@PattiSD
jueves, 1 de noviembre de 2012
La belleza del sol
Siempre
había intentado imaginarme cómo sería. A mis cuarenta y dos años por fin estaba
en la habitación después de una operación de cinco largas horas. Una venda cubría
mis ojos, pues podía sentirla alrededor de mi cabeza.
El médico me había dicho que la mantuviera veinticuatro
horas después de la operación y ya llevaba tres horas que había permanecido
durmiendo. Jessica, mi hermana mayor, estaba conmigo en la habitación. Me había
dicho que había una amplia ventana y que le tomaría una foto para cuando
pudiera ver, porque dentro de una hora nos iríamos a mi casa en los alrededores
de Madrid, en un pueblecito en el que hay mucha flora. Las vistas de la ventana
(decía) daban al otro edificio del hospital nuevo de Infanta Sofía y por un
lado se veían las hermosas palmeras que habían plantado en la entrada.
Yo estaba impaciente por ver. Ver los árboles, verdes en
primavera, de cálidos marrones en otoño y fríos grises y blancos en invierno...
Ver los pájaros que cantaban cada mañana, a mis dos hijos Pablo y Amanda y a mi
marido con el que llevaba casada diez felices años, el cual había permanecido
pacientemente toda la noche en la sala de espera cuando me operaban y cuando
dormía sentado a mi lado, pero mi hermana le había casi obligado a que se
retirara a descansar diciéndole que ella le relevaba. A parte de que quería ver
todo aquello a lo que me alcanzara la vista, lo que de verdad tenía ganas de
observar eran los rayos del sol. Toda mi vida imaginándome como sería
despertarse cada mañana con los rayos del sol en la cara y con la visión de mis
hijos revoloteando con la ilusión de ver a sus amigos en el colegio, sabiendo
con seguridad que les he peinado bien y que van con la ropa adecuada…
Mientras pensaba en cómo estaría de guapa mi hermana ya
mayor desde la última vez que la vi, hacía tantos años antes del accidente, me
advirtió de que ya era la hora de irse a casa.
Con toda mi ilusión me colgué el bolso, que me tendía Jess,
del hombro después de vestirme y me fui palpando las paredes pensando que estas
eran las últimas veces que tendría que tocar todo para poder avanzar.
Mi hermana me agarró del brazo y con la confianza que me
confería bajamos en el ascensor.
Ya me había despedido de las enfermeras, que tan amablemente
me habían ayudado en todo lo que necesitara, y le regalé a Clara, con la que
había entablado más conversación, una tarjeta con una foto de nosotras dos.
Claro está, que yo tenía fotos de todas ellas, para poder reconocerlas y saber
cómo eran, además Jess había escrito sus nombres debajo de cada cara.
En ese momento me entraron ganas de correr, de ir hacia el
coche, a pesar de no saber ni donde estaba, y conducir dirección a mi casa para
ver a mi familia... tenía tantas ganas...
Seguro que todo sería precioso. Estábamos en primavera, cosa
que me entusiasmaba muchísimo, porque echaba de menos los colores de las
flores.
De repente tuve miedo. ¿Y si todo lo que recordaba y creía
conocer no era como yo lo recordaba? ¿Y si no sabría acostumbrarme a esta nueva
vida? Lo peor de todo eran los pensamientos de inseguridad, los pensamientos
que atenazaban mi mente con sus dudas sobre la operación, y sobre si daría
efecto y podría ver de nuevo.
Mi hermana me hablaba cuando subimos al coche y me esforcé
en escucharla, porque ya me había perdido en el hilo de mis pensamientos.
Mis sentidos estaban tan agudizados por los nervios que
podía oír el sonido de las ruedas del coche al girar y rodar sobre el asfalto.
Sentía calor en mi cara, y sabía que eso significaba que hacía sol y que éste
me llamaba e insistía en que abriese los ojos.
El viento soplaba suave. Bajé la ventana y asomé los dedos
un poco, para notar su caricia en mis yemas.
El olor a menta en el coche lo llenaba todo. Tantos años y
mi hermana seguía usando el mismo ambientador de coche. Te despejaba las fosas
nasales y te llegaba al cerebro recreándote una imagen de inmensos valles, con
viento fresco y un lago cristalino. También recordaba al olor de la pasta de
dientes, pero eso era menos especial y a mí siempre me ha gustado lo especial,
las cosas que te hacen sentir que son únicas porque son tuyas, porque aunque
alguien más las utilice, siempre te vendrá a la mente tu uso, su uso por las
personas a las que quieres.
Jessica puso la
radio, pero ya estábamos llegando, no se por qué, pero lo sentía en mi pecho,
cómo mi corazón se hinchaba y creía que se me saldría y alcanzaría el cielo, el
mundo.
Cuando Jessica aparcó me temblaban las piernas.
Todavía me faltaban muchas horas para poder quitarme la
venda, pero la excitación y el deseo, me hacían temblar de arriba a abajo, como
si una corriente pasara por mi cuerpo y saliera, como si solo estuviera de paso
pero la siguieran muchas más.
Creo que se notó cuán nerviosa estaba, porque mi hermana me
cogió una mano y me susurró que me tranquilizara. No iba a pasar nada malo,
incluso podría volver a pintar como lo hacía antes, me dijo. Estaba tan
nerviosa...
Parecerá una tontería, pero había sufrido mucho cuando perdí
la visión. A mí me encantaba leer a todas horas, me encantaba quedarme embobada
mirando algo, un paisaje, un cuadro, una foto, algo que me encantara. Pero
desde el accidente no pude hacerlo y esta oportunidad que se me ofreció, aquél
donante... fue como si naciera de nuevo.
Oí los gritos de mis hijos y sus rápidas pisadas por la
acera que conducía a la calle, donde nos encontrábamos mi hermana y yo en el
coche.
Respiré profundamente y bajé del coche. Mis hijos me
abrazaron y me llenaron de besos y de palabras de alegría. Que me habían echado
de menos, que Amanda se iba a hacer un peinado muy bonito para que cuando
pudiese ver la viera muy guapa. Pablo me dijo que él no se haría un peinado
bonito, porque quería que le viese como era siempre.
No pude evitar llorar. Tenía tantísimas ganas de verlos...
Oí la voz de mi marido, David, el cual me leía todas las
noches la novela que yo quisiera y no podía sentirme más orgullosa de haber
encontrado un hombre tan bueno.
Cuando llegó hasta mí me abrazó y con la ayuda de mi hermana
cogieron mis maletas y me acompañaron hasta la puerta de la casa. Abrí la
puerta y mi hermana dijo que tenía que marcharse y volvería mañana para poder
“vernos”.
Esa noche, mis dos hijos pequeños, mi marido y yo, dormimos
juntos en la cama de matrimonio, arropados por una gran manta, esperando que se
hiciese de día.
A la mañana siguiente, cuando desperté me giré y vi el
reloj, eran las diez y media y mi familia seguía durmiendo conmigo. Cerré los
ojos y suspiré, pero de repente los volví a abrir mucho y miré la habitación.
Gritando de alegría desperté a mi familia. Amanda subió la persiana, dejando
entrar a la habitación la belleza del sol.
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Patricia Sánchez Díaz
Etiquetas:
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Publicado por
Pilar Giralte (Aishabatgirl)
en
jueves, noviembre 01, 2012
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1 comentarios:
Bienvenida al tintero de las ilusiones.
Tu texto rebosa entusiasmo y eso es gratificante.
Gracias.
Un beso.
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