Eran
las dos de la madrugada cuando el teléfono sonó, perturbando la tranquilidad de
mi habitación. Traté de ignorarlo y seguir durmiendo, pero el dichoso aparato,
que nunca sonaba pues muy poca gente solía llamarme, no estaba por la labor.
Sonó y sonó, y al final, resoplando e incorporándome lentamente descolgué el
auricular.
-
Buenas noches, ¿quién llama? – Pregunté.
- Buenas noches, estimado
conciudadano. – Dijo la voz al otro lado del auricular. – Según marcan los
cánones de la buena educación y máxime si tenemos en cuenta la intempestiva
hora a la cual estoy llamándole, lo suyo sería que le dijera quién soy.
-
En efecto, sería lo suyo. – Corroboré bostezando.
- Me ha parecido escucharle bostezar, ¿estaba
durmiendo?
- En efecto, en efecto. Estaba
durmiendo, pues eso de dormir a las dos de la madrugada es una fea costumbre
que aprendí de pequeño. En honor a la verdad, debo confesarle que soy un
dechado de malas costumbres.
- No será para tanto, señor mío. –
Dijo la voz sin percatarse de que estaba molesto. – Un ciudadano que a las dos
de la madrugada se halla en su domicilio, disfrutando del cálido abrazo de las
sábanas y entregándose por completo a los encantos de Morfeo en vez de estar en
la calle, bebiendo en cualquier mugrienta esquina, provocando alboroto y daños
en el mobiliario urbano no puede ser un dechado de malas costumbres. Yo diría
que es usted un ciudadano ejemplar.
- Tampoco diría eso… Soy un hombre al
que le gusta llevar una vida tranquila
.
- Me alegro, me alegro. En fin, buenas
noches. – Dijo mi interlocutor colgando el teléfono.
Me quedé muy sorprendido por el brusco
final que había tenido nuestra conversación, más si tenemos en cuenta que mi
interlocutor en ningún momento me había dicho su identidad ni me había contado
el motivo de su llamada. Era muy extraño, pues nadie llama a las dos de la
madrugada al hogar de un desconocido para hablar de nada en concreto. Pese a
todo, volví a colocar el auricular en su receptáculo y volví a tumbarme en la
cama dispuesto a seguir con lo que estaba haciendo hasta ese momento: dormir.
Mientras volvía a dormirme no pude
evitar pensar en cómo era mi devenir diario. Toda mi vida había transcurrido en
la mayor de las rutinas, desde mi juventud hasta ahora, que ya era un cuarentón
sin apenas pelo en la cabeza y que empezaba a sufrir los estragos de una dieta
cuyo pilar básico era la cerveza. Había nacido en el seno de una familia de
clase media con aspiraciones de ascender en la escala social, siendo el tercero
de cinco hermanos. Mi juventud transcurrió sin sobresaltos de ningún tipo,
pasando con honores por la escuela básica, el instituto y la universidad, en
donde me licencié sin mayor problema en Derecho.
Pronto, con la barra de pan que dicen
que todos tenemos bajo el brazo nada más nacer y con el título universitario en
el otro, merced a las influencias de mi señor padre, encontré trabajo en un
exitoso bufete del que aún formo parte.
Nunca fui una persona de muchos
amigos, en parte por ser un hombre reservado en exceso y por no gustar de las
diversiones que eran habituales entre la gente joven. Me centré en progresar,
en avanzar, en labrarme una reputación en mi lugar de trabajo, olvidándome por
completo de las relaciones personales.
Repasando mi vida en mi habitación
estaba volviendo a dormirme hasta que el teléfono volvió a sonar. En esta
ocasión no dejé que pasara mucho tiempo para responder a la llamada.
-
Buenas noches – respondí lleno de curiosidad - ¿quién llama?
- Buenas noches, estimado
conciudadano. – Habló la misma voz que me había llamado instantes antes. – Por
si no me recuerda le diré que soy el hombre que ha llamado hace diez minutos
despertándole y perturbando la tranquilidad reinante en su domicilio.
- Sí, sí, le recuerdo…
- Es que verá usted, después de haber
realizado un par de llamadas telefónicas más, perturbando la tranquilidad
reinante en otros domicilios de la ciudad y justo cuando iba a marcar otro
número de teléfono de la guía, me he dado cuenta de que antes, cuando le llamé
perturbando la tranquilidad reinante en su domicilio no le dije el motivo de mi
llamada.
- Es cierto.
- Para entendernos, que le llamé para
nada.
- Lo había entendido a la primera. –
Contesté un poco molesto.
- Ya bueno, pero una aclaración nunca
está de más. Además, así compruebo que había expresado la idea anterior
correctamente, pues no sé si a usted le pasará, pero tiendo a hablar mucho y
por más que hablo, no termino de explicar y, o, u desarrollar correctamente la
idea que tengo en mente.
- Ya veo…
- Sí… Verá, como suele decirse en
cualquier ruptura amorosa, no es usted, sino soy yo… Es decir, que la
aclaración era más para mí que para usted…
- Oiga señor, - empecé a decir
enfadado – son las dos y cuarto de la madrugada y es la segunda vez que me
llama. Y como en la llamada anterior, se está yendo por las ramas o por los
cerros de Úbeda y no termina de decirme qué quiere.
- ¿Qué quiere decir con eso? –
Preguntó mi interlocutor, un tanto desconcertado.
- Que haga el favor de decir para qué
ha llamado y así podré seguir durmiendo.
- Está bien, está bien. ¿Ve como usted
también hace aclaraciones? En fin, soy el comisario Rupérez y le llamo porque
me preocupo por los habitantes de esta ciudad. En honor a la verdad, he
accedido al cargo hace bien poquito y por eso he decidido coger la guía
telefónica y llamar uno a uno a todos los residentes de esta bella ciudad para
presentarme, pues sé lo importante que es para la gente sentirse protegida y
creer que las fuerzas del orden público velan por su seguridad. Y como en ese
libro de Unamuno, yo no soy nadie para hacer que la gente pierda su fe, aún a
sabiendas de que se trata de una fe sin sentido…
- ¿Así que sólo ha llamado para
presentarse? – Pregunté atónito.
- Más o menos, aunque también para
advertirle que…
No escuché más lo que el recientemente
nombrado como comisario me iba a decir, pues bastante enfadado decidí dar por
terminada la conversación colgando el teléfono. Estaba muy sofocado y para
calmarme bebí un buen trago de mi botella de agua. Algo más tranquilo volví a
tumbarme para intentar dormir, pero esa tranquilidad recién conseguida tras
beber agua desapareció de súbito: por tercera vez en aquella noche el teléfono
volvió a sonar.
-
¡Escuche Rupérez, deje de molestar! – Grité nada más descolgar el aparato.
- ¿Es usted Bernardino Gutiérrez del
Valle? – Preguntó una voz misteriosa diferente a la del molesto comisario, que
hablaba entre susurros.
- ¿Quién es usted? – Pregunté
asustado.
- ¿Es usted Bernardino Gutiérrez del
Valle? – Repitió la misteriosa voz haciendo caso omiso de mi pregunta.
- Sí… ¿Y usted?
- Tenga cuidado con el gran autobús
rosa. – Dijo bajando aún más la voz.
- ¿Cómo ha dicho?
- Cuidado con el gran autobús rosa… -
Repitió la voz, cortándose la llamada de repente.
Estaba muy alterado por varios
motivos, siendo el más importante el que una voz misteriosa que sabía mi nombre
acababa de hacerme una advertencia absurda. ¿Un autobús rosa? Por más que
pensaba en ello no tenía sentido. No hay autobuses rosas y en caso de que los
hubiera, ¿por qué iba a tener cuidado con él? ¿Iba a atropellarme? ¿Iba a
colisionar conmigo en la carretera? Y esto, ¿por qué? ¿Por qué de entre todos
los coches que circulan diariamente por la ciudad, precisamente el mío iba a
sufrir un accidente con un misterioso autobús rosa?
Planteándome todos estos interrogantes
me quedé dormido, estando tranquilo y sin soñar en absoluto con teléfonos que
sonaban de improviso ni con autobuses rosas. Es más, a la mañana siguiente,
cuando me levanté medio dormido con rumbo al cuarto de baño para asearme antes
de ir a trabajar, ni me acordaba de lo que había ocurrido esa noche.
Mi vida era una rutina constante.
Todos los días, sin excepción, incluso en fin de semana o fiesta de guardar, me
levantaba a las ocho y ocho minutos, por pura superstición. Creía que si me despertaba
aunque fuera un minuto más tarde las cosas no me saldrían bien. Tras salir de
la cama, dirigía mis pasos hacia el baño, donde primero me afeitaba, me
cepillaba los dientes y me duchaba. Una vez seco, me vestía comenzando siempre
por el lado izquierdo del cuerpo: primero el calcetín izquierdo, primero la
pierna izquierda, primero el brazo izquierdo…
Aquella mañana fue como todas las
mañanas de mi vida desde que comencé a trabajar: monótona y rutinaria. Me
afeité, me cepillé los dientes, me duché y me vestí: un traje azul marino con
camisa blanca y una corbata azul a rayas a juego. Abandoné mi alcoba y tras
atravesar el pasillo de mi casa, cogí las llaves del coche de un cenicero y
salí de mi hogar.
Abrí la puerta del coche, me subí a él
y, tras arrancarlo, puse rumbo hacia mi trabajo. Mientras conducía, no pude
evitar fijarme en las obras que colapsaban la carretera y la acera y que hacían
que transitar por la ciudad fuera una auténtica proeza. Miraras donde miraras
sólo se veían grúas, excavadoras haciendo gemir los cimientos del suelo, vallas
metálicas, carteles indicando de próximos desvíos de tráfico… Era un caos
auténtico.
Finalmente y tras llegar a formar
parte de hasta tres atascos de grandes magnitudes, pude llegar a mi puesto de
trabajo, en donde me adentré en la lectura de papeles relacionados con
diferentes casos para cumplir con mi jornada laboral. Eran por lo general casos
estúpidos, como el de un hombre que había denunciado a la empresa
suministradora de agua de la ciudad por haberse caído de su ciclomotor por
culpa de un charco procedente de un escape de las tuberías. La denuncia tendría
razón de ser de no haberse producido la caída un día de lluvia en el que todo
el camino estaba encharcado. O la apelación de una sentencia a un joven que por
haber robado una pizza de un establecimiento de comida rápida había sido
condenado a tres años de prisión.
A las tres y media de la tarde dejé de
leer documentos y me metí en mi coche para regresar a mi casa. Cogí el camino
de siempre, con sus mismos edificios, sus mismos semáforos y sus mismos desvíos
hasta llegar a la autopista, donde esta vez, a un lado de la carretera y por
detrás del quitamiedos había algo que no era usual. Más que algo, debería decir
alguien.
Era alto y delgado. Llevaba unos zapatones
enormes, con las puntas retorcidas hacia arriba como las babuchas árabes y de
un nada discreto color amarillo chillón. En honor a la verdad, nada en aquel
individuo era discreto, pues sus pantalones eran extremadamente anchos, tanto
que debía de sujetárselos con tirantes, de color rosa salteado de estrellitas
azules, amarillas y verdes. Su camiseta también estaba salteada por estrellitas
multicolores y al igual que los zapatones, era amarilla. Al cuello llevaba
anudada una pajarita morada. Tenía la cara por entera pintada de blanco, a
excepción de los labios que eran de un color rojo intenso, al igual que la gran
bola de gomaespuma que tenía en la nariz. El curioso hombrecillo que estaba en
la carretera, que por como lo he descrito no cabrá duda de que era un payaso,
llevaba en la cabeza una peluca rizada verdosa y en las manos un gran cartel
donde podía leerse en mayúsculas “Bernardino”.
Nada más verlo aminoré la marcha del
vehículo, y cuando me percaté del cartel con mi nombre paré definitivamente. El
payaso me miró, señaló el cartel como preguntándome si el nombre escrito en él
se correspondía con el mío y al asentirle con la cabeza, abrió la puerta y se
sentó a mi lado. Por un breve instante nos quedamos los dos sentados, mirando
al frente y sin hablar. Sólo cuando mi extraño acompañante se abrochó el
cinturón de seguridad decidí arrancar el coche y conducir.
Todo era muy extraño, pues ese hombre
se había subido en el coche sin más al corroborar que era yo a quien buscaba y
ni me había dicho su nombre ni hacia dónde quería que lo llevara. Un sinfín de
ideas pasaron cual relámpago por mi cabeza y en honor a la verdad, ninguna de
ellas era buena, pues al final esa tormenta de pensamientos desembocaba en un
mismo hecho: ese payaso era un asesino, o un ladrón o, incluso, ambas cosas.
Pese a todo, no puedo ocultar que me alegraba de haberme topado con él, pues
ese encuentro rompía con la monotonía diaria.
Mientras conducía, procuraba observar
por el rabillo del ojo a mi acompañante, que mantenía su mutismo, ya que en
ningún momento me había dirigido la palabra. De hecho, no sólo no hablaba, sino
que tampoco se movía. Estaba con el cinturón abrochado, las manos en el regazo
y la vista al frente. Aunque yo soy una persona de pocas palabras que prefiere
no relacionarse con la gante, tanto silencio por parte del payaso empezaba a
ponerme nervioso, por lo que inicié un bombardeo de preguntas a discreción:
-
¿Qué tal está usted? ¿Cuánto tiempo llevaba esperando? Debe de haberlo pasado
muy mal, que ya se aproxima el verano y ya se sabe… ¿Trabaja en el circo? ¿En
el mundo del espectáculo? ¿O quizás se dedique al mundillo del cumpleaños
infantil? – El payaso no me miró ni una vez. – Yo soy abogado en un bufete, que
no está mal, aunque no es un trabajo tan divertido como el suyo, aunque eso sí,
no tiene la inseguridad salarial que puede que usted tenga… - Seguía el payaso
sin hacerme el menor caso. – Oiga… No es por importunarle y espero no ofenderle
pero, ¿por qué llevaba un cartel con mi nombre escrito? No sé, no lo pregunto
porque no me fíe de usted, sino porque es muy extraño. No todos los días uno va
conduciendo con su coche y se topa con un payaso que sin más se sube contigo al
vehículo… Comprenderá usted que tenga ciertos recelos… ¿Es usted de por aquí?
¿A dónde quiere que le lleve?
El payaso, al oír estas últimas
preguntas, dejó de mirar al frente y me miró a los ojos con firmeza, pero sin
decir nada. Manteniendo el contacto visual conmigo rebuscó en bolsillo de su
pantalón hasta sacar un paquete de chicles, que me tendió en un gesto de buena
voluntad. Yo, que no quería ofenderle a pesar de no ser la goma de mascar santo
de mi devoción, me metí dos chicles en la boca y seguí conduciendo. Una vez
hubo comprobado que su regalo de amistad estaba siendo masticado, el payaso
dejó de mirarme y volvió a centrar toda su atención en el paisaje.
Pasó un tiempo que debido al silencio
reinante se me hizo eterno, y mientras mascaba el insulso chicle del payaso,
que no sabía a nada, encendí la radio para escuchar música y así disipar la
tensión existente. De repente, y cuando nos aproximábamos a mi casa, el payaso,
con los ojos abiertos como platos, a punto de salírseles de las órbitas y
señalando al frente, susurró:
- Cuidado con el gran autobús rosa.
- ¿Cómo dice? – Pregunté intrigado,
acordándome de sopetón de la misteriosa llamada telefónica de la noche anterior
y mirando con incredulidad hacia donde el payaso, ahora bastante asustado, me
estaba señalando, pues ahí no había ningún autobús rosa de grandes magnitudes.
- Cuidado con el gran autobús rosa. –
Volvió a susurrar mi acompañante sin dejar de señalar al frente.
Y fue en ese preciso instante cuando a
gran velocidad y en el mismo carril en el que estábamos pude ver al gran
autobús rosa. Era un autobús de dos plazas descapotable y pintado de un
llamativo color rosa chillón. El gran autobús se acercaba a gran velocidad y
tenía la intención de colisionar con nosotros. Empecé a girar el volante a la
izquierda para tratar de esquivarlo, aún a sabiendas de que iba a invadir el carril
contrario. El autobús se acercaba más y más y yo, por más que giraba el volante
no conseguía alejarme para evitar la colisión.
Afortunadamente, justo cuando el
choque parecía inevitable, pude dar un volantazo y esquivar a gran velocidad al
gran autobús rosa. Mi coche, totalmente fuera de control, dio tres vueltas de
campana, invadió la acera y se estampó contra una farola.
Mientras mi coche giraba y giraba
notaba cómo iba perdiendo la consciencia y cómo mi cuerpo se movía
violentamente en múltiples sacudidas. El impacto con la farola fue brutal y de
no ser por el airbag no sé qué habría sido de mí. Cuando conseguí quitarme el
cinturón de seguridad y fui a mirar cómo estaba el misterioso payaso me di
cuenta de que había desaparecido. Era como si nunca hubiera estado sentado
conmigo, pues el cinturón estaba recogido y la puerta del coche cerrada, sin
señales de que alguien la hubiera abierto recientemente para salir de él.
Parecía que el payaso nunca hubiera existido, que sólo se trataba de una
jugarreta de mi mente, al igual que ese dichoso autobús rosa que había surgido
de la nada para desaparecer tal y como había llegado.
Salí con mucho esfuerzo y
tambaleándome del coche. Me dolía mucho la cabeza, con un dolor intenso y
palpitante. Tenía una brecha en la ceja izquierda de la que no cesaba de manar
la sangre poco a poco, sin prisa pero sin pausa. Todo era muy extraño. Cuando
ya estaba casi convencido de que había soñado lo del payaso recordé que tenía
algo, una prueba física que confirmaba la existencia del misterioso
autoestopista. Tenía en la boca, pese al impacto, los chicles que me había dado
en el coche antes de que pusiera la radio y en el bolsillo de mi pantalón el
paquete en cuestión. Por tanto, el payaso existía. En ese caso, la pregunta
era, ¿por qué había desaparecido así tras la colisión?
Traté de tener la cabeza fría,
mantener cierta distancia con lo que acababa de pasar y ver qué debía hacer a
continuación. Observé mi coche y me di cuenta de que estaba destrozado. Con el
impacto con la farola, el capó se había seccionado en dos, la luna delantera
estaba completamente rota y las puertas de acceso al vehículo, completamente
abolladas. Llamé a la grúa para que se lo llevara y después me fui al hospital
para que me hicieran un reconocimiento.
Cuando acabé era de noche y llegué a
mi casa en un taxi. Sin ganas de nada más que no fuera acabar con ese nefasto
día, llegué a mi habitación y sin cenar nada en absoluto, y sin siquiera
cambiarme de ropa, me metí en la cama. Estuve siendo presa de un sueño pegajoso
e incómodo, protagonizado por payasos mudos hasta cerca de las dos y media de
la madrugada, cuando el timbre del teléfono me despertó. El teléfono sonaba y
sonaba y yo, cansado y bastante harto, sin ganas de hablar con nadie, decidí
arrancar el cable de la corriente eléctrica, de modo que el infernal aparatejo
dejó de sonar.
La paz y el silencio duraron poco,
pues nada más volver a tumbarme y pese a no estar conectado a la corriente, y
estando por lo tanto totalmente inutilizado, el teléfono volvió a sonar. Al
escucharlo no pude evitar sobresaltarme, asustarme, pensar incluso en que algún
ente demoníaco estaba llamándome o que el teléfono funcionaba merced a la magia
negra.
- ¿Quién es? – Pregunté nervioso tras
haber cogido una bocanada de aire una vez descolgué el teléfono. - ¿Quién es?
- ¿Bernardino Gutiérrez del Valle? –
Habló la voz susurrante que la noche anterior me alertó sobre el gran autobús
rosa.
- Sí, soy yo… - Murmuré temeroso. -
¿Quién es usted?
- Pedro va a caballo y sin embargo a
pie. ¿Cómo se llama el caballo?
- ¿Cómo dice? – Pregunté
desconcertado.
- Pedro va a caballo y sin embargo a
pie. ¿Cómo se llama el caballo? – Volvió a decir entre susurros la misteriosa
voz.
- Oiga, no estoy para acertijos.
¿Quién es usted?
- Cuidado…
- ¿Quién es usted?
- Cuidado con el caballo con sombrero.
– Susurró la voz ignorándome nuevamente.
- ¿Quién es usted? – Repetí enfadado.
- Cuidado con el caballo con sombrero…
- ¡Quién es usted! ¡Quién es usted!
¡Quién es usted!
Estuve gritando durante cinco minutos,
aún a sabiendas de que nada más repetirme la advertencia acerca del caballo con
sombrero la misteriosa voz había dado por finalizada la conversación y había
colgado el teléfono. Aquella noche, pensando en el payaso, el accidente, la
reciente llamada telefónica, el acertijo y el caballo con sombrero no pude
dormir.
1 comentarios:
Bienvenido al tintero de las ilusiones.
Cuidado con el autobús rosa, jajaja.
Sorprendente y genial como siempre.
Un beso.
Dí lo que piensas...