemente potente, en mi cuerpo se había
@diegombelmonte
Nada es igual. Capítulo 4
Anais abre los ojos, una extraña sensación de incomodidad e
inseguridad le recorre el cuerpo, ¿que hora es? Parece aun de noche,
decide levantarse e inspeccionar un poco la tienda.
Carlos y
Sofía duermen, qué mona Sofía durmiendo y que guapo Carlos, piensa Anais
mientras se sonroja. Pero, ¿y José?, ¿donde está José? Le entro el
pánico, lo busco por toda la tienda sin resultado alguno, y decidió
despertar a Carlos.
-Carlos, Carlos, - dijo susurrando Anais, -no
encuentro a José por ningún lado por favor despierta. Estaba a punto de
romper a llorar.
-¿Qué ocurre?, dijo Carlos frotándose los ojos y confuso
-Es José, no se donde esta.
Carlos se levantó casi de un salto al oír esas palabras.
-¿Cómo que no sabes donde esta José?
-No
se, me desperté y os vi a ti y a Sofía durmiendo pero no a José, lo he
buscado por todos lados y no esta Carlos no está... -Dijo Anais rompiendo a
llorar,
-Vale Anais tranquilízate, a lo mejor no has visto bien, -
le dijo Carlos mientras la abrazaba. Comenzaron a buscarlos por todos
lados pero no estaba en la tienda y no había señales de él.
-No es posible, ¿que ha pasado? ¿Escuchaste algo por eso te despertaste?
-No, nada de eso simplemente no se, tuve la sensación de que algo iba mal.
-vale, si no esta aquí dentro solo significa una cosa, ¡esta fuera!
-¿y
que hacemos? Con esta oscuridad no se ve mas de 2 metros de nuestra
cara, podríamos confundirlo con una de esas “cosas” y hacerle daño o
peor aun ser atacados.
No sabían que hacer, era muy
peligroso salir, pero que sería de José si estaba fuera y que hacía solo
por ahí, a Anais no le gustaba un pelo todo esto.
Sofía se despertó, se desperezaba y se frotaba los ojos mientras intentaba ver algo en aquella absoluta oscuridad.
-¿que pasa? -Preguntó.
-Nada cariño, tu sigue durmiendo. -Le dijo Carlos mientras le acariciaba la cara.
Que escena tan preciosa, se dijo Anais mientras los contemplaba.
Sofía
sin mucho rechistar se volvió a dormir. Carlos y Anais se sentaron en
la tienda pensativos y dudosos, tantas preguntas rondaban sus cabezas y
ninguna tenían respuestas. ¿donde estaba José?, ¿por qué había salido?,
¿volvería?
Justo en ese momento vieron una sombra acercarse a la
tienda, Anais cogió con fuerza la mano de Carlos mientras sin darse
cuenta estaba conteniendo la respiración. Carlos se puso delante para
protegerla.
La puerta de la tienda se abrió muy despacio, Carlos y Anais no dijeron nada, y en ese momento vieron que era José.
-¡José! ¿donde coño te metes a estas horas? - Le replico Carlos mientras soltaba la mano de Anais.
-Menudo susto nos has dado. -Dijo Anais
-Sois unos cobardes, no os asustéis tanto y dejarme tranquilo. -Dijo José ante la sorpresa de sus compañeros.
-¿Pero
tu que te crees? -Dijo Anais prácticamente gritando y abalanzandose
sobre él.
Carlos tubo que intervenir y agarrarla por la cintura.
-vamos,
vamos, tranquilicémonos, despertaremos a Sofía y todo esto tiene una
buena explicación, ¿verdad José? -Dijo Carlos mientras sostenía a Anais y
miraba desafiante a José.
-Puede, pero estoy cansado mañana si queréis podréis seguir con vuestro interrogatorio del tercer grado.
José se fue a dormir.
Carlos y Anais no salían de su asombro, no podían creer la reacción de José.
Anais se fijo en algo más, que la aterrorizó... José tenía las ropas manchada y mojadas, no estaba segura pero... era ¿sangre?
Anais miro a Carlos y pudo ver en sus ojos que pensaba lo mismo que ella.
-Ca...Carlos... ¿Te has fijado en...?
-bueno bueno, mejor vamos a dormir y no te preocupes, tendrá todo una explicación lógica.
@Anamitq
domingo, 2 de diciembre de 2012
Siempre y cuando. Capítulo 1
LA VIDA CAPÍTULO 1
¿Cómo
contar la historia de la vida si yo he formado parte de ella durante
tan poco tiempo? Si tan siquiera la conozco en su plenitud, sólo un
pestañeo de un lugar y de un momento que no dice nada pero que, sin
embargo lo dice todo.
Sir Rodrick
Nada es igual (capitulo3)
No estaban seguros de como salir, pero tenían que hacerlo y rápido, esas cosas gritaban , aporreaban la puerta y las ventanas.
-¡Estamos atrapados! Grito Anais desesperada
-Tranquila, déjame pensar un momento. Le dijo Carlos.
-¿Por
qué no subimos a la azotea y les tiramos cosas para hacer ruidos lejos y
así llamar su atención a otro sitio? Dijo de repente Sofía.
Parecía
una idea genial,tampoco tenían muchas más, cogieron algunos objetos y
en silencio subieron a la azotea de aquella casa, desde allí pudieron
ver las calles, y trazaron una ruta de huida.
Comenzaron a tirarlos, no estaban seguros de si funcionaría o no pero no les quedaba muchas opciones por probar.
-Eh mirad, ¡funciona! Dijo Sofía pegando saltitos.
Así era, esas “cosas” estaban confundidas, y empezaron a moverse hacia
el lado derecho lo cual era perfecto pues la salida mas próxima quedaba a
la izquierda.
Era el momento de salir, corrieron escaleras
abajo y con mucho cuidado y en silencio abrieron la puerta, salieron
escondiéndose entre contenedores y coches hacía una calle que desde la
azotea parecía segura.
Corrieron sin dirección, no sabían a donde ir, se escondían y rezaban para que esas “cosas” no los vieran.
En ese momento José que no había abierto la boca, vio una tienda que parecía vacía y que tal vez seria un escondite seguro.
-Eh chicos, esa tienda parece un buen sitio para esconderse por ahora.
Fueron allí sin saber qué les esperaría dentro, pero ¿qué podían hacer?
Entraron
a toda velocidad y se aseguraron de que no les vieran y de cerrar bien
la puerta. Inspeccionaron la tienda y efectivamente parecía seguro.
-¡Uuf! Que cansada estoy. Resoplo Sofía
-Si,
hemos corrido mucho, dijo Anais mientras miraba con cautela por el
pequeño escaparate de la tienda para asegurarse de que esas “cosas” no
los habían visto.
-Tranquila, si nos hubieran visto ya estarían dando golpes al escaparate, dijo José.
Anais
no podía dejar de mirar por aquel escaparate, se fijo por primera vez
desde aquella locura en su ciudad, siempre le pareció que era bonita,
tenía muchos parques, estatuas preciosas, grandes glorietas con fuentes
que por las noches se iluminaban de colores, pero ahora.... ahora era
desolador, contenedores tirados por el suelo, coches estrellados, sangre
por todas partes... y en ese momento se dio cuenta de que ya nada es
igual, nunca volvería a poder disfrutar de un paseo por el centro de su
ciudad, ni disfrutar de las fuentes de colores, no ya todo eso
desapareció para siempre.
-Oye no te preocupes tanto, tranquila todo saldrá bien. -Le dijo Carlos.
-Anais nos debes tu historia. -Dijo Sofía casi con un tono burlón de enfado mientras se cruzaba de brazos.
-Sofía, estoy muy cansada y hambrienta, comamos algo descansemos y te contaré mi historia. -Dijo Anais en un suspiro.
Parecía
que la niña se conformo con esas palabras y eso hicieron, cogieron
algunas latas de conservas y se las comieron con mucho gusto.
Carlos
no paraba de dar vueltas por toda la tienda, estaba muy pensativo e
intranquilo, no podía dejar de pensar en como esas “cosas” pudieron
saber que estaban en aquella casa llamada hogar.
-Carlos, ¿que ocurre? -Se interesó Anais.
-No, nada es solo que... ¿como sabían que estábamos allí?
-No
lo se, pero no te preocupes por eso ahora. -Le quiso tranquilizar, pero
ella también estaba bastante preocupada, ¿es que no podía estar segura
en ningún sitio?¿Esas “cosas” no la iban a dejar nunca disfrutar de un
rato de tranquilidad?
Aquella tarde la pasaron contando
historietas, Anais se enteró de que Carlos tenía 22 años, que estaba
estudiando periodismo y que le apasionaba su carrera.
Sofía
estaba en 4º de primaria y le encantaba ir al cole, tenía muchos
amiguitos y se lo pasaba según ella “bomba” en los recreos. Y José,
bueno sobre él no quiso hablar... Que chico mas raro pensó Anais.
-Cuéntame algo de ti. -Le propuso Carlos mientras se sentaba a su lado.
-Oh,
pues yo... -Anais se puso colorada sin quererlo, -tengo 21 años, y
quería estudiar psicología pero no me daba la nota, con que hice un
grado superior y bueno buscando curro ya sabes...
-Chicos como podríamos llamar a esas “cosas” ¿zombis? -Dijo Sofía
Anais estaba confusa, ¿Zombis? No de eso nada, había leído suficiente sobre ellos.
-No,
los zombis eran esclavos, personas que se suponen morían y volvían a la
vida pero no era verdad, los que practicaban vudú decían eso, pero en
realidad los tenían como esclavos, posiblemente drogados.
-Vaya si que sabes de esto ¿no? Dijo Carlos con una sonrisita burlona.
-Entonces, ¿como los llamarías?
-Pues yo... no lo se, ¿caminantes? ¿muertos vivientes?
+Eso es muy típico señora lo se todo sobre zombis. -Siguió burlándose Carlos
Entre
risas y sin darse cuenta, se les hizo de noche y decidieron irse a
dormir, querían madrugar para por la mañana con las ideas mas claras
trazar un nuevo plan, sabían que no era seguro permanecer en aquella
tienda mucho tiempo, y todos se fueron a dormir, todos excepto José.
@Anamitq